Entre las amistades más enriquecedoras que me ha regalado mi ya larga
dedicación a la poesía, se encuentra, sin duda, la de Humberto Ak’abal, a quien
conocí personalmente en junio de 2001, cuando vino a Carmona para presentar Todo
tiene habla, amplia antología de sus versos, aparecida en la colección de
libros de la revista Palimpsesto, que Chari, mi mujer, y yo dirigimos
desde 1990 en esta pentamilenaria ciudad sevillana. A partir de aquella
publicación, nuestro llorado poeta maya colaboró asiduamente en la revista con
poemas, relatos y artículos. A la creciente admiración de su obra por estos
lares, contribuyeron los inolvidables recitales y conferencias que, durante la
primera década de este siglo, ofreció en los distintos eventos literarios a los
que tuve la feliz oportunidad de invitarlo, como en el segundo y tercer
encuentro Sevilla, Casa de los Poetas, celebrados en la capital andaluza
en noviembre de 2005 y octubre de 2006, donde, junto a maestros de la talla de
Eugenio Montejo, Carlos Germán Belli, Félix Grande, Antonio Gamoneda u Óscar
Hahn, su presencia brilló con luz propia.
Esta sostenida relación
poética y humana, refrendada por un indesmayable intercambio epistolar, ahondó
nuestro mutuo afecto, solo interrumpido por su fulminante e inesperada muerte.
Nuestro entrañable trato de casi veinte años me reveló a un hombre siempre
atento, cordial, afable, pudoroso y comunicativo a un tiempo, que, fuera de sus
textos, nunca aireó su enorme sufrimiento.
Pero, cuando
leí, por primera vez, unos pocos poemas suyos –muy breves– en un número de la
bogotana Revista Casa Silva,
no sospeché, ni por asomo, que eran en realidad autotraducciones del maya
k’iche’ ni que adquirían su cabal sentido en el conjunto de una obra arraigada
con tenaz ahínco en los mitos y tradiciones de su cultura indígena, al punto de
convertirse –pese a su delicada intimidad– en la voz y la memoria de un pueblo
zarandeado por los violentos vientos de incesantes avatares históricos. Sin
embargo, no debemos confundir la condición étnica de Humberto Ak’abal –como por
desgracia le sucede a una parte de la crítica– con los valores estéticos de su
escritura. Aquella nos interesa solo en la medida en que nutre el lenguaje y
los temas más propios de este genuino poeta de dos lenguas y un mundo. La
sutileza y deliberada ingenuidad que encontré entonces en esos poemas me
animaron a buscar de inmediato a su autor y, tras familiarizarme con su
creación poética, proponerle la antología ya referida.
Mientras la
elaboraba, me di cuenta de que estaba entrando en un mundo tan personal como
intransferible, hecho de esas recurrentes correspondencias que urden la
coherencia interna de toda obra auténtica. Además, me confirmó que la fidelidad
del poeta guatemalteco a sus registros formales y temáticos es tal que, a
diferencia de esos autores que necesitan crear un clima distinto en cada libro,
los suyos conforman uno solo, cuyo despliegue es hacia dentro y no hacia
adelante, como reflejo de su noción circular de la existencia. Sin embargo, al
entreverar la sencillez del tono conversacional con el más depurado lirismo, la
gama de matices de esos registros ―que van del amago humorístico al
sentencioso, pasando por el detalle descriptivo y el diálogo directo― lo
salvan, sin romper la unidad de fondo, de la monotonía o el estancamiento.
La condición
bilingüe de Ak’abal no se queda en el hecho de que él mismo tradujo sus poemas,
sino que determina la perspectiva desde donde los escribió. Poemas como
«Sombras» o «Rija―La casa» no tendrían sentido en su lengua materna: se
atienen a una fórmula verbal híbrida, donde la intención didáctica se convierte
también en un recurso estético para dar a conocer, a quienes no pertenecemos a
la cultura maya, el espíritu de imbricación del k’iche’ con los seres
naturales, elementos y ámbitos cotidianos:
Sombras
La sombra de una casa,
de un árbol,
de un muro
o de una roca…,
en nuestra lengua se dice mu’j
La sombra de uno
se llama nonoch’,
es la compañera,
la que uno trae cuando nace
y la que se lleva cuando muere
Toda la poesía
de Ak’abal, de un modo más o menos soterrado, guarda este afán pedagógico y
supone, en primera instancia, un tapiz de personajes, costumbres y creencias
tan verazmente tejido que lo que pudiera parecernos incluso mera superstición,
lo aceptamos como signo primordial, heredado de una larga experiencia de esa
realidad que el poeta recuerda o vive. Una realidad imbuida de una dimensión
sagrada en la que, según sus
palabras, «todo tiene habla»[1] y los seres animados e inanimados
encuentran su sentido, adverso o favorable,
dentro del flujo temporal que comunica al pasado, al presente y al futuro
entre sí, en una cosmovisión llena de señales.
La autenticidad
de estos poemas nace, en gran medida, de la actitud comprensiva y entrañable
―pero no complaciente― con que Ak’abal se refiere a cualquier aspecto de su
entorno y, en consecuencia, de la falta de conclusiones o afirmaciones tajantes
―salvo salpicados poemas de corte aforístico o denuncia social― que pudieran
llevarlo al pintoresquismo o, peor aún, al exotismo de cartón piedra. Ak’abal
casi nunca opina: presenta hechos, situaciones, sensaciones y personajes,
dejando el silencio justo para que lo no dicho flote en lo dicho como un
temblor sobreentendido y sugerente. Es este despojamiento el que le da a su
poesía su carácter íntimo e individual. El poeta habla, en última instancia, de
su mundo para reconocerse y, a través de esos hábitos y vestigios ancestrales,
hacernos sentir su inquietud y las incertidumbres de su propia vida. Así sucede
en poemas como «Viento de hielo» o «La cuerda del silencio», donde los espantos
―suerte de indicios premonitorios, presencias intuidas o enmascaradas, a la vez
físicas e imaginarias― son, en palabras de Ak’abal, «maneras de comprender lo
inexplicable con su contexto de símbolos»[2]. Los espantos suspenden de
súbito el curso normal de las cosas hasta recoger, con la fuerza de una imagen
elemental, la inocencia primigenia del miedo. Esta misma inocencia ―que es
simple reconocimiento del misterio de todo― hace de su poesía un modo acogedor
de estar en el mundo, sin imponerse a nada.
La onomatopeya
cumple una función central en la obra de Ak’abal porque le permite oír a los
seres y a las cosas y, por tanto, entenderlos y atenderlos. La onomatopeya
nunca es aquí gratuita: se integra en el fraseo de un poema para completar su
significado, no para reiterarlo, añadiendo una sensación física que el nivel
semántico no alcanza a transmitir, como por ejemplo en la canción de cuna «Kitanatana»:
Kitanatana, kitanatana, kitanatana;
nuyuj, nuyuj, nuyuj;
dormite, mijito, dormite.
Kitanatana, kitanatana, kitanatana;
dormite, dormite.
Si llorás
se van a despertar
los pajaritos
y ellos de noche no cantan.
Kitanatana, kitanatana, kitanatana;
nuyuj, nuyuj,
nuyuj...
La máxima expresión de este recurso aparece en «Cantos de
pájaros» o en «Voces del agua», poemas sostenidos enteramente por la regular
repetición de grupos silábicos para recrear, en el primero, el concierto
polifónico de las aves y, en el segundo, la variada gama de sonidos de la
lluvia, del río, del estanque, o de la charca. Sonido y sentido, pues, como
aspiraba Valéry, se funden. Ak’abal no nos cuenta qué dicen las cosas: nos las
pone al oído, y quizá los poemas onomatopéyicos ―que lograban su plena belleza
cuando el poeta los recitaba en público con una suave entonación salmódica―
supongan la total decantación de su espíritu animista.
Esta riqueza
espiritual no excluye la conciencia de la pobreza material. Ambas constituyen
las dos caras de una moneda, cuyo borde sería la forma breve de casi todos
estos poemas. La brevedad casa tanto con el silencio contemplativo o el
sentimiento más delicado como con la evidencia de la precariedad, donde una
imagen, en ambos casos, basta para decirlo todo, sin insistencia alguna. Por
ejemplo, «La luna en el agua» se acerca a la inasible fulguración de un haiku:
No era bella,
pero la sentía en mí
como la luna en el agua
mientras que «Solot»,
a la áspera intemperie de una copla flamenca:
Yo me peinaba con un peine
hecho con un manojo de raíces
de un arbusto llamado solot,
mi espejo era un charco color de lodo.
Este mismo don
de la brevedad ―que calla más que afirma, que muestra más que insiste― lo
posee, a pesar de su inusual extensión en esta escritura, «La carta», cuyas
dotes narrativas apuntan a la dramática indefensión de algunos relatos de
Humberto Ak’abal, ya implícitas en muchos de sus poemas más cortos como «El
pedidor», «La muñeca de paja», «El puente» o «Mi vecino», no exentos de un
incipiente desarrollo argumental.
La brevedad y la
ingenuidad dan a estos versos un aire de apuntes sin pretensiones, como salidos
de un tirón. Sin embargo, una y otra son el resultado de un orden expositivo
que reparte, con audacia técnica, los elementos formales y temáticos que
conviene resaltar, en cada momento, para no caer en lo anecdótico. Esto explica
la tendencia al equilibrio estrófico y la sensación de no estar leyendo unos
poemas traducidos, unos poemas que nacen, según el poeta maya, de «la mirada de
un niño en las palabras de un hombre»[3].
La poesía de
Ak’abal, mediante expresiones orales de su pueblo y las bien dosificadas
repeticiones, echa sus raíces tanto en el canto como en el cuento, hasta
enlazarlos en una suerte de sortilegio en que el nostálgico presente convoca al
armonioso pasado de sus ancestros con tal fuerza revitalizadora que todo parece
estar aún en su sitio, aunque el tiempo de hoy sea otro, descreído y corrupto.
De ahí que, en «El juramento», escuchemos esta súplica de sus mayores a los
dioses:
No permitan que el ayer
se vaya lejos.
En definitiva, el
aprendizaje del castellano en sus pocos años de escuela primaria, lo puso en
contacto con las culturas de todos los tiempos y, a la larga, tras un arduo
periplo intelectual, lo devolvió a su lengua materna con plena conciencia de su
significado y posibilidades creadoras. Sin el dominio del castellano –en el que
practicó sus primeras tentativas poéticas, con rima y métrica clásicas
incluidas–, no hubiera logrado recrear en k’iche’ los mitos y tradiciones de su
pueblo con los que su mundo interior se identifica. Es por ello que sus poemas
los pensara en cualquiera de las dos lenguas y que, en un momento dado, ambas,
según sus palabras, «se funden en mí, alimentándose una a la otra»[4]
hasta hacer de él un poeta de confluencias, gracias a este íntimo entrevero
idiomático.
Humberto Ak’abal es hoy un extraordinario ejemplo de superación y una figura imprescindible en la que se reconcilian la América precolombina y la América hispana.
FRANCISCO JOSÉ CRUZ
[1] «A
un lado del camino», incluido en Todo
tiene habla, antología poética de Humberto Ak’abal (col. Palimpsesto,
Carmona, 2000). Págs. 15-18.
[2]
«El otro que está allí», epílogo a El
pájaro encadenado de Humberto Ak’abal (Talleres K'ururup, Guatemala, 2010).
[3]
«Un fuego que se quema a sí mismo» (Palimpsesto n.º 21, Carmona, 2006). Págs.
41-43.
[4]
«Una poesía de confluencias», prólogo a Las palabras crecen de Humberto
Ak’abal (Biblioteca Sibila-Fundación BBVA, Sevilla, 2009). Pág. 6.
Publicado en Trilce nº 41 (Concepción, Chile, marzo de 2021) |