Este espíritu abierto, receptivo, en el
que, según reza uno de sus aforismos, se contempla «lo cordial como ruta»[1],
rige también su poesía, que es, por encima de todo, la simple y misteriosa
celebración de la vida, sin más normas ni obligaciones que la de dejarse llevar
por la curiosidad o el ensimismamiento. Para ello, es necesario estar
predispuesto al asombro, ese que «tiene que ver con la admiración y el pasmo»[2]
ante la realidad circundante y el propio mundo interior, a los que la libertad
imaginativa de la infancia confunde y transforma. Una actitud evasiva, alérgica
a la disciplina rutinaria o a la atención forzada, privilegia el ocio, el
recreo y el juego en poemas como «La plaza» o «Azoteas», espacios de asueto, de
distracción, para estar con los otros y con uno mismo. En ellos, el poeta ve y
siente con los ojos del niño, pues «el recuerdo no habita el pasado, sino el
presente»[3].
Dotada de una extraordinaria
materialidad, la poesía de Antonio Deltoro está llena de relieves, matices,
ecos y reflejos, donde las imágenes se ven, se oyen y se tocan en una
plasticidad inusitada, tan dúctil y golosa a la vez, que algunos poemas, a
duras penas, resisten la tentación de mantener el tema principal que los guía, desplegándose
en diversas direcciones de sentido, sin perder la unidad de fondo. De ahí, los
frecuentes desvíos, merodeos y digresiones que, cuando menos lo esperamos, nos
llevan a otro sitio, sin salirse del camino inicial. Pero no siempre ocurre
así. Hay poemas que parten de una vivencia determinada y desembocan en otra.
Esta cualidad expansiva, e incluso centrífuga, característica del distraído o
caviloso, se apoya normalmente en versos largos, demorados –en correspondencia
con la idea de que «la lentitud es para él una forma de hipnotizar a la
fugacidad y hacer que permanezca todo un poco más con nosotros.»[4]– y
anticipan la prosa de «Zurdo», poema autobiográfico de largo aliento, cuyos
fragmentos reúnen temas y tonos diversos en pos de una dimensión totalizadora.
Escrito en tercera persona, como si el paso de los años alejara al poeta de sí
mismo, «Zurdo» condensa su creciente conciencia del tiempo.
A partir de Balanza de sombras, su
cuarta entrega, la visión auroral, dominante hasta entonces, convive con la
vespertina, inquietante e incierta. Dicho contraste lo simbolizan bien, por la
singular belleza de sus construcciones, «De mañana» y «Esta luz». Así, sin caer
en un pesimismo irreversible, el puro asombro se convierte gradualmente en
extrañeza, esa hermana del desconcierto. En dicho tránsito, acorde con una
mayor cautela expresiva y, por ende, anímica, el verso se acorta. Ya el poeta
no se conforma con ver las cosas solo por el lado de su deslumbrante milagro. Ahora
«combina la magia con la agudeza de observación de un arqueólogo»[5],
hasta que la inocencia carga con su sombra de culpa o la naturaleza idílica
muestra también su inevitable crueldad, como sucede en «Libélula», donde la
apariencia inofensiva de estos delicados insectos esconde una implacable
habilidad de consumados cazadores. Este poema prueba, además, el carácter
documental que asoma su poesía, al recurrir, a veces, a datos científicos no
comprobables a simple vista por un inexperto en la materia. De este modo, la
mera curiosidad de antes, se vuelve, en sus últimos libros, denodado afán de
conocimiento.
Consciente de su condición urbana, «hijo
del botón que inicia e interrumpe, / no del continuo de la música / de viento
entre los árboles»[6], Deltoro se busca en la vegetación
y en los animales, con los que se identifica y distingue a un tiempo, como si
quisiera encontrar su sitio en la cadena de la vida: «No soy ni un águila, ni
un tigre, ni un coralillo, / aunque a veces salto fuera de lo humano. […] Por
la noche, en el constante penduleo del insomnio, / acompaño a los perros en su
viaje quimérico hacia el lobo, / y con ellos me encuentro entre la luna y el
hombre.» dice en «Los paisajes hundidos», temprano poema de ¿Hacia dónde es
aquí?
Esta manera
de situar las cosas, comparándolas con otras, es un procedimiento habitual de
esta obra y, quizá, el germen de su paulatina tensión dialéctica entre espacios
y tiempos opuestos, el microcosmo y el macrocosmo, lo doméstico y lo salvaje, el
abandono de un contemplativo y la actitud incisiva de un penetrante observador,
la vejez y la infancia, la intimidad y la intemperie y, en definitiva, entre el
pasmo y la lucidez. Ante estos vaivenes de la existencia, el poeta busca la
serenidad, vivir «a bote pronto, / como siempre / sin simbolismos / ni
trascendencias»[7].
Así pues, la visión dinámica, abierta e
inconformista de esta poesía –en la que rasgos líricos se unen a los
narrativos, la imagen a la anécdota― siempre trata de ponerse en el lugar del
otro, de lo otro –animado e inanimado–, a veces para humanizarlo, a veces para
deshumanizarse.
Antonio Deltoro, quien «quisiera fundar
una religión de agradecidos y estoicos, de gustadores y valientes»[8],
reconcilia en su espíritu creador la cordialidad machadiana y la abismada
lucidez de Octavio Paz, hasta componer una de las obras más hondas y personales
de las últimas décadas en nuestra lengua.
Francisco José Cruz
Carmona, enero de 2020
[1]
Por ahora (Ediciones sin nombre, Ciudad de México, 2018), p. 13.
[2]
«Algunas preguntas a Antonio Deltoro», entrevista de Francisco José Cruz,
recogida en Poemas en una balanza de Antonio Deltoro (col. Palimpsesto,
Carmona, 1998), p. 52.
[3]
Por ahora. Idem, p. 34.
[4]
«Zurdo», en El quieto de Antonio Deltoro (Biblioteca Sibila-Fundación
BBVA, Sevilla, 2008), p.99.
[5]
«Zurdo». Idem, p. 88.
[6]
«Camino a la sierra 15», en El quieto. Idem, p. 10.
[7]
«A bote pronto», en Los árboles que poblarán el Ártico de Antonio
Deltoro (Ed. Visor, Madrid, 2012), p 88.
[8] «A modo de introducción» en Rumiantes y fieras de Antonio Deltoro (Ediciones Era, Ciudad de México, 2017), p. 10.