«No quiero que me repitan que los muertos no pierden la sangre;
que la boca podrida sigue
pidiendo agua».
Federico García Lorca
Decía Vladimir Jankélévitch que la muerte es una
certeza. Esa figura ineludible que nos acompaña se distingue en El espanto
seguro, obra de Francisco José Cruz, donde cada texto refleja el miedo
profundo que siente el poeta ante la posibilidad de dejar de existir.
Quizá tenía
razón Ciorán cuando aseguraba que la muerte se presenta únicamente a través de
esta emoción. El espanto seguro, publicado por la Biblioteca
Sibila-Fundación BBVA (2010), además de ser el título del libro de Cruz es un
verso del poema «Lo fatal» de Rubén Darío: «Ser, y no saber nada, y ser sin rumbo
cierto, / y el temor de haber sido y un futuro terror... / ¡Y el espanto seguro
de estar mañana muerto!».
Nacido en
1962, Francisco José Cruz es defensor de la métrica y de la tradición del lenguaje
poético, él ve a través de su fino oído que le permite componer con maestría
versos de destacada musicalidad y además reconocer con rapidez un decasílabo,
dodecasílabo o un alejandrino. Este autor originario de Alcalá del Río,
Sevilla, fue amigo durante muchos años de Eugenio Montejo. En la Feria
Internacional del Libro de la Universidad de Carabobo (FILUC) del año 2013,
donde dictó su primer taller de poesía, señaló a los asistentes que él de
alguna manera le respondió a Montejo con su versión de «La mesa»: «Si una cosa
de las que tiene encima / le dijera que siempre no fue mesa, / que sus patas
fueron antes raíces /–aunque las tenga lisas, torneadas–, / lo negaría con
todos sus clavos».
Su poesía es
música con sentido, que conmueve, cautiva e invita a desentrañar lo que ama y
lo que teme. El génesis de El espanto seguro es una «Canción de cuna»,
donde se abrazan la vida y la muerte: «Quizás te acostumbres / a tubos y a
pruebas / antes de que a casa / conmigo te vengas. / Duérmete, mi niño, / pero
no te mueras».
El poeta se
presenta como hijo en «Alguna excusa», donde habla sobre su padre y la muerte que se aproxima
y le demuestra que siempre fueron dos extraños: «fueran los que fueran. Cuando
no hubo dudas / de que en meses se nos moría mi madre / y él ya sólo deambulaba
por la casa, // yo sabía que buscaba alguna excusa / con tal de hablar conmigo
y desahogarse». La memoria del escritor emerge como un laberinto en «Hasta el
final», mostrándonos su sufrimiento, la pérdida de su hermano y la
imposibilidad de ayudarlo y asimismo la dura «Despedida» de sus padres: «Una
semana antes de morir mi madre / dejamos a mi padre en el hospital / con
anginas de pecho descontroladas. // Ella en su cama, invadida por el cáncer, /
y él de pronto ingresado de gravedad / cuando más necesitaba acompañarla.// Los
dos sabían –cómo iban a engañarse– / que no volverían a verse jamás / aunque al
despedirse lo disimularan».
La
genialidad de este sevillano se manifiesta en la musicalidad de sus versos. Si
leerlo es un gusto, quienes lo hemos escuchado recitar sentimos que su voz es
canto y sus poemas flamenco. Una muestra del ritmo que prevalece en sus escritos
es «Canción de la carne»: «Tus carnes de medio siglo / y las mías de otro medio
/ mezclan un siglo de carne pletórico de deseo / Arrebato irreprimible de
grasas músculos nervios / de glándulas inflamadas donde se hunden los dedos».
Por otra
parte, la ceguera de Cruz lo lleva a capturar imágenes con su imaginación y su
cuerpo, donde sus manos, dedos, olfato y oído son visor, obturador, diafragma y
flash, que le permiten componer versos que detallan una «Foto a un viejo león»
como si estuviese frente a él: «Ya la jaula le queda grande / después de eterno
diecinueve / años entre férreos barrotes / indiferentes. // De sus propias
herrumbres reo, / ruge o se queja por su muerte: / sabe que no son los barrotes
/ los que hoy le duelen»; la «Vieja foto de
estudio», donde aparece de niño o a describir «A una tortuga»: «Nunca se sabe /
de entre qué piedras /del jardín sales, / pero pareces / piedra sonámbula
cuando te mueves».
Revelando
los infortunios de la vida que, según él, está colmada de sombras escribe: «Siempre
a los otros les caen las desgracias / –uno de esos tumores, por ejemplo, / que
no dan ninguna esperanza–. // Siempre a los otros, mientras yo me dejo / llevar
por mis afanes o rutinas / sin preocuparme de mi cuerpo».
Para luego
cerrar con una «Canción de sepultura» que enuncia cómo la existencia desaparece
del cuerpo: «Púdrete, amor mío, / que no hay más remedio, / púdrete sin mí, /
que aún no me he muerto. // Púdrete, púdrete / dentro de tu sueño, / púdrete
aunque yo / sin ti ya no duermo. // Púdrete, amor mío, / que no hay más
remedio, / púdrete, púdrete / hasta el último hueso».
Cruz nos muestra una obra prodigiosa, íntegra, que
hace visible su mundo y sus miedos. En cada texto pareciera que podemos reconocernos
en un espejo íntimo y escuchar en la poesía: la voz de la muerte, la pesadilla,
la vejez, la efímera esperanza y llegar a creer lo que
decía Federico García Lorca «más fuerte que la muerte es el amor».Publicado en Colofón. Revista literaria (Caracas, 19 diciembre de 2014)
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