sábado, 17 de marzo de 2012

ANTONIO PORCHIA: EL PUENTE DE LA DISPONIBILIDAD

La atención a las obras de arte siempre ha sido acompañada por el interés de la personalidad de los autores que las crearon. El hombre necesita saber quién fue el que compuso El lago de los cisnes, cómo vivió el que escribió El Quijote, qué entorno humano y social rodeó a Whitman. Diversos y contrapuestos motivos nos incitan a interesarnos por la vida de quien tuvo la capacidad y, a veces, hasta el valor de crear una obra que, incluso en algunos casos, cambió nuestra relación con el mundo y con nosotros mismos. La crítica ha querido encontrar no siempre lo ha logrado en el rastreo vital de un autor, ciertas claves que le permitieran enfocar zonas oscuras de la obra, párrafos equívocos o comportamientos de orden psíquico poco comunes. Pero si estas pesquisas de la crítica no resultan en sí misma desdeñables, la necesidad de conocer al hombre que está detrás de un nombre rebasa con mucho la mera aclaración erudita. Dando por sentado que ya estamos prevenidos de la ingenuidad de creer que la obra y el hombre no son lo mismo, y de que la vida y la creación tienen distintas formas de ser, persistimos en la preocupación de vincular el objeto artístico con el sujeto humano. En nuestra época ha proliferado hasta la saciedad la publicación de biografías, diarios, epistolarios y memorias. Esta desenfrenada oferta editorial no responde, en muchas ocasiones, a las expectativas del público lector, sino que obedecen al morbo de la moda y a los balances económicos de las editoriales. De ahí, la falta de escrúpulos para publicar textos inéditos que nada aportan al conocimiento humano y artístico de un autor. Sin embargo, otras tantas veces, la publicación de dicho tipo de libros sí está más que justificada por su calidad de elaboración y por el profundo sentido de la demanda. La soledad y el desconcierto del hombre contemporáneo, su sensación de estar escindido de todo y de sí mismo, esa rara impresión de no reconocerse en lo que hace y en lo que piensa, acaso justifique más que nunca la necesidad de saber sobre aquel que, en un poema o en un cuadro, supo abrirle una puerta, lo sacó del desaliento, puso puntos de apoyo a la angustia o le apartó el velo de la banalidad. Otras veces, la necesidad de saber de un autor tiende a vislumbrar las motivaciones humanas de miedo, incertidumbre, desatino que tal o cual obra proyectan en nosotros y que el conocimiento del hombre que la imaginó pudiera ayudarnos a contrarrestar.

Leyendo este libro, compilado por León Benarós[1], quienes conozcan más la obra que la vida de Antonio Porchia, acaso confirmen la sospecha de la inusual e intrínseca correspondencia que se da entre esta obra y la vida de su autor, y quienes no conozcan ni una ni otra, si se acercan a este libro, acaso experimenten un íntimo y esencial sobrecogimiento al constatar dicha coincidencia, esencial hasta tal punto que uno tiene la oscura certidumbre de que, sin ella, esta obra no hubiera podido realizarse. Y, sin embargo, muy pocas obras poéticas como las Voces están tan desprovistas de referencia personales y, mucho más, del dato circunstancial. De modo que este libro cubre con creces la falta de información personal y, así, su lectura nos llena de anécdotas, de detalles simpáticos, en fin , de intimidades domésticas. Pero también, yendo más allá de esta sana curiosidad, estas páginas refieren esos momentos de la vida de un hombre que, en verdad, marcan una trayectoria, asientan un carácter y deciden actitudes primordiales ante el mundo. En este hondo territorio vital, encontramos a la pobreza. Todos los que escriben sobre Porchia señalan la sobriedad de su vida, contra la que él jamás se rebeló y ni siquiera intentó aliviar. Descubrimos en este libro, según varios testimonios de personas que lo trataron, que su pobreza no sólo traslucía conformidad o resignación, sino que, sobre todo gracias a ella, el hombre llamado Antonio Porchia pudo estar disponible para los demás y para sí mismo. Así pues, es a través del puente transparente de la disponibilidad por el que la vida y la obra de Antonio Porchia se comunican y se demuestran mutuamente. A partir de aquí, uno comprende la dimensión espiritual que, incluso sus descripciones físicas suscitan. Por ejemplo, la que lleva a cabo Lysandro Z. D. Galtier o este apunte del pintor Líbero Badii: «Porchia fue un ser que no hablaba con sus palabras, sino más con su presencia: daba la sensación de que irradiaba toda una aureola alrededor de su cuerpo». El acuerdo unánime sobre la conducta de Porchia que mantienen los que, en este sentido, escriben aquí, despeja, de algún modo, el sofoco y la atmósfera de cierta incredulidad que uno experimenta al leer la insólita definición sobre este aspecto de la personalidad del argentino que lleva a cabo León Benarós, al hablar de «santidad civil». Así pues, quien abunde en estas páginas no tendrá más remedio que reconocer que está ante una vida y una obra excepcionales por muchas razones. Una de ellas se funda en otra coincidencia total de los textos aquí publicados, y se refiere al hecho de que Antonio Porchia no fue un lector prolífico, es decir, su obra viene dada casi exclusivamente por la lectura atenta de la existencia[2]. Esto sorprende sobremanera cuando, a pesar de la extraordinaria originalidad de la Voces, se descubren importantes afinidades con diversas órbitas poéticas y espirituales. Así, los textos reunidos por Benarós señalan la relación de las Voces tanto con Heráclito, Pascal, como con el budismo Zen, la mística y el surrealismo. No resulta extraño, efectivamente, debido a la superabierta realidad que la obra de Porchia crea, que se le atribuyan tan dispares concomitancias y que, además, en general, sean atinadas.

A pesar de que varios críticos han señalado puntos de contacto entre Porchia y el surrealismo, el autor de las Voces sale al paso y al respecto declara a Inés Malinow: «No creo estar en el surrealismo, no sé definirme porque no soy nunca yo. Uno es una infinidad de cosas». En primer lugar, tanto los procedimientos imaginativos de las Voces como su desarrollo verbal en el texto me atrevo a apuntar su antidesarrollo desautorizan, a mi entender, el supuesto acercamiento de las Voces a la mecánica insconsciente surrealista. Porchia, efectivamente, descarta de su pensamiento cualquier tipo de construcción lógica, pero de ningún modo deja de lado la dimensión consciente del ser. Porchia somete a tal grado de depuración a la conciencia que estamos, más exactamente, ante un pensamiento imaginante cuyo acierto está en mostrar y no en demostrar. Esta frase de Juan Ramón Jiménez creo que se ajusta, de algún modo, a la dimensión creadora de las Voces: «Poesía metafísica, no filosófica». En una carta de Graciela de Sola dirigida a Porchia, aquí publicada, la poeta y ensayista precisa, con exquisito acierto, esa especie de equívoca insistencia por vincular a éste con el movimiento surrealista: «Creo, pues, que sus expresiones pertenecen a una actividad psíquica total, donde no prima el instante ni lo sensorial, sino el intelecto, y en ello lo distingo de muchas manifestaciones surrealistas que reniegan de la lucidez o que la relegan a segundo plano». En segundo lugar, se ha querido ver en la indeleble coherencia de la vida y la obra de Porchia una actitud vital eminentemente surrealista, olvidándose que la necesidad de aproximar la vida al arte o el arte a la vida estaba ya proclamada por el romanticismo más exigente y, antes incluso que este movimiento, dicha necesidad la pusieron en práctica cosa ésta que me permito dudar que lograsen los surrealistas diversas experiencias de orden ascético y místico, fundamentalmente las pertenecientes a las órbitas del budismo Zen, donde, al respecto, Margarita Durán ilustra, con diversos textos de otros autores, la proximidad de Antonio Porchia a este ámbito espiritual.

En un arriesgado y penetrante texto, Roger Caillois establece la dimensión mística de las Voces, realzando, si cabe, su importancia al contrastar la experiencia de Porchia con la de los místicos, basada ésta en doctrinas y dogmas superdefinidos por las iglesias a que tales místicos pertenecen. Callois cuestiona la autenticidad de dicha experiencia al comprobar que su contenido depende casi exclusivamente, y en éste se sustenta, del cuerpo doctrinario de esta o aquella confesión religiosa. En este sentido, la importancia de las Voces para este crítico está en la autenticidad de la vivencia, al no depender de ninguna manera de cualquier dictado o planteamiento ajeno a su individualidad de ser sentiente y pensante. En las Voces, según Callois, «se percibe, con la pureza de su fuerza original, esa actitud absoluta». No obstante, si el sentimiento de formar parte de un todo cósmico une las Voces a cierta dimensión mística, dicho sentimiento poco tiene que ver con la idea de plenitud y gozo de la divinidad, médulas ambas del porqué místico, y mucho menos con los llamados trances y sus repercusiones fisiológicas. La mística busca y alcanza la visión unitiva de la divinidad, mientras que las Voces no suponen estrictamente una visión, sino que buscan y consiguen hasta lo insospechado abrir la realidad. De ahí que la esperanza y las promesas extraterrenas poco tengan que ver con la radical flexibilidad de las Voces. La actitud absoluta a la que alude Caillois tiene su más preciso sentido cuando Roberto Juarroz matiza: «más que fe o sentimiento de lo sagrado, una mística inserción en el misterio que nos envuelve».

De la realidad del misterio participan, cómo no, la soledad y el desamparo, y el descubrimiento de estas dos perplejidades le permite a Aldo Pellegrini conectar, a través de ambas, la obra de Porchia con el existencialismo. Sin embargo, como apunta el mismo poeta, la separa de este movimiento filosófico y literario el proceso de «despersonalización total» llevado a cabo en la Voces. Dicho proceso nos pone, de nuevo, en los ambiguos umbrales del budismo.

Me interesa mostrar, en este breve e incompleto panorama crítico, la imposibilidad de ubicar con criterio tajante la obra de Porchia, debido sobre todo a la falta de rigidez que la contiene y a su aspiración totalizadora, gracias, paradójicamente, a la implacable síntesis de las Voces y a la carga semántica polivalente a que éstas propenden. Quizá, la siguiente manifestación del propio Porchia corrobora y matiza dicha imposibilidad de ubicación: «Uno no está hecho de sí mismo, pero no podría señalar de quién estoy hecho. Nadie está hecho de sí mismo». Este mínimo fragmento, extraído de una conversación mantenida con Daniel Barrios, así como otras pocas ideas de Porchia, salpicadas en este volumen, nos puede dar una idea algo más clara sobre la estrecha relación que hubo entre el pensamiento plasmado en las Voces y la manera de decir y de pensar en la convivencia diaria. Hay quien, en este libro, apunta que Porchia hablaba con aforismos, tal vez debido a su exacerbada tendencia al silencio. En pocas palabras como las de este autor, el hecho radical de callar resulta tan decisivo a la hora de decir algo. O sea, las palabras aquí significan, en gran medida, gracias a lo que callan. El silencio, por tanto, las hace disponibles y ensancha el ejercicio de la contemplación, a pesar de que, según Caillois, el sentido de las Voces «debe menos a la observación que a la imaginación». Todos los que conocieron a fondo a Porchia coinciden en su casi permanente tendencia a la observación, sobre todo de la naturaleza. Creo que la frase de Callois acaso se acuerde mejor con la idea de contemplación activa. Es decir, en numerosas ocasiones, el pensamiento creador de Porchia no da vueltas sobre el objeto que contempla, sino que parte de él. De ahí, la casi absoluta falta de referencias materiales y de imágenes en las Voces, hasta el punto de que casi ninguna de ellas refleje la experiencia inmediata que la originó. Por tanto, en la capacidad de recibir la realidad y su amplitud de miras está la manera de crear las Voces de Antonio Porchia, las cuales, según él, le eran dadas, como si su método creativo consistiese en saber estar disponible para el momento en que le llegaba una voz. Sin embargo, por muy atractiva que resulte esta explicación, no tiene más remedio que dejar insatisfecho a cualquier lector despierto de esta obra, ya que en la estructura verbal de las Voces se percibe con claridad una profunda y consciente elaboración técnica, un indiscutible conocimiento de las posibilidades de cada palabra para poder sacar de ella el máximo de riqueza semántica y, por ende, de experiencia vital. Laura Cerrato, en dos excelentes ensayos[3], nos muestra con rigor, comparando las distintas versiones de una voz, la inconformidad creativa de Porchia y su afán por alcanzar la expresión adecuada. Roberto Juarroz, refiriéndose a la construcción de las Voces, desmiente la aparente simplicidad de ésta: «la potente precisión de la profundidad desemboca en una desconcertante alquimia de la exactitud donde no existen ya los sinónimos y donde cada palabra se convierte en ella misma, ligeramente traspuesta, con una leve flexión o un casi imperceptible cambio de situación en la frase». A la idea de contemplación meditativa sí se ajusta, y es más que convincente, la opinión de varios testigos cuando hablan de la forma de trabajar de Porchia. Por ejemplo, su sobrina Nélida Orcinoli Porchia de Niada señala: «cada voz le llevaba mucho tiempo, como si fuera el resultado de una elaboración muy cuidadosa y muy lenta». Y Aldo Pellegrini, conjugando ambas concepciones creativas, la mediúmnica, podríamos decir, y la de orden técnico, más propia del trabajo artístico, resuelve con inteligencia la cuestión: «esas Voces parecen salirle al encuentro en el camino de una larga interrogación, y se justifica el que Porchia tenga la sensación de no ser él mismo quien las crea, sino que aparecen ya formadas como si se las dictaran».

La densidad del trabajo de Callois, al que ya he aludido, nos descubre una secreta convergencia entre el modo de recibir las Voces su propio autor y los lectores. Dicha convergencia acaso se explique si aceptamos el hecho de que, al hablar Porchia de sus poemas, lo hace ya desde la distancia siempre incierta de lector de sí mismo y no de escritor de estos poemas. Porchia, entonces, crearía las Voces para vivir en ellas y entregarse, así, a su inacabable revelación. Por consiguiente, las Voces, además de tener una intención comunicativa, Porchia, sobre todo, tal vez buscó dar forma y sentido al mundo con ellas. De ahí su concepción de la poesía al comentar a Daniel Barrios: «la creación es lo que no estaba». La poesía, pues, añade realidad a la realidad y, así, la ensancha. Y es a ese ensanchamiento al que se refiere Caillois cuando habla del modo de recibir las Voces. Éstas requieren del lector un «dejarse estar», un «abandono de distintas rigideces o tensiones o estado de alerta de cualquier clase». O sea, más que el simple acto de leerlas, las vivimos en el sentido de que una vez dentro de nosotros se van lentamente descubriendo: las Voces, en un primer momento, nos sorprenden y desconciertan, y su sentido es tan abierto que uno tiene la impresión de que resultan inaprehensibles en su totalidad por la inteligencia. De ahí que, para Caillois, las Voces constituyan «una metafísica donde hay que adivinar más bien que comprender». Casi no podemos verlas desde fuera, como tampoco podemos ver la vida desde fuera. Las Voces, por tanto, no nos definen, sino que nos invitan a entrar en su desconcertante transparencia y, a la vez que se van haciendo en nosotros, nos deshacen de todo aquello que creíamos ser. La disponibilidad intensa de Porchia y la nuestra de lector acaso se junten y establezcan el puente que pasa por encima del sentido común.

A pesar del lento y tardío descubrimiento de las Voces hecho éste a que bastantes textos del libro aluden reiteradamente, la influencia de Porchia en autores posteriores a él es tan abierta y rica como su obra requiere y, por consiguiente, este párrafo de José Plugiese resulta, a mi entender, precipitado, desenfocando del todo la cuestión: «en la actualidad, algunos pintores o escritores exitistas utilizan la trascendencia de Porchia para autotitularse discípulos o sucesores de él […] Lo real es que la obra de Porchia es cerrada, no admite herederos». Partiendo de la convicción elemental de que todo verdadero influjo nada tiene que ver con la inercia de la imitación, distintos autores de la llamada generación del 60 argentina encontraron en el ejemplo vital de Porchia y, sobre todo, en la dimensión poética de las Voces, no el contagio de la fiebre aforística, sino un ámbito verbal y metafísico, lleno de suscitaciones inesperadas y, por tanto, de posibilidades creativas que había, sin excusas, que explorar[4]. Es, pues, dentro de la indagación e interiorización personal de esta obra y no de su mímesis donde obras intransferibles, como la de Roberto Juarroz o Alejandra Pizarnik[5], establecen un rico diálogo con la obra del solitario Antonio Porchia.

Si en Juarroz el desarrollo del poema y la fecundidad de las imágenes, tan inherente a éste, lo distancian de las Voces, su sentido de la contradicción y la decantación de su pensamiento muchos de los poemas de Juarroz están construidos sobre una cadena interdependiente de aforismos tendentes a crear un todo lo acercan. La poesía de Pizarnik comparte con la obra de Porchia esa sensación de lo inaprehensible que nos transmiten las Voces cuando intentamos apresarlas con la razón. Los poemas de Pizarnik, como los de Porchia, escapan a cualquier visión unívoca de la realidad y nos instalan, de repente, en el ámbito abismal de lo insólito. Algunos poemas de la argentina, sobre todo de Árbol de Diana y Los trabajos y las noches, adoptan el temblor del aforismo, entendido éste como un salto del pensamiento o como una fulguración. Poemas cercanos a las Voces, que son guiños, casi nunca sentencias o definiciones, y cuya brevedad se sostiene de milagro en el silencio: se despliegan hacia dentro y su desarrollo está en lo que callan, no en lo que expresan. Sin embargo, la poesía de Pizarnik se aleja de la de Porchia en el creciente desconcierto interior que ésta transmite, en su radical desamparo e incluso en la concepción misma del texto, hecho de sacudimientos y de imágenes vertiginosas. El poema de Pizarnik nos estalla en la cara, haciendo añicos la realidad y el propio lenguaje. La poesía de Porchia nos desnuda por dentro y la de Pizarnik nos deja en la intemperie. Esta poesía, como la de Porchia y Juarroz arranca de un pensamiento imaginante, de una vibración metafísica, pero además recurre con frecuencia al caos primordial de la memoria y, al contrario que sucede en las dos anteriores, las cosas y los rostros de la infancia, sus espantos y resurrecciones habitan el poema.

León Benarós ordena su libro en cinco capítulos. El primero, «Genio y figura», es un texto largo escrito por él mismo, a modo de presentación genérica, que recoge mucha de la información que el lector encontrará después en los textos de los distintos autores aquí reunidos. Así, Benarós combina el relato de las casas donde vivió Porchia y los oficios que tuvo con la extenuante enumeración de anécdotas personales y ajenas; la relación de fotografías, dibujos y pinturas que se conservan del autor de Voces, además de algunas consideraciones críticas, como la curiosa y bien matizada divergencia que establece entre las greguerías de Gómez de la Serna y el presunto juego de palabras de las Voces.

El segundo capítulo, «Testimonio de los que lo conocieron», lo forma diversos escritos, muchos inéditos, que refieren la relación personal de dichos autores con Antonio Porchia. La abundancia de testimonios contrasta con la excesiva repetición de las mismas anécdotas. La coincidencia casi literal en las opiniones sobre la persona de Porchia y la reiteración machacona de ideas, modos de decir y maneras de hacer crean una atmósfera asfixiante que, sin embargo, nos da la sensación de enterarnos puntualmente de la vida de Porchia, a pesar de que este libro nada tiene que ver con una biografía. De este capítulo destaca el tierno testimonio de la sobrina de Porchia, la minuciosa explicación del pintor Líbero Badii, describiendo los pasos creativos que llevó a cabo para esculpir en bronce el rostro de Porchia, la visión equilibrada de Antonio Requeni y el texto de Eduardo González Lanuza, que resalta con precisión y emotividad, sin cursilería ni empalagamiento, la insólita correspondencia entre la vida y la obra de Porchia. Dicho texto casi no aporta nueva información con respecto a los demás, salvo su experiencia personal, pero, por su rigor, compendia todo lo que se ha dicho de Porchia humana y literariamente. El rigor que encuentro en González Lanuza se echa de menos, a mi entender, a la hora de agrupar estos escritos, ya que algunos, por la endeblez de su escritura y la pobreza de su contenido nada añaden al conocimiento del autor de Voces y dan al conjunto la impresión de cierto desorden y de estar constituido con lo que podríamos llamar la técnica del aluvión, la cual permite que todo quepa y en cualquier sitio. De ahí que textos agrupados en este capítulo mezclen la visión personal con el criterio literario. Así ocurre, por ejemplo, con el trabajo híbrido de Margarita Durán, en el que la divagación crítica y la referencia personal se alternan sin demasiada justificación.

Esto que digo ocurre también en el tercer capítulo, «Juicios críticos», donde se reúnen diversos textos que analizan la obra de Porchia y que, junto a consideraciones literarias, hay párrafos que se circunscriben de lleno al plano de la semblanza personal, como es el caso de Alberto Luis Ponzo, cuyo texto, como otros, al estar recortado, debido a su extensión, delata poca fortuna a la hora de seleccionar los fragmentos. Con la salvedad de los escritos por Callois, Juarroz y Pellegrini, la impresión que queda, después de haber leído este capítulo, es que estamos más cerca de Porchia que de sus Voces, porque ni la sensibilidad ni la inteligencia crítica casi no penetran en la realidad de este mundo verbal. Uno de los procedimientos más comunes para escamotear el juicio estético consiste en simplificar la multisignificación de cualquiera de las Voces, ilustrando con alguna de ellas cualquier vivencia personal del crítico o anécdotas vividas por éste en relación a Porchia. El efecto que se consigue con este tipo de procedimiento resulta minimizador, rebajando la intensidad que proyectan las Voces al ver cómo éstas son usadas para delimitar y definir la experiencia de otros, cuando la verdadera crítica debería explicar y potenciar el temblor cósmico que albergan las Voces. Hay textos que no tienen intención crítica, sino que son correctas reseñas periodísticas y que aquí, al otorgárseles un rango al que ni siquiera aspiraban, crean mayor decepción en el lector.

El cuarto capítulo recoge «Cartas inéditas dirigidas a Porchia» de varias personas. Debido al carácter circunstancial de la mayoría de ellas, éstas le resultarán indiferentes al lector, salvo que tenga alguna relación con el remitente o le profese admiración. Aunque también dentro del tono cálido de la confidencia, las cartas de Graciela de Sola y Alejandra Pizarnik van más allá del simple apunte diario o noticia puntual sobre la vida en ese momento del remitente. Así, el interés de las dos cartas de Graciela de Sola está en la lectura que hace de algunos aspectos de las Voces y que, en parte, he citado en líneas anteriores. El acierto de sus opiniones despeja más de una confusión crítica. Además de expresar su admiración por Porchia, Pizarnik, en sus dos cartas, escribe de la necesidad del silencio y de su fervor por la poesía con una intensidad y tensión emotiva cercanas al eléctrico temblor de sus poemas. Las cartas no se resignan a ser simples misivas, sino que tratan de ser lo menos circunstancial posible. Esta actitud esencial refleja la calidad espiritual de Pizarnik y nos hace pensar que este tipo de cartas es al que haya propendido el mismo Porchia en más de una ocasión.

El último capítulo recoge una «Breve antología temática de las Voces», organizada por orden alfabético. Esta disposición facilita la búsqueda de una voz determinada, pero tal vez pueda, en ocasiones, restringir su sentido al estar ubicada bajo la demarcación de una palabra.

No cabe duda de que este trabajo de León Benarós era necesario, debido a la importancia de las Voces, al ejemplo humano de su autor y a la dificultad que supone encontrar ciertos textos aquí rescatados. Su mayor mérito reside en ser el primero que yo sepa, de estas características sobre Antonio Porchia, y su condición de primogenitura nos obliga a esperar otros libros sobre Porchia que completen y, sobre todo, perfeccionen muchos aspectos que este libro aborda o, simplemente, esboza.



[1] León Benarós, Antonio Porchia (ed. Hachette, Buenos Aires, 1988). Este libro reúne numerosos textos de diferentes autores, dedicados a la vida y obra de Antonio Porchia, así como una serie de cartas inéditas dirigidas al mismo. El libro se cierra con una breve antología temática de sus Voces.

[2] Sería interesante, en este sentido, que se hiciera un estudio lo más detallado posible sobre los libros que Porchia conservaba en su biblioteca y se fijara el tipo de relación, más o menos dinámica, que Porchia mantuvo con ellos.

[3] Laura Cerrato, «Las Voces de Antonio Porchia: un ejercicio de olvido», Doce vueltas a la literatura (Botella al mar, Buenos Aires, 1992) y el prefacio a Voces abandonadas de Antonio Porchia (Pre-textos, Valencia, 1992).

[4] Al respecto, Margarita Durán dice: «los integrantes de la numerosa generación del 60 se acercaron a él, lo buscaron, quisieron conocerlo, lo tomaron como maestro. La poesía se hace más concisa y conceptual […] Esa generación produce, además de sus libros, revistas literarias. Todas ellas publican sus Voces». No se puede perder de vista, sin embargo, que la búsqueda de una contención verbal supone, fundamentalmente, una reacción contra cierta poesía anterior, llena de exuberancia y desbordamiento, como zonas de la escritura de Neruda y el salvaje despliegue de casi toda la poesía de Enrique Molina. Dicha contención, pues, ocurre en todo el ámbito hispanoamericano y sus formas de presentarse en el poema son muy diversas e incluso contrapuestas, y van desde la depuración intelectual hasta la consecución de un coloquialismo exento de cualquier atisbo lírico o aspiración metafísica. En este sentido, la obra de Antonio Porchia supone un punto de referencia de la corriente de la concisión, de ningún modo la impulsa o, más exactamente, la inaugura.

[5] Sobre la poeta argentina escribe Antonio Requeni: «yo le hablé a él [Antonio Porchia] de Alejandra Pizarnik, a quien presté su libro Voces. Evoco este episodio porque Alejandra; entonces un poco más que una adolescente, reconoció después la influencia de Porchia en su poesía».

Publicado en Cuadernos Hispanoamericanos nº 525 (Madrid, mayo de 1994).