Fran Cruz y Amancio Prada en la Plaza de San Fernando de Carmona, 3 de junio de 2017
© Chari Acal
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Al comenzar el cultivo
de nuestras aficiones más íntimas, esas que dan pleno sentido a la vida,
nuestras afinidades casi nunca son estables. Normalmente, los gustos van
cambiando a lo largo de los años, acordes con nuestra búsqueda personal hasta
que, coincidiendo con el periodo de madurez, dichas afinidades se consolidan,
dejando atrás una estela de rechazos y asentimientos fugaces.
Una excepción a esta regla, al menos en
mi caso, es Amancio Prada, del que desde mi adolescencia escucho sus discos y
asisto a sus conciertos con sostenido fervor. Su voz aérea, desnuda,
ensimismada, siempre al servicio de la poesía, nutren mi sensibilidad con el
fecundo sigilo con que solo lo han hecho unas cuantas obras literarias.
Las canciones de Amancio Prada nos traen
al presente ese remoto origen en que melodías y versos brotaban de un común
aliento creador, pero, a diferencia de los antiguos trovadores, los poemas por
él cantados –salvo algunos propios– surgieron del silencio de la escritura,
ajenos a la cítara o a la guitarra. Su refinado espíritu selectivo y sus genuinas
cualidades compositivas lo hacen ser fiel tanto a los textos como a su propio
estilo, al punto de crearnos la ilusión de que los poemas fueron originados en
el canto.
Esta entrevista, pues, en la que Amancio Prada
se refiere, entre otros asuntos, al papel de las canciones de su infancia, a
las circunstancias influyentes en su vocación, a su trayectoria o a su proceso
compositivo, refrenda mi ya vieja admiración por este cantor de poesía.
—Naciste a las puertas de la segunda mitad del siglo pasado,
en plena posguerra española, en Dehesas, una aldea de Ponferrada perteneciente
a la comarca leonesa de El Bierzo, lindante con Galicia. Creciste, según has
referido muchas veces, rodeado de canciones: las que cantaban los hombres en
sus faenas agrícolas y las mujeres en sus tareas domésticas. ¿Cómo viviste
aquel ambiente cantarín? ¿Eran los niños meros espectadores del mismo o
participaban en él?
—Dehesas es la cuna, es
mi pueblo. Dehesas son mis padres, mis hermanos, los amigos de pupitre de la
escuela y de los juegos, las primeras canciones, las escapadas al río, el
primer temblor amoroso… Es el escenario de aquella infancia rural poblada de
caminos por donde íbamos con las vacas, a regar, a vendimiar… Cómo voy a olvidar
todo eso. No es que lo recuerde, es que me constituye.
Pero contar mi infancia haría este cuento
demasiado largo. Te digo que fui feliz, a pesar de los trabajos de sudor en la
frente. Tú sabes que en los pueblos, en aquellos años, todos teníamos algo que
hacer para ayudar tanto en casa como en el campo, todos, desde los niños hasta
los abuelos: cortar leña, prender la cocina, dar de comer al ganado, segar la
hierba, voltearla, apicar los pimientos, uncir las vacas, acarrear el heno,
vendimiar… Cosas así. Y así aprendí el nombre de los árboles y de los pájaros,
no en los libros. Mi pueblo olía a hogaza de pan, a fuego de leña, a estiércol
y a esa humedad que desprenden las hojas del otoño que se pudren sobre la hierba
de los prados. A todo eso olía y mucho más. Me recuerdo cantando siempre,
estuviera triste o alegre. También cuando pasaba miedo. Cuanto más miedo, más
alto cantaba. Porque los mayores no se imaginaban el miedo que pasa un niño
cuando tenías que ir a regar de noche o a buscar el agua por la presa arriba…
Me encantaba cantar por Antonio Molina, a quien no he dejado de admirar. Mi
madre, minha mãe, mamma, me dio de
mamar y de cantar. Ella creaba en la casa una atmósfera de armonía cantando mientras
labraba la huerta o fregaba los cacharros… Tenía una voz preciosa y el oído muy
fino. Y mi padre… lo recuerdo silbando, rumiando una tonada mientras empuñaba
el arado, parecía que iba sembrando en el surco romano recién abierto, junto
con el trigo, la salmodia de su propio canto… Yo era un niño e iba delante de
las vacas como guiándolas, también cantando y con la cabeza a pájaros... Así
era y así lo recuerdo.
—De niño, cuando estudiabas en Cambados, formabas parte del
coro del colegio. ¿Qué aspectos o detalles concretos, provenientes de las
experiencias musicales de tu infancia, reconoces aún en tu ya dilatada
trayectoria de compositor y cantante?
—En los pueblos de aquella España rural de mediados de los 50,
cuando un niño destacaba en la escuela, el maestro enseguida le decía a los
padres «a este niño hay que mandarlo a estudiar fuera». Pues a mí me mandaron a
estudiar con los frailes salesianos a Cambados cuando aún no había cumplido
diez años. Me subí al tren en la estación de Ponferrada, un expreso nocturno
que venía del más allá con un vagón cargado de niños con vocación salesiana.
Eso nos decían. Era la primera vez que cogía el tren. Recuerdo que hicimos
trasbordo de madrugada en Redondela, y al bajar del tren tuve una sensación
extraña, era un olor nuevo, no sabía de qué, de dónde. Cuando se fue el tren
que lo tapaba, desde el andén en alto vi el mar por primera vez. ¡El mar y la
isla de San Simón, la isla del trovador Mendiño! Claro que yo entonces ni idea
de Mendiño ni de Bernal de Bonaval…
Los cuatro años
que pasé con los salesianos fueron felices, estudiábamos por estudiar,
rezábamos cantando, aprendí a tocar la bandurria, fui solista del coro, hacíamos
teatro, incluso montamos la zarzuela de El
Barberillo de Lavapiés con la Banda de Castrelo que dirigía el maestro
Montañés; cada semana hacíamos una excursión al mar y otra a la montaña… Luego,
con los ardores de la pubertad, perdí la vocación y volví a casa con mis padres
y a la labranza.
—En tu juventud, ganaste en Alar del Rey un concurso de cantautores;
y mientras estudiabas Sociología en La Sorbona, fuiste telonero de Georges Brassens. ¿Hay en este rico periodo juvenil una circunstancia, entre
otras tantas, que determinara definitivamente tu vocación de músico hasta pasar
al campo profesional o desde siempre aspirabas dedicarte a ello?
—Aquel festival en Alar
del Rey fue muy importante para mí. Te voy a contar por qué. Era el verano de
1969, tenía yo veinte años. Después de hacer el bachillerato en Ponferrada me
fui a estudiar Dirección de Empresas Agrarias a Valladolid. Porque, aunque era
lo que más me gustaba, lo de cantar, pintar o hacer teatro lo veía como un
sueño inalcanzable. Y como admiraba mucho a mi padre, también quería ser como
él, «el labrador de más aire». Pero al acabar aquellos estudios, la verdad es
que no me atraía nada la idea de ponerme a trabajar en una cooperativa o algo
así. En el verano del 68 había ido en autostop hasta Seichamps, un pueblecito
cerca de Nancy, para hacer unas prácticas en un GAEC (Grupo Agrícola de Explotación
en Común), y a la vuelta pasé por París, donde aún humeaban las brasas del
famoso Mayo. París me deslumbró y empecé a pensar en volver para estudiar allí
Sociología o lo que fuera, cuando acabara los estudios en Valladolid. Por eso,
aquel verano del 69, yendo en el tren a Valladolid para recoger el certificado
de estudios que me permitiría matricularme en La Sorbona, no recuerdo bien
cómo, me enteré del festival de Alar del Rey y decidí presentarme, confiando en
que, malo sería que alguno no me dejara su guitarra para cantar mi canción…
Porque yo no tenía guitarra. Y por cierto, cuando llegué a Valladolid, yendo
por la calle Santiago, me paré delante de una tienda de música y me quedé un
buen rato mirando una guitarra expuesta en el escaparate. Era una guitarra
dorada, preciosa, pero inalcanzable: costaba diez mil pesetas. Bueno, recogí el
certificado académico, me subí a otro tren y me presenté en Alar del Rey. Alar
era un pueblo cereal, también dorado. Efectivamente, alguien me dejó su
guitarra y canté «Pra A Habana», una larga canción sobre los emigrantes a las
Américas en tiempos de Rosalía… Y, ante mi sorpresa, ¡me dieron el primer
premio! El premio consistía en una Galleta de Oro y un sobre con… ¡diez mil
pesetas! Ya te imaginas que me volví pitando a por aquella guitarra, que fue la
llave que abrió las puertas de mi primer otoño en París. Desde entonces, ya no
me separé de ese instrumento.
París fue también una etapa determinante.
Viví allí cinco años, llegué con veinte, ya lo he dicho, y claro, a esa edad,
con mochila y en vaqueros te comes el mundo entero. Además de conocer el mundo
de la excelencia universitaria, como era La Sorbona, enseguida empezaron a
invitarme a cantar en centros de emigrantes, en las Caves de poésie y en las concurridas Casas de Jóvenes y de la
Cultura (MJC) que había creado el ministro André Malraux. Como diría Antonio
Machado, «Gracias, Petenera mía, / en tus ojos me he perdido; / era lo que yo
quería». Sí, tuve la suerte de encontrar buenos profesores de guitarra, Silos
Manso de Zúñiga, y de armonía, Michel Puig, y pude ver y estar muy cerca de
estrellas como Georges Brassens, Moustaki, Mouloudji, Ferré, Juliette Gréco… En
definitiva, aquellos cinco años en París fueron un periodo de formación que
culminó en la grabación del primer disco, Vida
e morte, producido y editado por La
Boîte à Musique en 1974. Parecía, pues, que la cosa iba en serio.
—Teniendo en cuenta tus estudios en París de composición y
armonía, ¿fue la necesidad de expresarte con la música lo que te llevó a la
poesía o tuviste claro desde un principio esta comunión entre ambas artes?
—Ya
había empezado a hacer mis primeras canciones antes de ir a París, en Valladolid,
como te decía. Algunas sobre poemillas propios como «Labregos» y «Canción de
amor nº 2», y también de Bécquer (sus famosas golondrinas, canción que, por cierto,
tardé muchos años en cantar en público y que aún no he grabado), y Celso Emilio
Ferreiro, pero sobre todo de Rosalía de Castro, con quien sentía una empatía
especial. Yo había llegado a Valladolid cantando por Antonio Molina… Pero
cuando escuché cantar a Paco Ibáñez «Andaluces de Jaén» y «La poesía es un arma
cargada de futuro» me caí del caballo molinero como San Pablo en Damasco. Sí,
Valladolid fue mi Damasco. En ese sentido también me impactó el disco que
Serrat dedicó a Antonio Machado y las canciones de Atahualpa Yupanki. Entre
todos me mostraron el camino de la poesía como canción o de la canción como
poesía. No obstante, aquel humilde festival de Alar del Rey fue muy importante
para mí. Como lo sería, pocos años después, la ocasión de ser telonero de
Georges Brassens durante tres semanas en el Teatro Bobinó. Desde entonces, la
poesía nutre mi canto.
—Cuanto más oigo tus
canciones, siento que, al menos en parte, su belleza radica en la íntima
adecuación de la melodía a los versos, dentro de tu inconfundible estilo. Al margen
de tus gustos de lector, ¿necesitas que un poema reúna determinadas
características formales que se ajusten a tus cualidades musicales para poder
cantarlo? Háblame, en fin, de tu particular proceso creativo hasta culminar en
una canción lograda.
—Hay un romance que expresa el
paradigma del poder casi mágico que adquiere la poesía cuando establece feliz
alianza con la música, cuando el poema se convierte en canción: la canción del
marinero del «Romance del Conde Arnaldos», «que la mar ponía en calma, los
vientos hace amainar»… Esa es la canción que uno lleva soñando toda la vida.
Nunca he ido a buscar los poetas ni los poemas que canto. Se me aparecen, los
encuentro sin querer. Sin querer queriendo, claro. Canto lo que me enamora. Hay
poemas que ya a simple vista, por su estructura, parecen letra de canción.
Otros, no tanto, pero si te apasionan, la flauta acaba sonando. También hay
otros, y te podría citar varios, que me acompañan como viático de camino y, sin
embargo, no siento necesidad de cantarlos. Eso tampoco me lo explico. Ahora
bien, ¿cómo convertir un poema en canción? ¡Esa es la cuestión, amigo! Cada
canción es un pequeño milagro. Sabemos que no se trata de añadir música a un
poema, sino de extraer la música del poema, su música callada. Se trata de
interiorizarlo, te lo dices una y otra vez hasta aprenderlo de memoria, hasta
aprehenderlo, aflora su entonación... Y de pronto, cuando la música suena, la
canción que aparece se parece a un regalo, una forma de consuelo que traiga
algo de alegría a la conversación del mundo.
—Ya desde tus primeros
discos están trazadas las líneas maestras de tu estilo intimista, desnudo,
melancólico y tu interés por las cantigas galaico-portuguesas, el Romancero,
Rosalía de Castro, San Juan de la Cruz, García Lorca o García Calvo, a los que
has vuelto una y otra vez a lo largo de tu carrera, con distintas versiones y
nuevas canciones sobre ellos. ¿Siempre has tenido clara tu búsqueda creadora o
se te ha ido dando sin un plan preconcebido? ¿Cómo percibes tú esta suerte de recurrencia?
—No
hay plan. Esa suerte de recurrencia es una confluencia continua y creciente.
Verás: con 18 años compuse las primeras canciones de Rosalía de Castro; con aquella
guitarra que gané cantando a Rosalía compuse «La guitarra», mi primera canción
de Lorca. En París conocí a Agustín García Calvo, repartiendo el Manifiesto de
la Comuna Antinacionalista Zamorana en un restaurante universitario, él fue
quien me habló de Chicho Sánchez Ferlosio; también conocí allí al poeta Luis
López Álvarez, que me habló maravillas de la ciudad de Segovia, adonde me fui a
vivir cinco años, después de haber vivido otros tantos en París. En una buhardilla
de París me presentaron a San Juan de la Cruz y allí empecé a leer y a cantar
su Cántico Espiritual… El Cántico lo estrenaría en Segovia, en la
iglesia románica de San Juan de los Caballeros, el Sábado Santo de 1977. Santo
y rojo: ese mismo día se legalizó el Partido Comunista. En 1981, recién
instalado en Madrid, mi amiga Ana Martín Gaite, que trabajaba en la oficina de
la unesco en Ginebra, me llama un
día para contarme que María Zambrano es una forofa del Cántico, que lo escucha todos los días... «Es un milagro», dicen
que dijo cuando lo escuchó. Unos meses después, María Zambrano me regaló un
comentario precioso para el programa de mano de los conciertos que di con el Cántico en el Teatro Español de Madrid,
durante el mes de febrero de 1982, invitado por su director José Luis Gómez.
Cuando María Zambrano regresó del exilio el 20 de noviembre de 1984, fui una
tarde a su casa en la calle Antonio Maura de Madrid para cantarle el Cántico, como le había prometido cuando
hablé con ella en Ginebra. En aquella velada, que merecería una narración
aparte, María me pregunta que qué me traigo entre manos…, y yo le comento que,
además de otras canciones, me gustaría hacer una obra de largo aliento, un poco
en la línea del Cántico, pero que no
encuentro material… Se quedó un rato pensando y me dice: «Lo encontrarás… Porque
veo sobre ti una paloma… O tal vez sean dos». Imagínate la escena. Bueno, pues
a los pocos días cayó en mis manos el suplemento cultural del diario ABC con
los Sonetos del Amor Oscuro de
Federico García Lorca. Y el primero, en la frente: «Soneto gongorino en que el
poeta manda a su amor una paloma». ¡Una paloma! Tampoco sabía yo entonces que
había sido María quien, a finales de 1936, prologó y publicó en Chile la
primera antología poética de Federico, tras la turbación que le produjo su
muerte. Todo esto lo recordaba recientemente en los conciertos que di el pasado
mes de diciembre en el teatro de La Abadía, invitado por su director, José Luis
Gómez, cantando los Sonetos del Amor Oscuro,
treinta años después de su estreno en el Teatro María Guerrero, en la primavera
de 1986.
Hay más. En el 2009 vuelvo sobre Lorca
para cantar los Seis Poemas Galegos,
entre ellos el titulado «Canción de cuna pra Rosalía de Castro, morta». Cuarenta
años después de aquella primera canción lorquiana, de la mano de Lorca, vuelvo
a Rosalía. Una vez y otra vez, porque, durante la composición de los Poemas Galegos, descubro la profunda
admiración de Lorca por Rosalía, a quien llama «mi hermana en tristeza», «el
ángel mojado de Galicia», en un poema que le dedicó en 1918, con veinte años:
«Salutación elegíaca a Rosalía de Castro». Qué maravilla. Y le puse música, claro.
Más recientemente, cuando estaba
componiendo ese ramo de canciones sobre poemas de Teresa de Jesús que, trenzadas
con otras tantas de San Juan, dieron contenido al recital escénico La voz descalza, que visteis en Carmona
el año pasado, me entero de que en su célebre conferencia «Juego y teoría del
duende» dice Federico: «La musa de Góngora y el ángel de Garcilaso han de
soltar la guirnalda de laurel cuando pasa el duende de Juan de la Cruz, cuando
el ciervo vulnerado por el otero asoma»… y «Recordad el caso de la
flamenquísima y enduendada Santa Teresa, una de las pocas criaturas cuyo duende
la traspasa con un dardo queriendo matarla por haberle quitado su últimos
secreto, el puente sutil que une los cinco sentidos con ese centro en carne
viva, en nube viva, en mar viva, del Amor libertado del tiempo»… Y más aún, al
cantar los Sonetos de Lorca en La
Abadía, me voy dando cuenta de cuánta resonancia, cuánta memoria enamorada de
ambos místicos resuena en sus Sonetos.
Disculpa el circunloquio, querido Fran.
Pero ya ves la recurrencia: Rosalía, Lorca, San Juan, Teresa, Lorca, Rosalía…
Todo fluye y confluye.
—La guitarra y el
violonchelo te han acompañado siempre. Fieles a tu estilo, dialogan muy bien
con la transparencia de tu voz y, en el plano musical, representan las dos
grandes corrientes de nuestra poesía indisolublemente unida: la popular y la
culta. Háblame de tu preferencia por estos instrumentos y qué encuentras en
ellos al relacionarlos entre sí.
—Dicen que
el violonchelo es el instrumento que mejor canta, el más próximo a la voz
humana. También a mí me lo parece y de hecho, como bien señalas, ha sido el instrumento
que más me ha acompañado en grabaciones y conciertos. En París, había visto
muchas veces cantar a Paco Ibáñez acompañado por François Rabat, un
contrabajista maravilloso. También Georges Brassens cantaba siempre acompañado
de su inseparable Pierre Nicolas, al contrabajo. Pues cuando me invitaron a
cantar en Bobinó, le théatre de la
chanson et du rire, pensé hacerlo también con un contrabajo o con un
violonchelo. Entonces, una amiga me habló de un violonchelista argentino muy
bueno. Así tuve la suerte de conocer a Eduardo Gattinoni. La primera vez que le
oí tocar quedé fascinado por el lirismo y la profunda sonoridad de aquel
instrumento. Parecía que por su pica clavada en el suelo trepaba el canto de
las raíces. Durante años dimos muchos conciertos juntos, hasta que regresó a su
país. Luego he tenido la suerte de conocer y tocar con otros excelentes
violonchelistas: Carlos Cardinaal, Mariana Cores, Rafael Domínguez, Hilary
Fielding, Sacha Crisan, Mathieu Saglio, Amarilis Dueñas… Y sí, me encanta la
conjunción del violonchelo con la voz y la guitarra. Llega un momento en que
parece que se trenzan las cuerdas de los dos instrumentos y elevan la voz en
una aspiración gutural y armónica que se hace canto polifónico.
—Tanto en disco como en
directo, siento que cuanto menos instrumentos te acompañen más me llenan tus
canciones. Pareciera que tu voz, única en sus cualidades tímbricas y
dramáticas, se hiciera cargo de todo, sin necesidad de estar arropada. ¿Qué te
lleva a realizar versiones orquestales de obras clásicas en tu repertorio,
inicialmente grabadas con el discreto acompañamiento de guitarra, violonchelo o
algún instrumento tradicional como la zanfoña?
—Pues
sí, también yo pienso que, en general, menos es más. Como comentábamos antes,
guitarra y violonchelo se bastan para acompañarme, incluso solo con guitarra.
Me siento más libre. Pero casi todos hemos caído alguna vez en la tentación
sinfónica, con desigual fortuna. Es un riesgo, pero también un desafío.
Entiendo que hay obras que permiten también una lectura coral y sinfónica, como
el Cántico Espiritual, por ejemplo.
En este caso, estoy especialmente contento y agradecido con el trabajo de
orquestación de Fernando Velázquez y los conciertos que hemos dado con el Coro
y la Orquesta de rtve, incluyendo
la segunda parte, dedicada a «Teresa de Jesús: esposa de la canción». En todo
caso, son lecturas distintas, no hay por qué compararlas. Y sin llegar al
extremo sinfónico, me parece que ha sido acertado y coherente el desarrollo
tímbrico y coral que aportaron Josete Ordóñez y Ricardo Miralles en las Coplas de Jorge Manrique y en Emboscados, respectivamente.
—A estas alturas de tu
carrera artística, posees un repertorio tan abarcador como la diversidad de
épocas a las que pertenecen numerosos poetas a los que has cantado. Sin
embargo, dentro de esta gran amplitud de miras, hay en tu actitud creadora una
especie de tendencia unitaria que, lejos de la dispersión, se inclina con
frecuencia por discos y conciertos dedicados a un solo autor o incluso a una obra
determinada, como el Cántico
Espiritual o las Coplas de Jorge Manrique. Háblame de lo que te
comento y de la composición de estos dos poemas mayores de nuestra poesía, tan
distintos entre sí, cuyas músicas reflejan perfectamente la extremada y amorosa
delicadeza del primero y la sobriedad sombría del segundo, donde en su parte
central creo reconocer, si no me equivoco, esa viveza rítmica que siempre
imaginé en las danzas macabras. Además de tu admiración por ellos, ¿te animó a
ponerles música la posibilidad que su extensión te brindaba para desarrollar plenamente
tus aspiraciones compositivas?
—¿Serían las Coplas de Jorge Manrique la otra paloma
de María Zambrano? Tal vez. Concebí la composición de las Coplas como un réquiem. La música va siguiendo el curso creciente y
variado del poema con un despliegue instrumental acorde con momentos de singular
recogimiento o de tono marcadamente épico y coral. Para mí, la
interpretación de estas Coplas va más
allá del padre de Jorge Manrique y del padre nuestro de cada uno, son una
reverencia ante la memoria y la dignidad de nuestros antepasados. Porque el
camino que andamos es prolongación del que ellos hicieron, y todo lo que
construimos otros lo cimentaron antes.
Es un poema monumental que conjuga
pasajes reflexivos sobre lo efímero de la vida y sus glorias con otros
evocadores de la belleza de aquellas «ropas chapadas» y «aquel danzar», de «las
mañas y ligerezas» que desaparecen con los años. Yo quería subrayar, por supuesto,
el carácter reflexivo del poema, pero también quise cantar las «verduras de las
eras», o sea, exaltar los valores sin despreciar los bienes.
Respecto al Cántico, toda la poesía de San Juan es una llama de amor viva. Un anhelo
de unirse con el ser amado, entiéndase éste a lo divino o a lo humano. Como él
decía, «los dichos de amor es mejor dejarlos en su anchura antes que
abreviarlos a un sentido al que no se acomode todo paladar». Qué curioso:
siendo San Juan el poeta más alto en lengua castellana, nunca escribió la palabra
poesía, ni poema, ni verso en sus obras; él habla de canciones. Canciones que
solía pensar descalzo cuando iba de un lugar a otro, entre el sol y la fuente….
En el Cántico no hay solo
sensualidad, sino erotismo, movimiento, acción. No es un cantar estático como
el Cantar de los Cantares, sino
erótico, late en él una pulsión anhelante que busca, que sale al encuentro. Hay
movimiento: «Buscando mis amores / iré por esos montes y riberas. / Ni cogeré
las flores / ni temeré las fieras, / y pasaré los fuertes y fronteras». Porque
un místico es un enamorado de Dios y como tal enamorado busca la unión con el
ser amado. La composición musical del Cántico,
su cantar, sigue el curso imaginativo de esa cíclica querencia: búsqueda,
encuentro y consumación. La obra acaba con el mismo tema del comienzo.
—Aunque ha prevalecido
en ti hasta la fecha tu faceta de músico sobre la de poeta, has cantado también
algunos textos propios, entre los que sobresale, por su envergadura y
extensión, Emboscados, oratorio estructurado en ocho partes o
canciones de tema épico, pero de indudable tono lírico por su tratamiento
musical, acorde con el desarrollo insólito de su argumento, en el que unos
desorientados soldados, sin patria ni motivo, vagan sin saber a dónde, hasta encontrarse
con un derruido templo de piedra, en medio de un bosque. Encuentro en el poema
cierta atmósfera onírica que, más que avanzar, parece dar vueltas sobre sí
mismo, en una extraña ambigüedad simbólica, cuya fuerza y poder de persuasión
dependen para mí, en gran medida, de su belleza melódica y su juego de voces,
voces y melodías que reaparecen en distintas estrofas del poema. ¿Qué te movió
a escribir estos versos? ¿Qué significado tienen para ti? ¿Los hiciste con la
intención de ponerles música o la música y el texto surgieron juntos?
—No
estoy seguro, pero creo recordar que los primeros versos brotaron escuchando la
canción de Black, Wonderful Life.
Nunca he sabido por qué aquella canción que en el fondo no tiene nada que ver.
Pero fue el inicio de una película que empecé a imaginar entonces, inspirado
tal vez por el acento soñador y nostálgico de aquella voz. Fue solo el
comienzo: «Llegaron al galope soldados de un país lejano»… Después, la verdad
es que el poema empezó a caminar por su cuenta, cada verso dictaba el siguiente,
a veces de forma instantánea y precisa, otras en una deriva incongruente… Yo me
dejaba llevar. Después venía la música, y con la música se ordenaba y
recomponía el texto de nuevo, la melodía moldeaba la letra, ejerciendo un papel
purificador. Otras veces era al revés, la melodía de un verso cantado
continuaba en otra frase melódica, pero no tenía letra, y era cosa de inventarla…
Por eso, el texto de Emboscados no se
puede separar de la música, porque nació con ella, unas veces delante o detrás,
y a veces al mismo tiempo. Fue un proceso largo, no recuerdo bien, la primera maqueta
me ocupó más de un año. Luego vendría el arreglo instrumental y escénico, que
llevó otro tanto, pero esa es otra historia. ¿Qué significado tiene para mí? Tú
sabes que la poesía tiene más valor por lo que sugiere que por lo que pone
delante de los ojos. Es semilla antes que fruto. Lo que signifique para mí no importa
tanto como lo que signifique o sugiera al lector-oyente. Pero en ese sentido,
nada tan elocuente como el glosario lírico y gráfico de Juan Carlos Mestre, que
lo acompaña. Para mí es lo más valioso del libro. Otro poeta, José Manuel
Martín Portales, también ha escrito una exhaustiva y sorprendente interpretación
del poema. Y yo no me siento más sabedor ni dueño del poema. Solo soy su
instrumento. Es lo que somos todos, instrumentos. Tratemos, eso sí, de sonar lo
mejor posible.
—Emboscados, al menos por su halo de misterio, que
parece trascender la realidad común, quizá no se halle tan lejos de ciertas
incitaciones de carácter sagrado.
—Hablábamos
antes de las Coplas de Jorge
Manrique. Pues bien, recuerdo que cuando las presentamos en el teatro de La
Abadía, salía yo al comienzo del espectáculo con un guante de hierro, el guante
de una armadura medieval, cantando a capella
las dos coplas póstumas de Manrique, las que encontraron bajo su coraza, cuando
intentaban curarle las heridas: «¡Oh, mundo! Pues que nos matas, / fuera la
vida que diste / toda vida»… Aquel guante, que dejaba en el suelo para
recogerlo al final, significaba el padre, presente durante todo el concierto.
Pues aquel guante a veces por la noche no se me iba de la cabeza y, sin saber
bien porqué, me acordaba de los Emboscados.
Entonces me dio por hacer la comparanza siguiente, con perdón: las Coplas son el padre, el
hierro, el fuego, la muerte. Emboscados
es la madre, el agua, la tierra, el amor.
En las Coplas, late la
conquista y la fe. En Emboscados, la
pregunta, la fertilidad y el misterio. El mundo de las Coplas es un mundo de poder terrenal, de guerra y conquista
territorial, de una espiritualidad cristiana, basado en la fe, en la vida
eterna. El mundo de Emboscados es una
búsqueda y una milicia interior: la superación de uno mismo. Otra
espiritualidad, laica, tal vez. Se confrontan la conquista y la fundación. El
partir con el quedarse. Sobre las Coplas
sangra el Cristo crucificado. Sobre los Emboscados
canta el pájaro solitario. En las Coplas,
los ríos llevan al mar el agua roja de la sangre derramada y sus orillas son
escenario de ambición y de lucha. En Emboscados
se celebra la lluvia, las mujeres cantan mientras lavan en el río y tienden en
sus orillas las sábanas y la ropa blanca.
—Tú naciste en una
comarca bilingüe, donde el español y el gallego conviven hace siglos de manera
natural. Ya en tu primer disco de 1974, Vida e morte,
hay canciones en ambas lenguas y desde entonces no has dejado de alternarlas.
¿Notas, por debajo de las muchas coincidencias, sutiles diferencias tonales o
emocionales entre sus dos tradiciones poéticas que te lleven a cambiar en algo
tus registros compositivos? Cantar los poemas gallegos de Rosalía de Castro,
Álvaro Cunqueiro e incluso los seis que escribió Lorca en esta lengua, ¿ha
modificado de algún modo tu visión de la poesía castellana y viceversa?
Háblame, en definitiva, de tu bilingüismo en relación con tu música.
—Bueno,
yo canto en gallego con la misma naturalidad que en castellano, lo mismo a
Rosalía de Castro que a Juan de la Cruz, a Cunqueiro que a Lorca. Y es que
ambas lenguas suenan dentro de mí y paso de una a otra sin pensarlo siquiera.
Supongo que cada lengua tiene su sonoridad, como tiene su propia voz cada
cantor y cada poeta, y en eso estará la gracia, pero tampoco me he parado a pensarlo.
—De los juglares que
conozco, eres el más fiel a la integridad de los poemas: rara vez los mutilas
para quedarte con algunas estrofas sueltas, aunque, por ejemplo, en la rima de
las golondrinas de Bécquer, una de tus primeras composiciones, invertiste
justamente el orden de las estrofas. ¿A qué se debe este escrupuloso respeto a
los versos?
—Invertir
el orden de las golondrinas de Bécquer es una broma que hago a veces, no
siempre, con maliciosa provocación. Porque con frecuencia creemos saber un poema
de memoria, pero al final resulta que no recordamos más que dos o tres versos.
Suele pasar y sobran ejemplos. Pero sí, claro que respeto los poemas que canto,
se supone que están bien como están. Lo que no quita para que pueda fijarme en
un verso y repetirlo a modo de estribillo; incluso, alguna vez, si el poema es muy largo, no lo canto entero,
voy a lo que me parece esencial y más me emociona, como es el caso de la
«Salutación» de Lorca a Rosalía, o en «El Sil», un poema de Enrique Gil y
Carrasco casi tan largo como el río. Supongo que Federico me perdonaría, y Gil
y Carrasco también.
—En mi primera juventud
viví con verdadero fervor el apogeo de los llamados cantautores durante la
Transición Española, tan numerosos como diferentes, pero casi todos, en mayor o
menor medida, cargados de mensajes políticos, propios de entonces. Muchos,
pasada la moda reivindicativa, se callaron o dejaron de interesar al público. Dentro
de este heterogéneo panorama, siempre te consideré una insólita y saludable excepción,
no solo por estar tu música ajena al oportunismo político, sino también por
cantar poemas cuya sola justificación para hacerlo era su calidad, su belleza
sin concesiones panfletarias. ¿Cómo te influyeron artísticamente aquellos
agitados momentos y qué opinión te merecen a la distancia de los años?
—Bueno,
no han sido muchas, pero alguna canción descaradamente política también he
hecho, como la «Balada estival de las cárceles madrileñas, 1968», «Verbas a un
irmán» o «Monorrimo» (prohibida por la censura, el disco Vida e Morte salió sin ella cuando se editó en España en 1975). Aquellos
eran años difíciles, anómalos, y es normal que preponderara la canción
política, incluso panfletaria. Reconozco que hasta cierto punto no solo era
comprensible sino necesaria, porque eran años agitados, como tú dices. Claro
que en aquel entonces, al mismo tiempo que las canciones críticas que he citado
y otras, estaba yo componiendo también la música del Cántico Espiritual, lo que causaba no poca extrañeza y asombro,
cuando no recelo, entre algunos de mis colegas. «Pero si es amor, es amor, –les
decía–, es muy erótico, mucho más de lo que os imagináis…». Qué cosas. Hoy es
tan necesario como entonces hacer canción comprometida. Sobran motivos. Yo lo
he intentado en canciones como «A ti», en el disco dedicado a Léo Ferré, «La
cara del que sabe» de Agustín García Calvo o «Cuando llegue la paz», sobre un
poema propio e inédito.
—¿Por qué, después de
esta época dorada del mester de juglaría en España, no hay figuras relevantes
que continúen vuestra labor artística con la misma notoriedad y exigencia? ¿Estamos
inmersos en uno de tantos periodos estériles, frecuentes en el mundo de la
creación, que tarde o temprano será superado, o las consecuencias del actual
desierto obedecen a fenómenos más profundos?
—No
sé qué decirte. Es verdad que la mayoría de la música que suena en los medios
dice más bien poco, pero, no obstante, de vez en cuando uno se sorprende con
alguna voz nueva que da gusto, y autores como Manu Chao, Bebe o Silvia Pérez
Cruz, por poner solo tres ejemplos, cuya obra me parece renovadora, fresca y
muy exigente.
—Además de tus maestros,
Georges
Brassens y Leo Ferré, del que
has grabado en castellano canciones suyas, has encomiado sin paliativos a Paco
Ibáñez y a Joaquín Díaz. El primero, centrado en cantar a los poetas cultos, y
el segundo, en rescatar canciones de nuestro acervo oral. ¿Qué has aprovechado
de estos ya clásicos juglares?
—Recuerdo
el estribillo de una de las canciones que estrenó Brassens cuando fui su
telonero en Bobinó, te hablo de diciembre del 73: «Mourons pour des idées, d’accord,
mais de mort lente»… ¡Qué canción!.
En ella me he inspirado para esa canción de la que te hablaba antes, «Cuando
llegue la paz». Sí, Paco Ibáñez es un maestro en todo; el románico de la
canción: sobrio, inspirado y perenne. Y Joaquín Díaz otro maestro que ha puesto
en valor el patrimonio inmaterial de nuestra cultura popular, un trabajador
incansable, alguien que ha conseguido conjugar la discreción con la excelencia:
un ideal de vida.
—Quizá, nadie más idóneo
que tú, dada tu excelente trayectoria artística, para responderme esta vieja
curiosidad: ¿por qué, si compartes mi opinión, es preferible un poema mediocre
cantado con buena música a uno magnífico, envuelto en una melodía fallida? ¿Es
la música en una canción más decisiva que la letra?
—Comparto
tu opinión. Una buena melodía puede hacer bonita una canción con una letra
intrascendente. Lo contrario es maltrato. Un buen poema exige otra elevación.
Con una música desgraciada es imposible hacer una buena canción, le pongas la
letra que le pongas. ¿Es más decisiva la música que la letra?. Entiendo que no
procede la comparación. Lo ideal es que música y poesía se fundan y confundan
al convertirse en canción. En palabras de Teresa de Jesús, «como si dos velas
de cera se juntasen tan en extremo, que toda la luz fuese una». Por esa luz me
he guiado siempre.
Carmona-Urueña, enero de
2017
Publicada en Palimpsesto 32 (Carmona, 2017)