Paca Aguirre y Fran Cruz en el hotel Casa de Carmona, septiembre de 2014. © Chari Acal
Francisca
Aguirre, a sus nueve años, acompañada por sus padres y sus hermanas, una
lluviosa noche de finales de enero, atravesó en penosísimas condiciones la
frontera hacia Francia, camino del exilio, junto a miles y miles de personas
despavoridas y derrotadas, entre las cuales, según lógicos indicios, se
encontraría seguramente Antonio Machado. Ella refiere en su poema «Frontera»
esta verosímil coincidencia de una niña –ajena a tan dramática circunstancia–
con el viejo poeta que moriría en Colliure casi un mes más tarde. Con su
familia, tras esperar infructuosamente en el puerto de El Havre semanas enteras
un barco que la trasladara a alguna parte civilizada del mundo, no tuvo más
remedio que volver a España para soportar incalculables humillaciones por ser
hija del pintor Lorenzo Aguirre, quien, al formar parte del gobierno de la
República, fue asesinado a garrote vil en 1942. Ni siquiera las súplicas de
Francisca y sus hermanas, en insólita visita al palacio de El Pardo, un 16 de
julio a la hija de Franco, niña también como ella, aprovechando que era su
santo, evitaron la muerte de su padre.
Marcada, pues, por la miseria moral y
económica de posguerra, no cedió nunca, sin embargo, a las tentaciones del
rencor o la venganza, sino que, muy al contrario, siguiendo el conmovedor
consejo de su abuelo materno, se metió dentro todo su dolor y lo puso a
trabajar a favor de la vida. Con esta disposición generosa, fue haciendo suyos
los principios humanistas de la Institución Libre de Enseñanza, heredados de su
familia e inspiradores de la obra machadiana. Ellos le han permitido comprender
a fondo las maravillas y los horrores de nuestra especie, hasta darse cuenta de
que solo la piedad, la educación y la cultura son capaces de enfrentar la
barbarie y darnos algo de felicidad. En este afinamiento de la sensibilidad,
descubrió en su adolescencia la poesía de Antonio Machado, cuyo conocimiento
ahondó y compartió de manera decisiva, ya en su juventud, con los poetas Félix
Grande –su marido–, y Luis Rosales, quien la colocó junto a él en el Instituto
de Cultura Hispánica, donde trató a grandes autores hispanoamericanos de la
segunda mitad del siglo XX, como Julio Cortázar, Octavio Paz, Juan Carlos
Onetti, Ernesto Sábato o Juan Rulfo. En este estimulante ambiente, pese a la
cerrazón política de aquellos momentos, Antonio Machado no dejó de ser su
referencia más luminosa, aunque su carácter pasional, expansivo y elocuente, a
la vez compasivo y enérgico, parezca oponerse al talante abstraído y silencioso
del poeta sevillano. De todos estos aspectos de su vida habló Francisca Aguirre
en el Palacio de los Briones de Carmona, el 26 de septiembre de 2014, cuando
Francisco Hidalgo, director de la sede de la Universidad Pablo de Olavide de
esta ciudad, aceptó mi propuesta de invitarla para dar una conferencia en el 75
aniversario de la muerte de Antonio Machado. Acompañada de su hija Lupe,
aquellos dos memorables días que pasamos juntos, donde no paramos de conversar,
fue la segunda y última vez que la vi.
Durante mucho tiempo, Francisca Aguirre
solo fue para mí el nombre de una poeta y la mujer de Félix Grande, con quien
me unió una larga y estrecha relación desde que, a comienzos de los 90 del
anterior siglo, empezó a pedirme colaboraciones críticas para los Cuadernos Hispanoamericanos. Al
principio, mi trato con Paquita era esporádico y anecdótico, limitándose a
afectuosos saludos cada vez que ella atendía el teléfono para, inmediatamente,
pasarme con Félix. Pero el hecho de que a veces él no estuviera, daba pie a que
Paquita y yo cruzáramos más palabras de las consabidas y nos enredáramos en
estimulantes charlas, las cuales me iban descubriendo su pasional elocuencia y
extraordinaria memoria para recitar versos oportunos a la conversación de esos
momentos. Así pues, cuando por fin Chari y yo, acompañados del poeta mexicano
Antonio Deltoro, la visitamos en su casa de casi toda la vida para conocerla
personalmente a finales de octubre de 2010, tuve la típica e inequívoca
impresión de haber estado allí antes con ella y haber atravesado el
interminable pasillo que conduce a la salita, atestado de libros, como un superpuesto
muro de defensa contra la adversidad y el desánimo.
Esos miles de volúmenes señalan el largo
y fructífero periplo intelectual de Paca y Félix y, al evocarlos ahora, imagino
también ese mismo pasillo vacío, cuando en su infancia lo recorría Paquita,
según cuenta en su escalofriante libro de recuerdos Espejito, espejito. Estas páginas resumen y revelan la lacerada
intimidad de alguien que, teniendo todo en contra, salvo el amor de su familia,
ha sabido echarle, con insólita tozudez, un pulso a la desgracia. Ya el
reiterado diminutivo del título sugiere dicha intimidad y la decisión de
afrontarla sin tapujos, de no engañarse lo más mínimo, como el espejo no miente
nunca a la madrastra de Blancanieves, por mucho que le repita la pregunta. Espejito, espejito es ese oscuro pasillo
interior en donde poesía y vida se encuentran para consolarse mutuamente. De
ahí que, al margen de las valoraciones literarias, los textos en prosa y verso
de Francisca Aguirre sean, ante todo, un impagable testimonio de coraje y
bondad en medio de una época miserable que, como cualquier época así, nos hace
dudar de la razón de ser de nuestra especie.
Esta voluntad de comprensión a fondo, a
pesar de las humillaciones y carencias cotidianas, de las aberraciones padecidas
en carne propia y en la ajena –que a veces es lo mismo– nace, a mi juicio, de
una autenticidad a prueba de bomba, cuya fuente nutricia –en término de Emilio
Miró al prólogo del recopilatorio Ensayo
general– es el binomio «desolación y lucidez». Ambos estados, al
complementarse (si responden más a las experiencias vitales que al fijo
carácter), en lugar de paralizar el espíritu, lo reaniman y fortifican, hasta
irradiar de la obra y la persona de Paca Aguirre una actitud antidogmática y un
flujo afectivo conmovedores. Por esto, según el memorable verso de su poema «La
espera», «nada ayuda tanto como la realidad» porque –como nos insinúa con
amable ironía– es lo único que tenemos y no es poco. Además, la realidad no es
solo algo dado o impuesto, sino que, en la medida de lo posible, podemos
rehacer gracias a la cultura y la imaginación creadora. Así, la liberadora
dimensión estética se convierte en la gran experiencia de la vida, al punto de
darle su verdadero sentido a todas las demás. Si bien esto que digo es
perceptible en toda la trayectoria de Francisca Aguirre, se culmina y depura, a
mi gusto, en su poema «Nana de los libros viejos», en el que sentimos, con
estremecedora ternura, debido a la despojada y natural belleza de su tono, cómo
la lectura resulta un escape esencial a la pobreza que, sin escamotearla ni
siquiera maquillarla, la hace soportable y digna.
Dicho poema pertenece a su libro Nanas para dormir desperdicios, escrito en su vejez, cuya fuerza, entusiasmo y calado imaginativo nos previenen, una vez más, de la excesiva atención que se presta hoy en día a los poetas jóvenes por el hecho de serlo –como si la juventud fuera condición sine qua non de verdad o calidad poética–, cuando, salvo excepciones, solo el paso del tiempo y la manera de vivirlo hacen necesaria y singular una obra. En este orden de cosas, no estaría mal poner de moda la expresión poesía de madurez, como la que escribió desde sus tardíos comienzos Paquita Aguirre que nos ha enseñado con su vida y sus poemas a echarle un pulso a la desgracia.
Francisco José Cruz