sábado, 10 de marzo de 2012

ALEJANDRA PIZARNIK: EL EXTRAVÍO DEL SER

La poesía de Alejandra Pizarnik es un campo de energías encontradas, un ámbito de líneas de alta tensión. El poema se apoya en las vibraciones de las cosas, no en las cosas. De ahí que la realidad que propone esta poesía siempre está haciéndose y deshaciéndose a un tiempo. Las palabras no retienen, impulsan y expulsan. En este sentido, la inventiva constante de esta obra, sus sorprendentes movimientos verbales, sus saltos y regresos hacen que el transcurso del poema suponga una renovación continua: Pizarnik no centra su pensamiento, lo deja desplazarse dentro del poema. De ahí la ruptura del discurso, el dominio de la imagen y la disolución de una realidad fija. Se diría que en este extraordinario ámbito de flexibilidad verbal, el conflicto que, incansablemente, suscita la identidad en Pizarnik, encuentra un hábitat natural:

explicar con palabras de este mundo
que partió de mí un barco llevándome


Árbol de Diana, 1962[1]

Como otros poemas, éste no trata de precisar nada sino de ser, más bien, una imagen de la incertidumbre, pero sin la carga de lamento demoledor que transmiten estos versos de Rubén Darío: «¡Y no saber adónde vamos / ni de dónde venimos!...». Sin embargo, los versos del nicaragüense presentan al hombre yendo por el tiempo, mientras que los de la argentina implican un viaje por nosotros mismos. En Darío, la vida es un único relámpago del que se desconoce cómo se encendió y por qué se apaga. Hay un antes y un después. En Pizarnik, una paradoja sin rumbo: ella es la que se va pero también la que se queda. Su idea del viaje, con frecuencia, coincide con la sensación de metamorfosis de uno mismo. Este cambio nos separa de nosotros y de ahí surgen los distintos que somos y renacen quienes fuimos. La pérdida del sentido lineal del tiempo lleva consigo una paulatina desorientación vital que impide a Pizarnik reconocer el mundo y autorreconocerse. De este modo, la noción de realidad se difumina y es la ausencia la que queda en el poema. Pizarnik no está en la existencia, sino suspendida en la existencia:

He desplegado mi orfandad
sobre la mesa, como un mapa.
Dibujé el itinerario
hacia mi lugar al viento.
Los que llegan no me encuentran.
Los que espero no existen

«Fiesta», Los trabajos y las noches, 1965.

En medio de la transparencia, ella, sin embargo, es invisible. Transparencia que no define ni revela, sino que extiende un espacio de expectativas alrededor de quien mira. Así pues, deshabitado el poema, éste busca ser portavoz de la irrealidad:

hablo de lo que no es
hablo de lo que conozco.

«Fronteras inútiles», Los trabajos y las noches, 1965.

Pizarnik no es la voz del silencio, sino la voz imposible de lo que no existe, de todo aquello que el poema aún no ha creado. Se trata, pues, a partir de aquí, de vivir en el poema, de que la escritura reconstruya un espacio habitable:

Yo no quiero decir, yo quiero entrar

«La palabra y el deseo», El infierno musical, 1971.

La palabra, por tanto, se erige en esta obra como «la única morada posible para el poeta»[2]. La pretensión de que el lugar del yo sea el poema, conduce a la necesidad de que el yo sea, a su vez, el sitio del poema. Vida y poesía deberían ser para Pizarnik lo mismo:

Ojalá pudiera vivir solamente en éxtasis, haciendo el cuerpo del poema con mi cuerpo, rescatando cada frase con mis días y con mis semanas, infundiéndole al poema mi soplo.

«El deseo de la palabra», El infierno musical, 1971.[3]

Sólo en este orden de cosas podría darse la unidad del ser y la escritura tantea en esta dirección. Pero dicha fusión raramente se logra y el texto no pasa de ser un asidero, una precaria tabla de salvación ante las aguas crecientes de la angustia. Así, la escritura, lejos de resolver el conflicto de la identidad, desencadena una energía que propicia una especie de procreación de voces. El poema es, casi siempre, el ámbito del desacuerdo, no de la armonía. Éste convoca las distintas Alejandras, les da voz, alternando las diversas personas del verbo, pero no las reconcilia:

Si vieras a la que sin ti duerme en un jardín de ruinas en la memoria. Allí yo, ebria de mil muertes, hablo de mí conmigo sólo por saber si es verdad que estoy debajo de la hierba […]
Te deseas otra. La otra que eres se desea otra.

«El hermoso delirio», Extracción de la piedra de la locura, 1968[4].

Da la impresión de que la argentina no se acerca al poema para decir lo que ve o lo que piensa, sino, más bien, para escuchar qué sienten las demás: las que fueron, las que serán y las que son en ella. En «Caminos del espejo» (Extracción de la piedra de la locura, 1968), el discurso del poema no mantiene un desarrollo lineal, sino que deja y retoma algunas recurrencias, aunque su atmósfera vuelve a ser un atónito encuentro:

Cubre la memoria de tu cara con la máscara de la que serás y asusta a la niña que fuiste.

El poema, pues, se construye sobre párrafos que no se suceden, sino que se superponen y mezclan. Así, éste es una reunión de tiempos que, al entrar en contacto, se desbaratan:

Yo me levanté de mi cadáver, yo fui en busca de quien soy

Nuevamente, en este poema aparece la escritura. Pizarnik se refiere al ejercicio de estar escribiendo, que ella sitúa en un ámbito cerrado, de bloqueo frente al mundo. El poema es lo real y en él, extraviadas unas en otras, viven y mueren todas las Alejandras. Es un mundo tan dilatado que todo resulta esperable, hasta aquello que sólo el lenguaje poético hace verosímil. Al saltar el tiempo por los aires y no encontrar su cauce en la palabra, sino en su disgregación, vida y muerte se confunden e intercambian sus papeles. La irrealidad del morir se inserta en la realidad vertiginosa del poema, con lo que vida y muerte llegan a ser lo mismo, anulándose mutuamente en un chispazo verbal:

La muerte siempre al lado.
Escucho su decir.
Sólo me oigo


«Silencio», Los trabajos y las noches, 1965.

En el texto, la muerte también vive. De nuevo, la posición de estar oyendo de quien escribe el poema. Si el tema de la muerte es recurrente desde las primeras composiciones de la argentina, en sus últimos libros se convierte en una obsesión, siendo la causa principal del progresivo desconcierto que dichos poemas transmiten. La vigencia de la siguiente línea: «la muerte está lejana. No me mira» («Noche», La última inocencia, 1956), aquí se borra. Ahora, el yo también es la muerta y hasta el no ser se contagia del doble de los espejos:

en la noche
un espejo para la pequeña muerta
un espejo de cenizas.


Árbol de Diana, 1962

La tendencia centrífuga de esta escritura deshace la condición unitaria de la existencia y el corpóreo terror a la muerte se transforma en irresistible seducción por ella:

toda la noche escucho el canto de la muerte junto al río.

«El sueño de la muerte o el lugar de los cuerpos poéticos»,
Extracción de la piedra de la locura, 1968

El poema altera la visión que de la muerte registran textos anteriores. Ésta, antes, estaba dentro de quien vivía. La existencia no era más que la vida y la muerte formando un ser. Sin embargo, aquí la muerte está fuera, es otra, llama a la viva pero también llama a la muerta:

La muerte de cabellos del color del cuervo, vestida de rojo, blandiendo en sus manos funestas un laúd y huesos de pájaro para golpear en mi tumba, se alejó cantando y contemplada de atrás parecía una vieja mendiga y los niños le arrojaban piedras.

La identidad, por tanto, acaso alcanza en este poema su mayor dispersión: no somos ni la muerte que somos. No obstante, la atmósfera del poema, cargada de imágenes de escalofríante lirismo, no repele. Este laberinto de paradójicas perplejidades insostenibles empuja a Pizarnik a preguntar en su extravío:

¿Dónde la verdadera muerte? He querido iluminarme a la luz de mi falta de luz[5].

«Fragmentos para dominar el silencio», Extracción

Así pues, una de las claves de la fuerza de esta poesía está en la inconformidad vital de la argentina, que se traduce, ya desde sus libros iniciales, en una extrema tensión verbal. Pizarnik exige tanto a la palabra que cada poema es un microcosmo en ebullición, un estallido celular, apuntando a todas las direcciones. De ahí, a veces, la frenética movilidad verbal, haciendo y deshaciendo significaciones en el palmo de un verso: «es muro es mero muro es mudo mira muere» («La verdad de esta vieja pared», Los trabajos…). Aquí se esboza el desatado juego verbal que son sus textos finales. El poema no es materia sólida, sino fluctuación incendiándose, donde el comienzo y el fin de la expresión coinciden un momento –el desarrollo del poema es su intensidad–. Fuerzas opuestas: la que busca un mundo y la réplica de esta búsqueda:

Esperando que un mundo sea desenterrado por el lenguaje […] Luego comprobará que no porque se muestre furioso existe el mar ni tampoco el mundo.

«La palabra que sana», El infierno musical, 1971

Este toma y daca aumenta el voltaje de los últimos libros, hasta el punto de provocar un cortocircuito, una explosión en el espacio habitable que era el poema:

Cuando a la casa del lenguaje se le vuela el tejado y las palabras no guarecen, yo hablo.

«Fragmentos para dominar el silencio», Extracción

Antes, encontramos a Pizarnik en medio de la ausencia de lo real, ahora la vemos a la intemperie del decir:

Las palabras
no hacen el amor
hacen la ausencia
si digo
agua ¿beberé?
si digo
pan ¿comeré?

«En esta noche, en este mundo», 8 de octubre de 1971

La escritura es un manoteo a ciegas, tratando de rescatar algo. Ni aventura ni terapia, sino desconfianza y desesperación:

Escribir es buscar en el tumulto de los quemados el hueso del brazo que corresponda al hueso de la pierna

«Como una voz», Extracción

Estamos al borde del desquiciamiento. El poema no es un discurso sobre la tristeza, sino una sucesión de imágenes patéticas, incluso repugnantes. La desorientación, por ejemplo, puede estar en esta frase que intenta llegar a una explicación pero simplemense se vuelve sobre sí misma: «Si no vino es porque no vino». El poema ya no crea realidad ni la convoca ni la transparenta. Parece, más bien, aniquilarla. El lenguaje se cierra sobre sí mismo y sólo da paso a imágenes confusas, que parecen salir del hueco antiguo que hay entre la vigilia y el sueño, entre el delirio y la lucidez. Se diría que el poema empieza a volverse en contra de quien lo escribe. La palabra no encuentra la salida. Estamos casi en los escombros de la significación, incluso de la misma noción de realidad. En este caso, la repetición de frases refleja claramente una escritura de la obsesión, que merodea en torno a la impotencia y la necesidad de decir lo fundamental: eso que siempre se escapa, pero que se intuye es lo que importa. La verdadera forma está en la crispación verbal que transmiten: importa más decir como sea que decirlo de modo intachable. Así, el lenguaje se sale de sus moldes habituales y empieza a subsistir. El lenguaje está aquí en carne viva.
Llegamos al despeñadero verbal y, por tanto, de la consciencia, perdida en la escritura. Estos textos están sostenidos por la inercia del nombrar, son ecos de nada. No estamos ante el lenguaje desarticulado pieza por pieza de Altazor, de Vicente Huidobro, sino ante el lenguaje ridiculizado que se ríe incluso de sí mismo. Estamos ante deshechos de significaciones y ante un desencadenante de ocurrencias que propende a un humor basado en estériles juegos de palabras, más repulsivo que atractivo. En este sentido, Pizarnik maneja refranes, trastocándolos ligeramente, haciendo lo mismo con palabras y frases hechas:

Estoy satisfehaciente, muchas Grecias.
Estoy buey como Fortinbrás.
Estoy como reloj en muñeca ajena, en Jena, enaj-pajenada
en Jena y en Jaén


«Una musiquita muy cacoquímica», 1970

Aunque el texto no es del todo ininteligible, sí está ya lejos de guardar una coherencia significativa. El humor que desarrolla este tipo de composiciones enmascara, en verdad, una angustia irrefrenable y una total falta de asideros. Este trizado espejo verbal hace desaparecer a todas las Alejandras que en él se reflejaban. Se diría que al suprimirse el sentido renovador de la escritura, Pizarnik empieza a no existir. «Crisis de la vida y crisis de la escritura poética son, pues, una misma y sola cosa»[6]. ¿No está aquí la verdadera muerte por la que preguntaba un verso de la argentina? El lector difícilmente consiente este lenguaje, al no saber con quién dialoga o, mejor, al comprobar que ya no hay nadie y que la tabla de salvación que era antes la poesía, ahora son pedazos de madera a la deriva. Esta escritura terminal culmina el proceso convulsivo de esta obra[7].
La condición de ser de esta poesía es fundamentalmente el riesgo. Pizarnik se está jugando la vida en cada línea. Tal vez, por esto, muchos poemas de sus últimos años no alcancen la perfección de los anteriores: esa impresión de irreprochabilidad que nos deja siempre un gran poema. Sin embargo, ningún texto de la argentina causa indiferencia. Constituyendo un mundo poético tan intransferiblemente personal, el lector no siempre puede compartir las experiencias vitales de la escritora, aunque sí las experiencias verbales, es decir, Pizarnik hace que el lector viva en el texto. En definitiva, el poema es la realidad de la que se participa: rabia, ansiedad, inconformidad. Esta poesía es un sacudimiento, no un modelo de realidad definida. De ahí que en ella no exista el tiempo, sino una convulsión de ser. Poesía donde no hay lugares comunes, sino lugares inéditos, que nacen al ritmo de la escritura y, únicamente de éste dependen. El lector, ante estos poemas, se queda en la intemperie, no en la complacencia. Es aún más desconocido de sí mismo que antes de leerlos.

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[1] Algunos poemas adoptan el temblor del aforismo, entendido éste como un salto del pensamiento o como una fulguración. Poemas cercanos a los de Antonio Porchia, que son guiños, casi nunca sentencias o definiciones, y cuya brevedad se sostiene de milagro en el silencio: se despliegan hacia dentro y su desarrollo está en lo que callan, no en lo que expresan.
[2] «Algunas claves de A. Pizarnik», entrevista de Martha I. Moia, recogida en A. Pizarnik, El deseo de la palabra (Barral Editores, col Ocnos, Barcelona, 1975)
[3] Esta poesía encarna en sus momentos de mayor exaltación el espíritu de ideal surrealista, pero no sus hábitos amanerados de escritura, aunque la libertad e insurrección que irradian sus imágenes la aproximan más directamente a dicho movimiento.
[4] Si, por ejemplo, en Borges, la consciencia del ser escindida es un testimonio y una aceptación irónica de este drama del hombre moderno, y en Juan Ramón Jiménez –«Yo no soy yo / Soy éste / que va a mi lado sin yo verlo; / […] el que quedará en pie cuando yo muera»–, una respuesta abierta desde la poesía al misterio indisoluble de la vida y de la muerte, en Pizarnik, las múltiples Alejandras, al ocupar el mismo plano de consciencia en la escritura, se estorban, se interumpen, no se sustituyen, como ocurre en la escritura heteronímica que, siendo un fenómeno más radical aún que los aludidos, anula, de algún modo, el conflicto de la identidad, al poseer la capacidad de asignar biografías y, por tanto, nuevos estilos de expresión, independientes entre sí. En este tipo de escritura se testifica la dimensión dividida del ser, pero en su propio mecanismo de dispersión, al ocurrir previamente a la composición del poema, viene dada la salida al conflicto.
[5] En «Acerca de la condesa sangrienta», Pizarnik comenta el libro de Valentine Penrose Erzébet Bárthory, la comtesse sanglante (Mercure de France, París, 1963), exponiendo con detalles y prosa despojada la cadena de crímenes, llevada a cabo por dicha condesa en su castillo medieval. El profundo sentido de este peculiar ensayo reside en mostrar cómo alguien, desde su locura, trató de abolir la muerte, ocupando su lugar cada vez que torturaba. En la poesía de Pizarnik, la muerte, de alguna manera, también es conjurada, al convertirse en presencia activa del poema. «Desde tiempos remotos la muerte es experimentada como la oculta que oculta. En cuanto al acto de matar, incluye fusión con la muerte, y esto, a su vez, implica identificación con la ignorada asesina que siempre se esconde» («Nota sobre un cuento de Julio Cortázar: “El otro cielo”»,incluido en A. Pizarnik, El deseo de la palabra, opus. cit.).
[6] Guillermo Sucre, «La metáfora del silencio», en La máscara, la transparencia (F.C.E., México, 1985)
[7] Sobre este tipo de textos, escribe Osías Stutman: «Son guirnaldas de sonoros calembours con capacidad de maravillar, que retienen el poder de contar historias. Ésa es su eficacia […] Pero el querer descifrar esa palabra en su nueva forma es también una parte del juego, y el juego es el motor de esa creación. Sin embargo, el juego es maniobra de exhibición y ocultamiento porque oculta lo que muestra» (en «Seis cartas inéditas de A. Pizarnik», RevistAtlántica, nº 4, Cádiz, primavera de 1992). Bajo mi modesto entender, los textos a los que alude Stutman no pueden desligarse de la trayectoria profunda de esta obra y, por consiguiente, además de constituir, efectivamente, un juego, sobre todo, son el testimonio de una derrota. Si, en ocasiones, el juego desmitifica y airea la expresión, en otras, como creo que es este caso, refleja descreimiento, negación creativa y, más aún, imposibilidad de trascendencia verbal, trascendencia que es la atmósfera electrizante de casi toda la poesía de Alejandra Pizarnik.


Publicado en Cuadernos Hispanoamericanos nº 520 (Madrid, octubre de 1993).