Esta charla propone ser un agradecimiento a Eduardo Mendicutti por sus
variadas y macizas estructuras narrativas, por su vigor verbal, por su generosa
habilidad para entretener, no para distraer.
Y otro agradecimiento
a sus personajes por su viveza expresiva, que es una manera de
autorreconocimiento; por su ternura, que, en muchos de ellos, es una forma
delicada del coraje; por su sentido del humor, que, más precisamente, es un
humor con sentido; por su lección moral, que no margina a la cobardía ni al
desvarío; por su necesidad de amor palpable.
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Francisco José Cruz y Eduardo Mendicutti en el Hotel Tartaneros.
Sanlúcar de Barrameda, 17 de agosto de 1994
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―Quizás la identidad es el asunto primordial de tu obra y, por
consiguiente, la base sobre la que todas tus novelas descansan. De manera muy
esquemática, el conflicto de la identidad puede plantearse desde dos
situaciones. Una, la del homosexual que lleva, sin aparente esfuerzo, una doble
vida y que sólo su comportamiento sexual lo distingue del predominante mundo
heterosexual; y otra, aquélla en que la atracción homosexual demanda una
transformación total. Es decir, el hombre desea ser mujer y es aquí donde, a mi
juicio, la identidad es un verdadero conflicto, acaso una de sus formas más
radicales, ya que la inarmonía de este ser se plantea desde su raíz: Sus
tendencias psíquicas chocan con la constitución física. El cuerpo se enfrenta
al pensamiento y a sus propios deseos. El cuerpo es una contradicción. ¿Este
desacuerdo es inherente a estos seres y su única salida está en la aceptación
del problema, o se podría resolver de otro modo?
―Es verdad que uno de los
elementos básicos de todo lo que yo he escrito es esa búsqueda y esa aceptación
de la propia identidad, incluso como contradicción. Es decir, lo que no he
querido hacer –y si en algún momento de la lectura de alguna de mis novelas eso
se nota, creo que me habría equivocado en algún punto–, es tener que forzar a
nadie, ni siquiera al propio personaje, a borrar las contradicciones para
imponerse tal y como la identidad soñada quiere ser. Entonces, la identidad es
compleja, conflictiva y contradictoria. Pero es lo que es. Lo que mis
personajes no quieren, en ningún momento, es mutilar partes de esa identidad
para tener una identidad convencional, una identidad aceptable, una identidad
opaca o una identidad anémica. Es decir, aceptarse tal como son, con todas las
contradicciones, es una de las columnas vertebrales de todo lo que yo he
escrito. Por consiguiente, la salida a este conflicto con la propia identidad
está –y es la única que yo planteo– en aceptarse tal como se es, sin necesidad
de forzar a nadie a aceptarse de una forma idealizada, porque en ningún momento
he intentado idealizar la propia identidad de mis personajes, ni mutilar
aquellos flecos que puedan se conflictivos, que puedan ser difíciles para
definir mucho más diáfana esta identidad. La identidad de mis personajes es
voluntariamente confusa y voluntariamente compleja. Mis personajes tienen que
aceptarla así porque así es como somos.
―En el capítulo de El palomo cojo,
«¿Por qué puerta entrará el desconocido?» –también en otros, pero me parece muy
significativo en éste–, se ve cómo, de manera oscura, sutil, larvaria, el niño
va tomando consciencia de sí mismo. Hay una suerte de búsqueda, todavía no
consciente del todo, de su personalidad. Esta toma de consciencia lo lleva, en
el fondo, al descubrimiento del otro, como se nota y él reconoce al final del
capítulo. Al principio, él creía que el otro venía de fuera, por su temor
nocturno, allí en la cama, propio de un niño, magníficamente reflejado, pero
después descubre que el otro viene de dentro y viene empujando. De hecho, esto
está planteado, desde otro punto de vista en Tiempos mejores, donde se contrastan la juventud y la
madurez de Antonio «Maridiscordia» y de Enrique «La Queta». Mientras «La
Queta», en su madurez, adopta una postura acomodaticia e hipócrita, trata de
olvidarse de su pasado, como se ve en el episodio de la foto, «Maridiscordia»
procura conservar lo más posible las convicciones, las ideas y la manera de
sentir de Antonio Romero. Lo que sucede es que el paso del tiempo va
difuminando sus convicciones, aunque «Maridiscordia» no quiera perderlas. En
«Maridiscordia» esto ocurre porque quizás sus convicciones provengan antes del
corazón que de una ideología férreamente definida. Por mucho esfuerzo que uno
haga por mantener su personalidad, ¿qué queda del que fuimos en el que somos?
¿Una ambigua disposición de ánimo?
―Al plantearme este asunto,
siempre he intentado que el individuo sea fiel a sí mismo. Es decir, la
dignidad personal en cada momento. Es verdad, tienes razón. El tiempo, las
circunstancias deterioran inevitablemente lo que somos. Incluso aquello que
somos y que hemos tenido que ir descubriendo; lo que en un momento determinado
no sabíamos qué éramos. Incluso eso que no sabíamos que éramos y que luego
hemos descubierto, cuando lo descubrimos, ya está deteriorado. Añoramos el no
haber descubierto en su momento lo que éramos. ¿Cuál es el último agarradero
que yo creo que un individuo debe tener y que intento que mis personajes más
positivos tengan? La decisión de ser fiel a lo que uno es en cada momento: no
claudicar, no renegar de cosas por conveniencia o por presiones o por cualquier
otro tipo de influencia externa. Uno puede perder señas de identidad porque
evolucione, no porque los demás lo fuercen. Entonces, mis personajes lamentan,
en un momento determinado, haber dejado de ser como eran. Lo que no están dispuestos
–es el caso de Antonio «Maridiscordia»– es a dejar de ser, voluntaria,
consciente, premeditadamente, algo que son en estos momentos porque alguna
presión externa les fuerce a ello.
―La promiscuidad es uno de los hábitos que definen al mundo homosexual.
Sin embargo, «Maridiscordia» expresa, con cierto ahinco, la necesidad de encontrar
una pareja estable que no sólo satisfaga sus deseos físicos, sino también
amorosos. No obstante, este anhelo de estabilidad compartida no se logra. Y si
se logra, es por poco tiempo y, además, gracias al dinero. Esto último que digo
también se da con Daniel Vergara en Los novios búlgaros. ¿Es la promiscuidad, en este mundo, una elección libre, un ejercicio
de plenitud o la consecuencia de una soledad profunda?
―En mis personajes protagonistas
es la búsqueda constante de un instante de plenitud. Cuando a mí me han dicho,
por ejemplo, en algún momento, que Los
novios búlgaros es una frustrada historia de amor, no he estado en absoluto
de acuerdo con esto. Es una historia de amor plena; lo que pasa es que se
acaba. El hecho de que una historia de amor sea efímera, no quiere decir que
sea más débil ni más innoble ni más sucia ni más fea… Puede ser una historia de
amor fabulosa. Lo que pasa es que tiene un tiempo limitado: tiene un comienzo y
un final. Además, normalmente, este tipo de historia de amor es de una
intensidad enorme. La búsqueda constante de esa intensidad amorosa lleva a la
ruptura constante de historias de amor. Pero esto es una postura ante la vida.
Probablemente, algunos personajes episódicos de mis novelas –por ejemplo, se ve
bastante en personajes secundarios de Los
novios búlgaros–, sí busquen tapar la soledad, amontonando amantes y
aventuras eróticas, no amorosas. En cambio, cuando lo que se busca es la
plenitud sentimental, el resultado al final, es el mismo. Pero la búsqueda de
la plenitud es constante y es lo que lleva a que, en un momento determinado,
esto se termine, porque las condiciones que se exigen a esta historia de amor
no encajan en el concepto de la historia amorosa larga, estable, equilibrada,
apacible. Todos estos valores, que me parecen muy bien en una historia
sentimental para toda la vida, no encajan en una búsqueda de la intensidad
sentimental fuerte en todo momento. Si tú quieres una relación sentimental
fuerte en todo momento, tienes que ir cortando cada una de las relaciones
sentimentales porque, si no cortas, entrarían en una etapa lógica de
tranquilidad.
―Sin embargo, da la impresión de que el dinero juega un papel
importante en el mantenimiento y en la duración de ciertas relaciones.
―Es que, claro, yo también soy de
la opinión de que el dinero juega un papel importante en la duración de todo,
incluso en cualquier otro tipo de relación. Yo he recibido algunos reproches
por parte de grupos militantes gays sobre esas novelas, al decir que sólo se
pinta un tipo de relación homosexual determinado y se dejan aparte otros tipos
de relaciones homosexuales que, evidentemente, existen y que no responden a
este tipo. Pero, bueno, esto es una opción de un novelista y, además, es lógico
que el novelista busque una situación conflictiva porque, si no, no tendría
sentido escribir una novela o saldría una novela rosa, y no se trata de eso.
Insisto en que el dinero es fundamental en todo tipo de relaciones. Existe todo
el espejismo, y todo el esfuerzo, por conseguir una respuesta por parte de esa
otra persona que ha sido, digamos, conquistada por dinero: recibir algún tipo
de afecto. Y vuelvo a insistir en lo mismo: en toda relación suele haber uno
que quiere y otro que se deja querer. Pero el que se deja querer y manifiesta
algún afecto, ese afecto tiene casi tanto valor como el amor desbordante del
otro. Es decir, ahí hay una relación a dos y para un homosexual de este tipo,
el mito del no homosexual, del heterosexual como pareja sentimental, cualquier
gesto afectivo, por parte de esta persona heterosexual, tiene un valor
sentimental enorme que, visto desde fuera, parece mínimo, ridículo e, incluso,
reprochable porque, supuestamente, no está recibiendo nada a cambio de todo
esto que está dando. ¿Cómo que no? Está recibiendo una manifestación de afecto,
de cariño, de respeto que –en este caso, para Daniel Vergara de Los novios búlgaros– tiene el mismo
valor que podría tener una pareja homosexual que le quisiera con tanta
intensidad como él.
―Pero parece que hay una suerte de conformismo por parte de Daniel Vergara,
al no poder alcanzar una plenitud mayor, una plenitud definida por la atracción
que ejerza sobre Kyril la personalidad de Vergara y su propia capacidad de
afecto, sin mediación del dinero. Efectivamente, hay un intercambio de ternura
clarísimo, pero también es cierto que Kyril no llega a enajenarse
exclusivamente por Daniel Vergara. Y esa ternura, ese afecto dependen, en gran
medida, del poder persuasivo del dinero.
―Evidentemente, el dinero, en
este caso, es un elemento más
―Y Daniel Vergara acepta esta situación, a pesar suyo.
―Esto es lo que yo, tal vez, discutiría. Es decir, si tú has
entendido en el libro que es a pesar suyo, lo acepto, claro, porque es una
lectura. Pero yo no pretendí nunca que el personaje tuviera esa actitud. El
personajes es consciente de que eso es así y de que es defendible y es hermoso…
Esa es la postura que yo quería transmitir. Hombre, lo que pasa es que Vergara
tiene altibajos emotivos y, en algún momento, puede lamentar o echar de menos,
normalmente con tono irónico, una situación amorosa idealizada. Pero, al mismo
tiempo, es muy lúcido, es muy consciente de que eso no puede ser posible en el
tipo de relación que él plantea, y el tipo de relación que él plantea es el que
le da las satisfacciones que está buscando.
―Lo mismo sucede a Antonio «Maridiscordia» con el portugués, en Tiempos
mejores.
―Igual. Incluso con esa última
esperanza que, de pronto, le llega. Antonio Romero, al final de la novela, que
de pronto decide meterse en otra historia, es perfectamente consciente de que
esa historia va a tener el mismo final que las otras. Y, sin embargo, echa para
adelante. ¿Por qué? Porque es un tipo de relación afectiva.
―Es como si la ingenuidad fuera un ingrediente necesario de la búsqueda
de la plenitud.
―Más que la ingenuidad, yo diría
el sentido común, que es lo contrario de la ingenuidad. Antonio Romero juega a
tope, pero sin perder el sentido común. Es decir, esto da de sí lo que da, y lo
que da a él, le resulta satisfactorio y gratificante. Yo creo que es un
planteamiento muy inconformista, muy poco convencional. Normalmente, la gente
se plantea las relaciones amorosas soñando con una historia intensísima para
toda la vida. En cambio, esto no es así. Evidentemente, no es así.
―Desde este punto de vista, ¿se podría decir que el mundo homosexual va
por delante del heterosexual en este tipo de relaciones y que el heterosexual,
además, está despertando a esa realidad y cada vez se está equiparando al
homosexual?
―La cosa está muy complicada. Por
una parte, está ese tipo de homosexual que se lo plantea como yo lo planteo en
mis novelas. Por otra, está el homosexual que sueña con reproducir las
relaciones heterosexuales y, por consiguiente, reclama matrimonios, derechos
legales… Cosas que a mí me parece muy bien que las pida. Yo apoyo radicalmente
a aquellos que luchan por esto, porque ahí está y todo el mundo tiene derecho a
tener los mismos derechos. Ahora, si a mí me preguntaran si yo haría uso de
esos derechos, lo más seguro es que contestaría que no. Por otra parte, las
relaciones heterosexuales, tradicionalmente, han sido desiguales. El hombre ha
podido tener, por regla general, satisfacciones amorosas, satisfacciones
sexuales fuera del matrimonio y, por consiguiente, ha combinado una situación
sentimental estable con otra extraconyugal –o lo podría haber hecho sin grandes
conflictos–, y la mujer, no. En cambio, la mujer está ya accediendo a ese tipo
de mentalidad amorosa, y esto es un cambio importante. Creo que también es
importante, desde el punto de vista de la mujer, el que se esté desligando de
todo aquello que rodea a una relación amorosa y que son los derechos, la
estabilidad económica… Todas esas cosas están cada vez menos inevitablemente,
ligadas al matrimonio. La mujer está accediendo al trabajo… Por consiguiente,
la relación amorosa está saliendo del esquema clásico y, desde este punto de
vista, las relaciones heterosexuales sí se pueden ir pareciendo a las
homosexuales, con lo que llegaríamos a una conclusión un poco llamativa. Y es
que el esquema de relación homosexual con muchas historias amorosas que
empiezan y terminan, puede ser ideal, a lo mejor, para las relaciones amorosas
de cualquier tipo.
―En todas tus novelas, acaso de manera más amortiguada en la última, el
humor es un elemento insistente e, incluso, definitorio de algunas. Este humor
sale mayoritariamente por boca de los que aquí, en el Sur, llamamos «mariquitas».
Si esto no es un tópico, ¿por qué ocurre?
―Bueno, evidentemente es un
estereotipo. No tiene por qué ser necesariamente gracioso. Yo conozco montones de homosexuales
absolutamente amargados, desangelados. Ocurre que, para mí, el humor es un arma
de defensa contra los demás y, sobre todo, contra uno mismo. El humor está
empezando a presentarse como un conflicto. Primero, por lo que tú apuntas. Es
decir, porque empiezan los reproches e, incluso, los propios reproches a mí
mismo, porque el uso insistente del humor acaba definiendo unos personajes
estereotipados, divertidos, homosexuales graciosos y tarambanas. Y esto es un
peligro evidente. Segundo, viene a ser un conflicto porque el humor puede
terminar siendo un sucedáneo, más o menos digno –y voy a decir una palabra
fuerte–, de la cobardía. Es decir, yo no enfoco ciertos temas sin humor porque
no me atrevo o porque creo que no van a llegar al lector de una manera
aceptable y éste los rechazaría, o yo me voy a encontrar incómodo,
literariamente hablando, al abordar determinados temas si prescindo del humor,
porque no voy a encontrar el contraste que da muy buenos resultados literarios.
Hay, de pronto, lo reconozco en mí mismo, una cierta inseguridad a la hora de
utilizar el humor en mis libros. Yo sé que todos estos riesgos existen cuando
uno utiliza el humor, como existe el riesgo de ser considerado un escritor de
segundo nivel, porque el humor –a menos que se sea Cervantes o Quevedo– puede
encontrar, por parte de la crítica literaria, una cierta reticencia, en el
sentido de que arguya: «Bueno, sí, muy divertido, mucho oficio, pero no hay
ambición, no hay profundidad». El humor es un elemento complicado, muy
complicado.
―De todas formas, el lector lo agradece porque tú lo compaginas muy bien
con un derroche de ternura extraordinario, que también define a los personajes.
―Sin duda, sin duda.
―Y con una carga de reflexión: personajes que quieren ser conscientes de
ellos mismos continuamente, a pesar del humor que derrochan. Tus personajes no
son idiotas porque su humor no cae en el estereotipo costumbrista, generalmente.
Aunque se le pueda estar bordeando, está expuesto con inteligencia.
―Pero, precisamente, porque
siempre procuro no caer en esos peligros, soy consciente de que esos peligros
están ahí. Por consiguiente, es muy difícil equilibrar todos los registros: el
de la ternura, el de la seriedad, el del humor, el de la angustia, el de la
amargura, el de la alegría de vivir… Combinarlos no es nada fácil. La mayoría
de mis libros da una sensación de facilidad que no corresponde con la realidad
de la escritura. Conseguir dar la impresión de facilidad expresiva cuesta mucho
trabajo y, a veces, cuesta trabajo convencer a la gente del trabajo que cuesta
lograr esa sensación de facilidad e, incluso, de ligereza aparente.
―El hecho de que tus novelas, salvo Última conversación, estén escritas en primera persona,
propicia una retahíla constante del que habla que puede resultar engañosa para
el lector, porque parece que está dictada por la memoria repentina y ocurrente.
Sin embargo, cuando se lee con atención toda tu obra, se descubre, incluso en
capítulos leídos aisladamente del resto, una interdependencia rígida de sus
elementos más superficiales –imágenes que pueden pasar, a veces, desapercibidas
y que, sin embargo, encuentran eco más adelante–. Esta coherencia de fondo
sostiene a la retahíla de la superficie. De tal manera que hay un equilibrio
tan extraordinario entre humor, ternura, introspección reflexiva… que, por un
lado, salva del aburrimiento al lector y, por otro, se consigue así lo que
podemos llamar gancho de la novela, sin menoscabo de la calidad de la escritura
ni hacer concesiones a la galería. ¿Qué importancia tiene el gancho en la
novela, cuando ciertas corrientes narrativas contemporáneas han desdeñado o no
han tenido en cuenta el elemento del tirón?
―Has dicho dos cosas que son
fundamentales. Por una parte, a mí me horroriza aburrir al lector. Quiero
decir, que un señor se ponga a leer una novela mía y que, de pronto, note que
aquello se le viene abajo, como se nota en algunas novelas el esfuerzo que ha
hecho el escritor por darle a aquello categoría literaria –que es algo que
detesto y que suele tener muy buenos resultados de cara a la consideración
pública del escritor–, y se diga: «qué bien escrita está la novela», pero note
que el escritor está peleándose con las palabras, con el diccionario y con las
estructuras, para que aquello sea sólido e importante, me horroriza. Y no sé si
es bueno o malo, pero me horroriza. Y por otra parte, yo necesito –y esto es ya
es una cuestión técnica y, al mismo tiempo, de concepción del trabajo de escribir–
tener la novela perfectamente clara antes de empezar a escribirla. Yo tengo la
novela en la cabeza de pe a pa, y sé lo que va a pasar en cada capítulo, y sé
el tono que debe tener cada capítulo, y sé cómo empieza y cómo acaba cada uno,
y sé cómo engarza con el siguiente. Esto que digo se nota mucho más en Última conversación, que es una novela
muy apelmazada, en que el arco que hace la historia está muy unido. Y en El palomo cojo es fundamental la consistencia
de la estructura: los seis capítulos de cada una de las partes con el capítulo
central, para darle un cierto desahogo a la agilidad narrativa, para que no se
precipite y encontrar un cierto fuelle en el centro de cada parte de la novela…
Todo está perfectamente en la cabeza.
―Incluso, dentro de cada capítulo, los elementos formales y temáticos
para emocionar al lector y no al que escribe, están dispuestos de una manera
sagaz, inteligente.
―Sí. La pura verdad es que yo no
sé si eso es un poco decepcionante cuando se sabe, pero yo lo tengo
perfectamente premeditado. No soy de las personas que empiezan a escribir a ver
lo que sale o a ver con qué le sorprenden los personajes… A mí no me sorprende
nada. Lo que pasa es que procuro que esto no se note y trato de compensarlo con
una agilidad narrativa, con una apariencia de naturalidad que borre los
perfiles de esa estructura férrea que yo procuro mantener en cada uno de mis
libros.
―Entonces, tu método de trabajo para ir equilibrando todos esos
elementos –ya has dicho que tienes todo en la cabeza–, ¿consiste en ir tirando
de la memoria, teniendo presente todos los elementos narrativos y su
disposición, o trabajas sobre una especie de puzzle, uniendo las piezas después
de haberlas escrito por separado?
―La verdad es que pienso mucho
cómo debe ir todo. Suelo hacer una especie, como te diría yo, de guión raro de
cada una de las partes y capítulos de la novela, guión que voy completando, si
hace falta, para que no se me olvide lo que tiene que tener eco más adelante,
conforme voy escribiendo cada parte. Procuro que nada se me orille y se quede
ahí muerto. En algún caso, algo se me quedará, evidentemente, porque uno tiene
sus fallos como todo el mundo. Y el discurso narrativo está, en todo momento,
envolviendo un esqueleto muy seguro, muy definido. El enfoque, el lenguaje, el
tono coloquial, el registro de cada personaje… son los elementos que le dan
viveza literaria al texto, pero la solidez que pueda tener depende de un
armazón clarísimo.
―El oído del novelista, ¿qué papel juega a diferencia del oído del
poeta?
―En mi caso, y en el caso de los
novelistas que hacen el tipo de novela que yo hago, es un papel fundamental.
Quiero decir: todo lo que la novela pueda tener de elucubración o de reflexión
procuro compensarlo con la máxima carga de verosimilitud, y un porcentaje
altísimo de esta verosimilitud viene del lenguaje. Es decir, de que el lenguaje
suene verdadero. Sobre todo, en un tipo de novela donde lo coloquial tiene un
peso tan grande. Esto, en ningún momento, debe sonar como impostado, sino como
escuchado, traducido directamente del oído al papel. Es verdad que tengo otro
tipo de novela –Última conversación, El salto del ángel– donde hay una prosa
más literaria, en el sentido de menos coloquial. Ahora, uno de los desafíos
típicos que me he propuesto, a lo largo de mis novelas, es incorporar, con
naturalidad, el lenguaje coloquial al lenguaje literario. Esto es muy evidente
en Última conversación. Quizás sea
menos evidente en otras novelas. También lo he intentado en Los novios búlgaros.
―Hasta el punto de que lo que dicen los personajes a veces influye en lo
que hacen. Al menos, es la impresión que a mí me da.
―Alguien ha dicho que el
verdadero protagonista de El palomo cojo
es el lenguaje. Ahí hay un niño, unos personajes, una casa… Pero quien, de
verdad, construye la novela es el lenguaje. El lenguaje con todas sus
veleidades, sus matices, sus altibajos y recovecos.
―Un lenguaje que, además, está lleno de carnalidad, de nervio lírico,
de flexibilidad, hasta el punto de que, para mí, el verdadero erotismo de tus
novelas no está en la temática, sino en ese tratamiento jugoso del lenguaje.
Hay páginas de una intensidad poética extraordinaria, sin caer en la decadencia
ni en el empalagamiento. Hay, también, imágenes que son casi símbolos o puntos
de referencia anímicos, como el mar en Última conversación.
―O la luz en El palomo cojo.
―Claro, y el mismo palomo. Bueno, como dije antes, hay párrafos de una admirable
densidad poética, muy ceñidos, apretados, perfectos. Entonces, por cuanto
estamos comentando, ¿consideras a tu obra inserta en una especie de tradición
de escritura andaluza, en la que tú te puedas reconocer? ¿O tus novelas van
mucho más allá, y esto de la tradición andaluza es un tópico?
―Siempre he dicho que la
tradición literaria que más reconozco es la tradición fuerte de la literatura
española: la picaresca. Es decir, la que puede arrancar del Lazarillo, pasar por Quevedo,
Valle-Inclán y acabar, incluso, en Cela. De pronto, Cela es una especie de
bicho malo para los escritores jóvenes y yo estoy en contra de esta teoría. A
mí, Cela me parece un escritor de una vez, un escritor como Dios manda. Bueno, pues,
en principio, yo me identifico con esta corriente literaria. Luego, dentro de
una corriente literaria en la que el lenguaje, efectivamente, tenga un valor
más que comunicativo, tenga un valor expresivo, es decir, que irradie algo más
de lo que es comunicar lo que pasa, que la palabra procure transmitir mucho más
de lo que dice.
―El lenguaje pasa de ser un mero instrumento a ser un objeto casi
carnal.
―Sí, esto se ve muy fácil en Siete contra Georgia, que es una novela
erótica, pero que yo me planteé como un ejercicio de estilo fundamentalmente.
―Claro, cada personaje tiene un discurso que lo diferencia de los
demás.
―Y una manera de hablar
diferente. Y el erotismo que transmite es distinto, aunque se cuenten, al fin y
al cabo, las mismas cosas, porque los episodios carnales son limitadísimos y
son siempre los mismos. En cambio, la verbalización de esos episodios hace que
el erotismo sea diferente, la actitud ante lo sexual y ante el placer sea
completamente distinta de unos personajes respecto a otros. Y esto está
confiado, por entero, al lenguaje. El lenguaje es el encargado de que esto sea
así. En cuanto a lo que se refiere a la tradición andaluza, es verdad que es un
cierto tópico que, además, yo tengo que cargar con él cada vez que salen críticas
literarias: «Bueno, estupendamente escrito, con la facilidad que se supone a
los escritores andaluces». ¡Y una leche! A los escritores andaluces se les
podrá adjudicar una cierta familiaridad con una manera determinada de hablar de
la gente con la que han vivido, pero reflejar esto por escrito no es escuchar a
un señor por un magnetófono. Tú tienes que recrear, trabajar eso. El andaluz no
tiene una especial facilidad para escribir; a lo mejor, para expresarse, sí. La
expresión normal y coloquial es distinta de la expresión literaria, aunque uno
elija recrear el tono coloquial.
―En esa misma tradición andaluza, ya desde el plano temático, hay
algunos escritores, como Caballero Bonald, que se han acercado a una alta
burguesía en decadencia e, incluso, en descomposición. El interés por esta
clase social es el otro tema fundamental de tu obra y, aunque está más disperso
por toda ella, más diseminado que tu interés por el mundo homosexual, se
localizan en tu obra focos centrales, como en Última conversación y El palomo cojo. ¿Qué queda hoy de esta burguesía y en qué aspectos se sigue notando
su influencia en la actual Sanlúcar de Barrameda?
―Sí, uno de los temas
fundamentales de mis novelas es ese y, además, es clarísimo, incluso, en Los novios búlgaros, que parece no
tratarlo directamente. Yo siempre he pensado que el mundo se puede salvar por
las aportaciones que sean capaces de hacer lo popular. Por eso, me da mucha
rabia que la cultura popular se esté contaminando y estereotipando por los
lenguajes audiovisuales, por el comportamiento de la publicidad… Todo esto está
atrofiando la capacidad de revitalización del país y, por consiguiente, de
Andalucía y Sanlúcar. Ahora bien, la alta burguesía andaluza en general, y la
de esta ciudad en concreto, tuvo un papel muy importante, papel que, en estos
momentos, no tiene en absoluto. Están quedando unos residuos que, si lo ves con
benevolencia, resultan ridículos o, incluso, graciosos y, si lo ves con
malevolencia, resultan grotescos y patéticos. Aquella gente, dentro de la
burguesía, que ha sido capaz de incorporarse a una concepción diferente de la
sociedad, tanto a una concepción de izquierdas como de derechas, pero diferente
del estamento burgués tradicional, es la que está más preparada para salir
adelante. Aquellos elementos de esa burguesía que tratan, por todos los medios,
de ser fieles a una concepción del mundo, a una concepción de los negocios, de
la moral, de la estética burguesa tradicional, están quedando como reliquias,
que acabarán sin encontrar herederos en esta ciudad ni en ningún otro sitio.
―De todos modos, creo percibir en tus libros una crítica benevolente,
pero crítica al fin y al cabo. No hay una complacencia en el dibujo de la
burguesía que tú realizas. Muchos de estos seres que nos presentas son anacrónicos,
llenos de rigidices morales, de caprichos exacerbados…
―Sí, pero creo que ya son inofensivos. Por consiguiente, sería
ridículo atacarlos porque resultaría desproporcionado.
―Insertos en este mundo de la burguesía sanluqueña están unos personajes
atrapados en sí mismo, como esta burguesía está atrapada entre un tiempo que se
le escapa y otro que llega y al que no puede adaptarse: idos, dementes,
maniáticos. Personajes parecidos en ciertos comportamientos como el tío Ricardo
y Lola Porcel, personajes todavía más enigmáticos y herméticos como Borja.
¿Estos personajes vienen dados por la atmósfera asfixiante y absurda de dicha
burguesía o tu interés por ellos tiene otro origen?
―Son las dos cosas. Para mí
suponen la representación más evidente del callejón sin salida en que está
desembocando esta burguesía. Es decir, o se llega a situaciones deplorables,
como es tratar de mantener ciertas formas de vida que no tienen ningún sentido
o se busca, inconscientemente, la salida noble del desvarío. A mí la locura
siempre me ha parecido un tema absolutamente estremecedor. Por esto está en
todas mis novelas. Lo último que yo quisiera ser en esta vida sería loco. Lo
siento mucho, pero prefiero perder cualquier otra cosa menos la razón y este
temor está ahí desde pequeño. La fascinación del niño ante el tío Ricardo es
una cosa muy personal. Por esto, este asunto está en todos mis libros y me temo
que seguirá estando en los que escriba. Entender la locura como zona sagrada,
como una especie de bendición de los dioses que salva al hombre de las miserias
mediante la locura, me parece inadmisible.
―Viendo en conjunto todas tus novelas, me da la impresión de que forman
todas ellas un organigrama muy coherente, una especie de friso. Esta mirada
global que propone tu obra, ¿tenías previsto desarrollarla desde el comienzo de
tu trabajo literario? ¿Fue un proyecto a largo plazo o se te ha ido imponiendo
conforme encarabas la redacción de cada novela?
―La verdad es que el mundo
literario de un escritor, por lo menos el mío, se va haciendo poco a poco. Y es
un proceso en el que uno se va reconciliando con una serie de cosas que tiene
en el fondo y que, en una primera etapa de escritor, no es capaz de sacar a
flote. Yo tuve una primera etapa en que lo que escribía era, no voy a decir
falso, pero sí cauteloso. No atacaba frontalmente los temas que, poco a poco,
he ido descubriendo y que son los que de verdad me interesan: aquellos temas
que hemos ido tratando y que son perfectamente identificables en todos mis
libros. Ya te digo que, poco a poco, te vas reconciliando con esas cosas que te
afectan y las vas reflejando en los libros, y las vas desmenuzando, dándoles
vueltas, y les vas buscando las caras diferentes que tienen, enfoques
distintos, matices… Hurgas y hurgas. A veces, te detienes, pero sabes que seguirás,
en algún momento, registrando en esa dirección. A partir de Siete contra Georgia, los asuntos son
los mismos que ya estaban en Última
conversación, pero desgajados, vistos de modo particular y desde
perspectivas distintas. Y así se va construyendo un mundo narrativo. Yo sé que
voy a insistir siempre en los mismos temas y la preocupación que tengo es
encontrar una estructura, un argumento, unos personajes y unos conflictos que,
insistiendo en los mismos temas, no sean repetitivos. Creo que este aspecto lo
tengo cada vez más centrado y, sin embargo, también soy consciente de que no he
llegado todavía al fondo de las cosas a las que puedo llegar.
―Sí, porque la variedad de estructuras formales que hay en tu obra
marca una variedad de enfoques sobre los mismos temas, que puede hacer pensar
en que estás acabando un ciclo y que la novela que siguiera a Los novios
búlgaros pudiera abordar otros intereses
no tocados por ti hasta ahora. Acabas de decirme, sin embargo, que vas a
insistir en los mismos asuntos.
―No estoy seguro. Pero es una
cosa bien vista, porque cada vez que publico una novela, tengo una cierta
sensación de haber llegado a un fondo de saco. Bueno, ya he dicho lo que quería
decir y, a partir de ahora, tendré que buscar nuevos caminos. Pero acabo
siempre en los mismos caminos, aunque espero que la novela siguiente aporte
alguna novedad a la anterior. Yo tardo mucho en empezar una nueva novela y no
es por pereza, precisamente. Es por desconcierto, inseguridad, es por tratar de
encontrar qué voy hacer. Esta especie de indecisión se corta cuando el tema que
me ronda en la cabeza es capaz de convencerme de que merece la pena el esfuerzo
de escribirlo.
―Ha habido en los últimos años, a mi juicio, un boom exagerado de la
joven novela española, en el que todo ha cabido por la manga ancha de ciertas
editoriales, que han lanzado novelas primerizas como si se trataran de obras
maestras y han dado a sus autores la sospechosa categoría de la consolidación.
En contraste con este espejismo, con esta situación triunfalista y facilona,
hay un grupo de escritores, donde tú estás, que ha sido descubierto por grandes
editoriales cuando ya empezaban a tener una sólida obra a sus espaldas, obras
que, como algunas de las tuyas, pasaron totalmente desapercibidas para la mayoría
de tus lectores actuales, por haberse publicado en ediciones muy reducidas de
tirada. Estas obras, al reeditarse en editoriales fuertes, han encontrado la
aceptación que demandaban. ¿Cómo has vivido esta experiencia, sabiendo que tu
trabajo era, desde hace años, tal vez desde Última conversación, riguroso?
―Yo tengo una tremenda falta –y
esto es un defecto– de pretensiones sobre mí mismo. Mi primera actitud ante lo
que hago es decir: «Bueno, procuro que esté bien, pero, probablemente, tampoco
sea como para que la cultura española sufra una barbaridad si mis libros no
aparecen». Esta actitud de arranque, quizás excéntrica, a lo peor, es mala para
lo que hago, no para mí, porque así no me amargo la vida ni me llevo unos
disgustos de muerte o sofocones horribles. Nunca me he llevado disgustos o
sofocones al comprobar que la obra que he ido haciendo no tenía la repercusión
que, probablemente, merecía en comparación con otras que sí tenían una
repercusión grande. Pero resulta muy satisfactorio –y yo, entonces, lo tengo
que ver desde ahora– comprobar que, poco a poco, ayudado por una editorial que,
de pronto, cree en ti y te apoya, aquello se va imponiendo y va teniendo un
reconocimiento. Esto, además, es muy tranquilizador. Es espantoso lo que les ha
pasado a algunos escritores, como Landero o Almudena Grandes: tener un éxito
desmesurado nada más salir y tener que enfrentarse a este éxito, el éxito de
unas novelas, que son excelentes, pero innecesariamente glorificadas. Este tipo
de éxito obliga a ser genial en todo momento y esto es muy malo para un
escritor, además de ser absurdo. Es mucho más confortable lo que me ha pasado a
mí, aunque, en un momento determinado, puedas aburrirte, diciendo: «no sigo
adelante». Yo, esto último, nunca lo he pensado por esta especie de coraza de
escepticismo. Ahora bien, yo sé que la aceptación de mis libros está dentro de
unos límites nada excéntricos. Quiero decir que el aprecio de mis libros está en
núcleos determinados, que las ventas están muy bien, pero son la que son. Mis
libros se han vendido bien, excepto Última
conversación y Tiempos mejores.
Tiempos mejores porque salió demasiado deprisa, tras Siete contra Georgia y tras la reedición de Una mala noche la tiene cualquiera. Y los posible valores de la
novela encontraron, tal vez, al lector agotado de los mismos recursos. Puede
que más elaborados, pero los mismos recursos y, por esto, pudo salir en un
momento malo.
―¿Y Última
conversación?
―Última conversación es una novela
difícil.
―¿Qué consideración le das a esta novela,
para mí, la más ambiciosa de las tuyas, desde el punto de vista formal, debido
a su vertiginosa estructura de vasos comunicantes, estructura poco frecuente en
la novela española, y más habitual en la hispanoamericana?
―La
novela, en la edición de Tusquets, ha tenido unas críticas estupendas, incluso
algún crítico ha dicho lo mismo que tú: que mi mejor novela es Última conversación.
―Yo creo
que junto a El palomo cojo.
―Sin
embargo, Última conversación es menos
asequible para el gran público, que, normalmente, está acostumbrado a cosas más
ligeras.
―El hecho
de que este tipo de estructura narrativa sea más compleja para una mayoría de
lectores, ¿no te condiciona a la hora de escribir?
―Este
es uno de los temas que yo planteo siempre en las famosas reuniones de
escritores con una enorme crudeza, porque casi nadie lo reconoce. Vamos a ver.
Desde el momento en que mis libros están bien promocionados, la tirada es más
que decente, tienen, por tanto, acceso a la gente y se compran suficientemente,
te plantea, a la hora de hacer una novela, el hecho de que en todo esto hay
unos señores que se están jugando el dinero, que son los editores. Esto no
quiere decir que debas claudicar de tus convicciones de escritor por este
motivo, pero está ahí y es un elemento a salvar más. Es decir, si tienes
dificultades para estar seguro de que lo que vas a escribir te merece la pena,
de que el tono y el enfoque que has elegido son los adecuados…, encima tienes
otro obstáculo a salvar que es: «¿y esto tendrá alguna posibilidad de lectura
para que el señor que se está jugando el dinero no me mande a la porra?» Y esto
lo tienes que superar y no es fácil. Tú debes luchar por no darte facilidades:
«como este libro ha funcionado bien, voy a repetir la fórmula para que este
otro funcione también bien», Pues, no. Hay que luchar contra esta tentación.
―Las
referencias culturales que mayoritariamente toman tus personajes, al estar
inmersos en la cultura de masas, provienen del cine. Sin embargo, tus
estructuras narrativas no son nada cinematográficas. ¿Habría que romper un poco
el mito de que el escritor y el cineasta están cerca, que cine y literatura
están más lejos de lo que hoy suele parecernos, debido a algunos contagios mutuos
y al hecho común de que ambas formas artificiales cuentas historias?
―Cine
y literatura son dos cosas absolutamente distintas. Siempre se ha dicho, y yo
estoy de acuerdo, que una buena película puede salir de una novela, no voy a
decir mala, pero sí esquemática, literariamente hablando. En cuanto los valores
de una novela se basan en una riqueza específicamente literaria, más difícil resulta
su traslación al cine. Ahora que me he enfrentado al hecho de que Armiñán va a
pasar a película El palomo cojo, mi
actitud ha sido muy clara desde el primer momento: yo sé que mi sensación,
cuando vea la película, si es que ésta finalmente se hace, es que han
destrozado la novela. Esta va a ser, inevitablemente, mi primera reacción ante
la película. Mi segunda reacción, porque ya la estoy madurando, es la
convicción de que una película es completamente independiente de la novela en
la que se basa, y que esa película no es mía. Es del director que lo ha hecho.
Por consiguiente, es injusto comparar la película con la novela.
―¿Qué puede
aprovechar un novelista del cine?
―Quizás,
lo que el cine tiene de espejismo. Es decir, el cine consigue transmitir al
espectador una sensación de verosimilitud falsa. Y esto es un fenómeno muy
interesante: hacer convincentes y verdaderas cosas que no lo son. Esto es lo
que el escritor, con las armas de la literatura puede aprovechar del cine. El
escritor debe lograr transmitir esa sensación de verdad con algo que es
artificio. Porque la novela, como cualquier arte, valga la redundancia, es
obligadamente artificio. Lo otro es documental, y no se trata de eso.
―Tú eres
colaborador habitual de periódicos. ¿No se ha exagerado, de un tiempo a esta
parte, la idea de que el periodismo es importante para el novelista
contemporáneo?
―Creo
que el periodismo no tiene nada que ver con la literatura. Esto que se está
empezando a decir ahora: «la mejor literatura que se hace hoy se escribe en los
periódicos…» ¡Qué coño! La mejor literatura que se hace hoy se escribe en los
libros. Otra cosa es que un artículo de periódico esté bien escrito, pero la
mejor literatura se hace en los libros, no en los periódicos. Y yo soy más
radical: creo que la mayoría de quienes escribimos en los periódicos –que somos todos–, lo que escribimos en
periódicos suele ser, literariamente mediocre. Puede tener gracia, gancho,
agilidad…, pero, literariamente, en la inmensa mayoría de las veces, es
mediocre. Y esto no es nada malo. Más aún: el periodismo exige para ser eficaz
una cierta mediocridad literaria.
―Eduardo, ¿puedes contar algo sobre tu
próxima novela?
―Ocurre
una cosa muy graciosa, y es que, cada vez que digo: «la próxima novela va a
ser… », nunca escribo esta novela. Estoy en esa situación que te explicaba
antes, de ver qué hago. Tengo tres cosas posibles que, además, llevo arrastrando
mucho tiempo. Son cosas que, por una serie de razones, no han ido cuajando. De
todos modos, sé que las acabaré escribiendo. Ahora, me tendría que decidir por
una de las tres. Cada una representa un riesgo. Una representa el riesgo de
cierta ruptura y, seguramente, decepcionaría al lector de Los novios búlgaros, Una mala
noche la tiene cualquiera y Siete
contra Georgia, no a los lectores de Última
conversación. Lo que pasa es que éstos son menos que aquellos. Otra de las
opciones corre el riesgo de repetir la fórmula que funciona, con lo que te dices:
«¿cómo te vas a dar este tipo de facilidades? No es honesto». Y otra de las
opciones debería aprovechar elementos de las otras dos. Es una situación tonta
que, contada así, parece ridícula, pero es el proceso para encontrar algo que
te convenza de esto, y no de lo otro, es lo que debes hacer en un momento dado.
―¿Ahora
mismo no sabes que opción vas a elegir?
―No,
pero es probable que de aquí a fin de año, alguna cuaje. De hecho, las tres
posibilidades las tengo bastante claras en la cabeza. Es decir, todavía no
están en ese momento de rotundidad que, normalmente, necesito para empezar a escribirlas.
Pero, al menos, sé lo que haría si ahora tuviera que empezar cualquiera de
ellas. Sé de qué tratarían, qué tono tendrían y qué juego lingüístico llevaría
a cabo en cada una. Uno de ellos sería un juego basado en el lenguaje de la
mística, que es de enorme eficacia y da muchas posibilidades literarias,
utilizando el humor, utilizando la doble vuelta que tiene todo el lenguaje
místico, incluso su sonoridad.
Sanlúcar de Barrameda, 17 de agosto de 1994
Publicada
en Palimpsesto nº 9 (Carmona, otoño de 1994).