viernes, 1 de mayo de 2015

F. J. Cruz llora la muerte en EL ESPANTO SEGURO por Diosceline Camacaro

«No quiero que me repitan que los muertos no pierden la sangre;
que la boca podrida sigue pidiendo agua». 
Federico García Lorca

Decía Vladimir Jankélévitch que la muerte es una certeza. Esa figura ineludible que nos acompaña se distingue en El espanto seguro, obra de Francisco José Cruz, donde cada texto refleja el miedo profundo que siente el poeta ante la posibilidad de dejar de existir.
      Quizá tenía razón Ciorán cuando aseguraba que la muerte se presenta únicamente a través de esta emoción. El espanto seguro, publicado por la Biblioteca Sibila-Fundación BBVA (2010), además de ser el título del libro de Cruz es un verso del poema «Lo fatal» de Rubén Darío: «Ser, y no saber nada, y ser sin rumbo cierto, / y el temor de haber sido y un futuro terror... / ¡Y el espanto seguro de estar mañana muerto!».
      Nacido en 1962, Francisco José Cruz es defensor de la métrica y de la tradición del lenguaje poético, él ve a través de su fino oído que le permite componer con maestría versos de destacada musicalidad y además reconocer con rapidez un decasílabo, dodecasílabo o un alejandrino. Este autor originario de Alcalá del Río, Sevilla, fue amigo durante muchos años de Eugenio Montejo. En la Feria Internacional del Libro de la Universidad de Carabobo (FILUC) del año 2013, donde dictó su primer taller de poesía, señaló a los asistentes que él de alguna manera le respondió a Montejo con su versión de «La mesa»: «Si una cosa de las que tiene encima / le dijera que siempre no fue mesa, / que sus patas fueron antes raíces /–aunque las tenga lisas, torneadas–, / lo negaría con todos sus clavos».
      Su poesía es música con sentido, que conmueve, cautiva e invita a desentrañar lo que ama y lo que teme. El génesis de El espanto seguro es una «Canción de cuna», donde se abrazan la vida y la muerte: «Quizás te acostumbres / a tubos y a pruebas / antes de que a casa / conmigo te vengas. / Duérmete, mi niño, / pero no te mueras».
      El poeta se presenta como hijo en «Alguna excusa», donde habla sobre su padre y la muerte que se aproxima y le demuestra que siempre fueron dos extraños: «fueran los que fueran. Cuando no hubo dudas / de que en meses se nos moría mi madre / y él ya sólo deambulaba por la casa, // yo sabía que buscaba alguna excusa / con tal de hablar conmigo y desahogarse». La memoria del escritor emerge como un laberinto en «Hasta el final», mostrándonos su sufrimiento, la pérdida de su hermano y la imposibilidad de ayudarlo y asimismo la dura «Despedida» de sus padres: «Una semana antes de morir mi madre / dejamos a mi padre en el hospital / con anginas de pecho descontroladas. // Ella en su cama, invadida por el cáncer, / y él de pronto ingresado de gravedad / cuando más necesitaba acompañarla.// Los dos sabían –cómo iban a engañarse– / que no volverían a verse jamás / aunque al despedirse lo disimularan».
      La genialidad de este sevillano se manifiesta en la musicalidad de sus versos. Si leerlo es un gusto, quienes lo hemos escuchado recitar sentimos que su voz es canto y sus poemas flamenco. Una muestra del ritmo que prevalece en sus escritos es «Canción de la carne»: «Tus carnes de medio siglo / y las mías de otro medio / mezclan un siglo de carne pletórico de deseo / Arrebato irreprimible de grasas músculos nervios / de glándulas inflamadas donde se hunden los dedos».
      Por otra parte, la ceguera de Cruz lo lleva a capturar imágenes con su imaginación y su cuerpo, donde sus manos, dedos, olfato y oído son visor, obturador, diafragma y flash, que le permiten componer versos que detallan una «Foto a un viejo león» como si estuviese frente a él: «Ya la jaula le queda grande / después de eterno diecinueve / años entre férreos barrotes / indiferentes. // De sus propias herrumbres reo, / ruge o se queja por su muerte: / sabe que no son los barrotes / los que hoy le duelen»; la «Vieja foto de estudio», donde aparece de niño o a describir «A una tortuga»: «Nunca se sabe / de entre qué piedras /del jardín sales, / pero pareces / piedra sonámbula cuando te mueves».
      Revelando los infortunios de la vida que, según él, está colmada de sombras escribe: «Siempre a los otros les caen las desgracias / –uno de esos tumores, por ejemplo, / que no dan ninguna esperanza–. // Siempre a los otros, mientras yo me dejo / llevar por mis afanes o rutinas / sin preocuparme de mi cuerpo».
      Para luego cerrar con una «Canción de sepultura» que enuncia cómo la existencia desaparece del cuerpo: «Púdrete, amor mío, / que no hay más remedio, / púdrete sin mí, / que aún no me he muerto. // Púdrete, púdrete / dentro de tu sueño, / púdrete aunque yo / sin ti ya no duermo. // Púdrete, amor mío, / que no hay más remedio, / púdrete, púdrete / hasta el último hueso».
      Cruz nos muestra una obra prodigiosa, íntegra, que hace visible su mundo y sus miedos. En cada texto pareciera que podemos reconocernos en un espejo íntimo y escuchar en la poesía: la voz de la muerte, la pesadilla, la vejez, la efímera esperanza y llegar a creer lo que decía Federico García Lorca «más fuerte que la muerte es el amor».

Publicado en Colofón. Revista literaria (Caracas, 19 diciembre de 2014)
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