domingo, 24 de enero de 2021

Antonio Deltoro, entre el pasmo y la lucidez

Mi admiración por la poesía de Antonio Deltoro precede a nuestra ya vieja amistad e involuntariamente la propicia. A veces, ciertos hallazgos no son tan casuales como parecen, sino el resultado de una predisposición a encontrar eso que, en cada etapa de la vida, uno necesita para enriquecer su experiencia personal o lectora, que, en el fondo, viene a ser la misma. Algo así me sucedió cuando, a comienzos de julio de 1994, Chari y yo visitamos en Lisboa al poeta venezolano Eugenio Montejo, quien, por entonces, era consejero cultural de la embajada de su país en la capital lusa. En su casa, donde nos hospedamos pocos e intensos días, Chari descubrió, bajo el sello de Pequeña Venecia, una reciente antología de poesía hispanoamericana, a cargo del crítico peruano Julio Ortega. Espigando sus páginas, sin demasiado detenimiento, nos salieron de pronto, al paso, unos versos de Deltoro que nos incitaron a leer enteros esos poemas. Después de tantos años, ya no recuerdo cuáles fueron ni qué nos atrajo de ellos. El caso es que aquella inesperada y breve lectura nos animó a buscar a su autor con el fin de publicarlo en Palimpsesto, lo que hicimos en el nº 10 de la revista, correspondiente a 1995, donde aparecen cinco poemas suyos. A partir de esta lejana fecha, gracias a un asiduo intercambio epistolar y telefónico, fueron cimentándose nuestro perdurable afecto y mi gradual conocimiento de su poesía, cada vez más dentro de mí, al punto de preparar una muestra de ella, titulada Poemas en una balanza, para el nº 14 de nuestra colección de libros, en 1998. Así que, cuando a finales del año siguiente, vino a Carmona, aprovechando un viaje por España –la tierra natal de sus padres, exiliados tras la guerra civil–, tuve la ilusoria impresión de que no era la primera vez que nos veíamos. Tan inmediata corriente de empatía surgió entre nosotros que, habláramos de lo que habláramos, parecíamos reanudar conversaciones anteriores con renovado entusiasmo, en las que las afinidades literarias y confesiones personales colmaron todas las expectativas de aquel inolvidable encuentro. Desde entonces, ya se han cumplido dos décadas de una entrañable y fructífera relación con un hombre condescendiente, discreto y comunicativo a un tiempo, tan atento a mis cosas como yo a las suyas, pese a los quince años de diferencia entre ambos. Siendo un innegable maestro para mí, siempre me ha hecho sentirme a su misma altura. Su temprano interés en mi poesía me supuso, en su momento, un decisivo estímulo por venir del primer poeta de su importancia que, a la menor oportunidad, la ha difundido en sus ámbitos de influencia. Mi estrecho y constante trato con Antonio Deltoro, ya sea a distancia o in situ, en México o Carmona, me ha permitido aprender de un lector sui géneris, libre de prejuicios, capaz de poner en contacto poemas muy disímiles e identificarse con ellos, aunque estén lejos de su propia escritura. Prácticas de este tipo son habituales en sus ensayos y en sus talleres. En estos últimos, recomendaba la ruptura a los alumnos que optaban por la continuidad y continuidad, a aquellos que se inclinaban por la ruptura, como benéfico ejercicio contra cualquier dogmatismo de escuela.

      Este espíritu abierto, receptivo, en el que, según reza uno de sus aforismos, se contempla «lo cordial como ruta»[1], rige también su poesía, que es, por encima de todo, la simple y misteriosa celebración de la vida, sin más normas ni obligaciones que la de dejarse llevar por la curiosidad o el ensimismamiento. Para ello, es necesario estar predispuesto al asombro, ese que «tiene que ver con la admiración y el pasmo»[2] ante la realidad circundante y el propio mundo interior, a los que la libertad imaginativa de la infancia confunde y transforma. Una actitud evasiva, alérgica a la disciplina rutinaria o a la atención forzada, privilegia el ocio, el recreo y el juego en poemas como «La plaza» o «Azoteas», espacios de asueto, de distracción, para estar con los otros y con uno mismo. En ellos, el poeta ve y siente con los ojos del niño, pues «el recuerdo no habita el pasado, sino el presente»[3].

      Dotada de una extraordinaria materialidad, la poesía de Antonio Deltoro está llena de relieves, matices, ecos y reflejos, donde las imágenes se ven, se oyen y se tocan en una plasticidad inusitada, tan dúctil y golosa a la vez, que algunos poemas, a duras penas, resisten la tentación de mantener el tema principal que los guía, desplegándose en diversas direcciones de sentido, sin perder la unidad de fondo. De ahí, los frecuentes desvíos, merodeos y digresiones que, cuando menos lo esperamos, nos llevan a otro sitio, sin salirse del camino inicial. Pero no siempre ocurre así. Hay poemas que parten de una vivencia determinada y desembocan en otra. Esta cualidad expansiva, e incluso centrífuga, característica del distraído o caviloso, se apoya normalmente en versos largos, demorados –en correspondencia con la idea de que «la lentitud es para él una forma de hipnotizar a la fugacidad y hacer que permanezca todo un poco más con nosotros.»[4]– y anticipan la prosa de «Zurdo», poema autobiográfico de largo aliento, cuyos fragmentos reúnen temas y tonos diversos en pos de una dimensión totalizadora. Escrito en tercera persona, como si el paso de los años alejara al poeta de sí mismo, «Zurdo» condensa su creciente conciencia del tiempo.

      A partir de Balanza de sombras, su cuarta entrega, la visión auroral, dominante hasta entonces, convive con la vespertina, inquietante e incierta. Dicho contraste lo simbolizan bien, por la singular belleza de sus construcciones, «De mañana» y «Esta luz». Así, sin caer en un pesimismo irreversible, el puro asombro se convierte gradualmente en extrañeza, esa hermana del desconcierto. En dicho tránsito, acorde con una mayor cautela expresiva y, por ende, anímica, el verso se acorta. Ya el poeta no se conforma con ver las cosas solo por el lado de su deslumbrante milagro. Ahora «combina la magia con la agudeza de observación de un arqueólogo»[5], hasta que la inocencia carga con su sombra de culpa o la naturaleza idílica muestra también su inevitable crueldad, como sucede en «Libélula», donde la apariencia inofensiva de estos delicados insectos esconde una implacable habilidad de consumados cazadores. Este poema prueba, además, el carácter documental que asoma su poesía, al recurrir, a veces, a datos científicos no comprobables a simple vista por un inexperto en la materia. De este modo, la mera curiosidad de antes, se vuelve, en sus últimos libros, denodado afán de conocimiento.

      Consciente de su condición urbana, «hijo del botón que inicia e interrumpe, / no del continuo de la música / de viento entre los árboles»[6], Deltoro se busca en la vegetación y en los animales, con los que se identifica y distingue a un tiempo, como si quisiera encontrar su sitio en la cadena de la vida: «No soy ni un águila, ni un tigre, ni un coralillo, / aunque a veces salto fuera de lo humano. […] Por la noche, en el constante penduleo del insomnio, / acompaño a los perros en su viaje quimérico hacia el lobo, / y con ellos me encuentro entre la luna y el hombre.» dice en «Los paisajes hundidos», temprano poema de ¿Hacia dónde es aquí?

      Esta manera de situar las cosas, comparándolas con otras, es un procedimiento habitual de esta obra y, quizá, el germen de su paulatina tensión dialéctica entre espacios y tiempos opuestos, el microcosmo y el macrocosmo, lo doméstico y lo salvaje, el abandono de un contemplativo y la actitud incisiva de un penetrante observador, la vejez y la infancia, la intimidad y la intemperie y, en definitiva, entre el pasmo y la lucidez. Ante estos vaivenes de la existencia, el poeta busca la serenidad, vivir «a bote pronto, / como siempre / sin simbolismos / ni trascendencias»[7].

      Así pues, la visión dinámica, abierta e inconformista de esta poesía –en la que rasgos líricos se unen a los narrativos, la imagen a la anécdota― siempre trata de ponerse en el lugar del otro, de lo otro –animado e inanimado–, a veces para humanizarlo, a veces para deshumanizarse.

      Antonio Deltoro, quien «quisiera fundar una religión de agradecidos y estoicos, de gustadores y valientes»[8], reconcilia en su espíritu creador la cordialidad machadiana y la abismada lucidez de Octavio Paz, hasta componer una de las obras más hondas y personales de las últimas décadas en nuestra lengua.

 Francisco José Cruz

Carmona, enero de 2020

Prólogo a A veces salto fuera de lo humano de Antonio Deltoro (Editorial Pontificia Universidad Javeriana, Bogotá, 2020)

[1] Por ahora (Ediciones sin nombre, Ciudad de México, 2018), p. 13.

[2] «Algunas preguntas a Antonio Deltoro», entrevista de Francisco José Cruz, recogida en Poemas en una balanza de Antonio Deltoro (col. Palimpsesto, Carmona, 1998), p. 52.

[3] Por ahora. Idem, p. 34.

[4] «Zurdo», en El quieto de Antonio Deltoro (Biblioteca Sibila-Fundación BBVA, Sevilla, 2008), p.99.

[5] «Zurdo». Idem, p. 88.

[6] «Camino a la sierra 15», en El quieto. Idem, p. 10.

[7] «A bote pronto», en Los árboles que poblarán el Ártico de Antonio Deltoro (Ed. Visor, Madrid, 2012), p 88.

[8] «A modo de introducción» en Rumiantes y fieras de Antonio Deltoro (Ediciones Era, Ciudad de México, 2017), p. 10.