martes, 13 de abril de 2021

Francisca Aguirre, un pulso a la desgracia

 Paca Aguirre y Fran Cruz en el hotel Casa de Carmona, septiembre de 2014. © Chari Acal

Francisca Aguirre, a sus nueve años, acompañada por sus padres y sus hermanas, una lluviosa noche de finales de enero, atravesó en penosísimas condiciones la frontera hacia Francia, camino del exilio, junto a miles y miles de personas despavoridas y derrotadas, entre las cuales, según lógicos indicios, se encontraría seguramente Antonio Machado. Ella refiere en su poema «Frontera» esta verosímil coincidencia de una niña –ajena a tan dramática circunstancia– con el viejo poeta que moriría en Colliure casi un mes más tarde. Con su familia, tras esperar infructuosamente en el puerto de El Havre semanas enteras un barco que la trasladara a alguna parte civilizada del mundo, no tuvo más remedio que volver a España para soportar incalculables humillaciones por ser hija del pintor Lorenzo Aguirre, quien, al formar parte del gobierno de la República, fue asesinado a garrote vil en 1942. Ni siquiera las súplicas de Francisca y sus hermanas, en insólita visita al palacio de El Pardo, un 16 de julio a la hija de Franco, niña también como ella, aprovechando que era su santo, evitaron la muerte de su padre.

      Marcada, pues, por la miseria moral y económica de posguerra, no cedió nunca, sin embargo, a las tentaciones del rencor o la venganza, sino que, muy al contrario, siguiendo el conmovedor consejo de su abuelo materno, se metió dentro todo su dolor y lo puso a trabajar a favor de la vida. Con esta disposición generosa, fue haciendo suyos los principios humanistas de la Institución Libre de Enseñanza, heredados de su familia e inspiradores de la obra machadiana. Ellos le han permitido comprender a fondo las maravillas y los horrores de nuestra especie, hasta darse cuenta de que solo la piedad, la educación y la cultura son capaces de enfrentar la barbarie y darnos algo de felicidad. En este afinamiento de la sensibilidad, descubrió en su adolescencia la poesía de Antonio Machado, cuyo conocimiento ahondó y compartió de manera decisiva, ya en su juventud, con los poetas Félix Grande –su marido–, y Luis Rosales, quien la colocó junto a él en el Instituto de Cultura Hispánica, donde trató a grandes autores hispanoamericanos de la segunda mitad del siglo XX, como Julio Cortázar, Octavio Paz, Juan Carlos Onetti, Ernesto Sábato o Juan Rulfo. En este estimulante ambiente, pese a la cerrazón política de aquellos momentos, Antonio Machado no dejó de ser su referencia más luminosa, aunque su carácter pasional, expansivo y elocuente, a la vez compasivo y enérgico, parezca oponerse al talante abstraído y silencioso del poeta sevillano. De todos estos aspectos de su vida habló Francisca Aguirre en el Palacio de los Briones de Carmona, el 26 de septiembre de 2014, cuando Francisco Hidalgo, director de la sede de la Universidad Pablo de Olavide de esta ciudad, aceptó mi propuesta de invitarla para dar una conferencia en el 75 aniversario de la muerte de Antonio Machado. Acompañada de su hija Lupe, aquellos dos memorables días que pasamos juntos, donde no paramos de conversar, fue la segunda y última vez que la vi.

      Durante mucho tiempo, Francisca Aguirre solo fue para mí el nombre de una poeta y la mujer de Félix Grande, con quien me unió una larga y estrecha relación desde que, a comienzos de los 90 del anterior siglo, empezó a pedirme colaboraciones críticas para los Cuadernos Hispanoamericanos. Al principio, mi trato con Paquita era esporádico y anecdótico, limitándose a afectuosos saludos cada vez que ella atendía el teléfono para, inmediatamente, pasarme con Félix. Pero el hecho de que a veces él no estuviera, daba pie a que Paquita y yo cruzáramos más palabras de las consabidas y nos enredáramos en estimulantes charlas, las cuales me iban descubriendo su pasional elocuencia y extraordinaria memoria para recitar versos oportunos a la conversación de esos momentos. Así pues, cuando por fin Chari y yo, acompañados del poeta mexicano Antonio Deltoro, la visitamos en su casa de casi toda la vida para conocerla personalmente a finales de octubre de 2010, tuve la típica e inequívoca impresión de haber estado allí antes con ella y haber atravesado el interminable pasillo que conduce a la salita, atestado de libros, como un superpuesto muro de defensa contra la adversidad y el desánimo.

      Esos miles de volúmenes señalan el largo y fructífero periplo intelectual de Paca y Félix y, al evocarlos ahora, imagino también ese mismo pasillo vacío, cuando en su infancia lo recorría Paquita, según cuenta en su escalofriante libro de recuerdos Espejito, espejito. Estas páginas resumen y revelan la lacerada intimidad de alguien que, teniendo todo en contra, salvo el amor de su familia, ha sabido echarle, con insólita tozudez, un pulso a la desgracia. Ya el reiterado diminutivo del título sugiere dicha intimidad y la decisión de afrontarla sin tapujos, de no engañarse lo más mínimo, como el espejo no miente nunca a la madrastra de Blancanieves, por mucho que le repita la pregunta. Espejito, espejito es ese oscuro pasillo interior en donde poesía y vida se encuentran para consolarse mutuamente. De ahí que, al margen de las valoraciones literarias, los textos en prosa y verso de Francisca Aguirre sean, ante todo, un impagable testimonio de coraje y bondad en medio de una época miserable que, como cualquier época así, nos hace dudar de la razón de ser de nuestra especie.

      Esta voluntad de comprensión a fondo, a pesar de las humillaciones y carencias cotidianas, de las aberraciones padecidas en carne propia y en la ajena –que a veces es lo mismo– nace, a mi juicio, de una autenticidad a prueba de bomba, cuya fuente nutricia –en término de Emilio Miró al prólogo del recopilatorio Ensayo general– es el binomio «desolación y lucidez». Ambos estados, al complementarse (si responden más a las experiencias vitales que al fijo carácter), en lugar de paralizar el espíritu, lo reaniman y fortifican, hasta irradiar de la obra y la persona de Paca Aguirre una actitud antidogmática y un flujo afectivo conmovedores. Por esto, según el memorable verso de su poema «La espera», «nada ayuda tanto como la realidad» porque –como nos insinúa con amable ironía– es lo único que tenemos y no es poco. Además, la realidad no es solo algo dado o impuesto, sino que, en la medida de lo posible, podemos rehacer gracias a la cultura y la imaginación creadora. Así, la liberadora dimensión estética se convierte en la gran experiencia de la vida, al punto de darle su verdadero sentido a todas las demás. Si bien esto que digo es perceptible en toda la trayectoria de Francisca Aguirre, se culmina y depura, a mi gusto, en su poema «Nana de los libros viejos», en el que sentimos, con estremecedora ternura, debido a la despojada y natural belleza de su tono, cómo la lectura resulta un escape esencial a la pobreza que, sin escamotearla ni siquiera maquillarla, la hace soportable y digna.

      Dicho poema pertenece a su libro Nanas para dormir desperdicios, escrito en su vejez, cuya fuerza, entusiasmo y calado imaginativo nos previenen, una vez más, de la excesiva atención que se presta hoy en día a los poetas jóvenes por el hecho de serlo –como si la juventud fuera condición sine qua non de verdad o calidad poética–, cuando, salvo excepciones, solo el paso del tiempo y la manera de vivirlo hacen necesaria y singular una obra. En este orden de cosas, no estaría mal poner de moda la expresión poesía de madurez, como la que escribió desde sus tardíos comienzos Paquita Aguirre que nos ha enseñado con su vida y sus poemas a echarle un pulso a la desgracia. 

Francisco José Cruz

Publicado en Palimpsesto nº 35 (Carmona, 2020)