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Francisco José Cruz y Manuel Díaz Martínez en el
Alcázar de la Puerta de Sevilla. Al fondo, la torre de
la iglesia de San Pedro, conocida como La Giraldilla.
Carmona, 1 de abril de 2011. © Rosario Acal
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«Poesía, cosa cordial».
Este aserto de Antonio Machado expresa bien la entrañable relación que se
establece entre la vida y la obra de Manuel Díaz Martínez a través de su
coherencia moral y su humedad afectiva, cualidades irrigadoras tanto de sus
textos como de su trato humano. Pese a nuestros años de amistad, volví a sentir
de manera renovada esta reconfortante impresión cuando, al tiempo que releía
sus libros para esta entrevista, lo llamaba frecuentemente por teléfono,
incitado por el deseo de ahondar o aclarar cuestiones de diversa índole. Nuestras
conversaciones han enriquecido sin duda mis comentarios y mis preguntas,
ayudándome, además, a no sacarlos fuera de contexto. Equidistantes de
vaguedades conceptuales y ramplonerías pseudorrealistas, sus respuestas tienen
la sensatez cultivada de un hombre siempre abierto a las posibilidades imaginativas
de su propia experiencia. Su temprano descubrimiento de la poesía española, el
fecundo influjo de ésta en la suya y su ya larga estancia de exiliado en Cádiz
y en Las Palmas de Gran Canaria hacen de Manuel Díaz Martínez un poeta de ida y
vuelta, como algunas coplas y cantes flamencos, con los que cierta zona de su
escritura comparte similares sesgos de ligereza, gracia y desparpajo. Esta
entrevista supone, pues, un reconocimiento a su magisterio poético y a su
encomiable honradez intelectual, caracterizados en igual medida por el
antidogmatismo y el valor de rectificar a toda costa viejas convicciones.
―En tu libro de recuerdos Sólo un leve
rasguño en la solapa (2002) –escrito al
modo de breves viñetas, salvo algunos textos más extensos– refieres tus primeras
relaciones con escritores de tu generación y el ambiente de aquellos momentos,
pero no te detienes en esos oscuros resortes que impulsaron tu vocación
poética. ¿Cómo fue surgiendo ésta? Háblame de esas circunstancias, quizá
entonces inadvertidas, y que ahora te parecen determinantes para consolidarla.
―Esos
resortes son tan oscuros, que no puedo explicar por qué las Rimas de Bécquer provocaron la apetencia
de escribir poesía en el adolescente que yo era cuando las descubrí, un
muchacho que iba para médico. Y comencé a escribir imitándolas en uno de mis
cuadernos de clases cuando hacía el bachillerato. A partir de entonces, con la
misma alegría con que jugaba al béisbol, me dediqué a devorar libros de versos
en la espléndida biblioteca del instituto donde estudiaba en La Habana. El
descubrimiento de la poesía fue para mí, lo he comprendido muchos años después,
el descubrimiento de un lenguaje que necesitaba para vivir. Lo curioso es que
en mi entorno familiar no tuve nada ni hubo nadie que me despertara esa
necesidad ni me facilitara ese descubrimiento. Quizás, digo yo, heredé genes de
Agustín Acosta, primo hermano de mi abuela paterna, uno de los grandes nombres
de la poesía cubana del siglo XX.
―En este mismo libro
aparecen sólo unos cuantos episodios infantiles, aunque llenos de vida y de una
sensibilidad muy despierta. ¿A qué se debe esta reticencia, comparada con la
profusión de jugosos detalles con que cuentas otros hechos?
―Fui
un niño feliz, y la felicidad, a pesar de que en este mundo que padecemos
debería ser noticia de primera plana, tradicionalmente ha dado menos juego a la
escritura que la tragedia. Siendo, como sin duda eres, un lector sagacísimo,
habrás advertido que las viñetas que dedico a mi infancia recogen anécdotas más
o menos aciagas. Se las ofrezco al lector como un ejercicio de reflexión por lo
que tienen de simbólicas. Las escribí porque manifiestan rasgos que considero
esenciales de mi personalidad.
―Desde niño, padeciste
frecuentes cambios de domicilio por deudas o reveses comerciales de tu padre.
¿Cómo ha podido influir esta temprana inestabilidad en tu carácter y, por consiguiente,
en tu poesía?
―Mi
padre era una persona muy inteligente y noble. Siempre lo vi encarar las
dificultades con aplomo y haciendo uso de un envidiable sentido común y también
de un imbatible sentido del humor. Él decía que los problemas existen para
resolverlos, y los abordaba utilizando en la misma medida el corazón y la
cabeza. Ésta es, básicamente, la enseñanza que le debo. A su muerte, escribí una
elegía en la que canto a esa fabulosa herencia, una herencia que ha influido de
manera determinante en mi conducta ante la realidad y, por extensión, en mi
trato con la poesía.
―De tu poesía completa, Objetos personales
1961-2011, publicada por la Biblioteca
Sibila-Fundación BBVA, excluyes tus dos primeros libros de poemas, Frutos
dispersos (1956) y Soledad y otros
temas (1957). ¿Cuáles fueron las razones
que te llevaron a desestimarlos? ¿Te arrepentiste muy pronto de ellos?
―Es
que son la prehistoria de mi obra. No los incluí en Objetos personales por rigor, no porque reniegue de ellos. Sin esos
primeros pasos, en los que obviamente no alcancé lo que pretendía pero en los
que aprendí algo de lo que hay que aprender para hacer un poema, no estaría en el
punto del camino donde ahora estoy.
―En 1959, aparecieron
dos cuentos tuyos en la legendaria revista Ciclón,
«Insubordinación» y «Un hecho histórico». Más adelante, en 1968, publicaste el
relato de traza fantástica «La cruzada» en una antología de cuentos cubanos. ¿A
qué atribuyes tu esporádica incursión en la narrativa?
―Los
poquísimos cuentos que he escrito los hice atendiendo una sugerencia, una invitación
o un encargo, como quien se somete a una prueba arriesgada. Por ejemplo, los
que aparecieron en el número final de Ciclón
los escribí, en parte, por una sugerencia de mi amigo el poeta Roberto Branly,
y, en parte, porque José Rodríguez Feo, que dirigía la revista con Virgilio
Piñera, me invitó a colaborar con cuentos, pues ya tenía demasiados poemas para
aquel número. «La cruzada» lo hice respondiendo a una petición de mi paisano el
narrador Rogelio Llópiz, autor de una magnífica antología del cuento fantástico
cubano, en la cual lo incluyó. Sólo he escrito un cuento por iniciativa propia:
«Crónica de un cazador». Tengo un problema de timidez con este género literario
porque, aunque es el más homologable con la poesía, en él nunca me he sentido
en terreno propio.
―Vivir es eso (1968) está considerado el primer libro
significativo de tu obra poética. Antes de él, sin embargo, publicaste algunas
plaquettes, en cuyos poemas, según los casos, domina la plasticidad metafórica,
el sondeo existencial de intricadas sensaciones o el buceo onírico. Háblame de
este primer periodo creativo. ¿Qué perdura de él en tu escritura de madurez?
―En
aquella etapa previa a Vivir es eso,
lo que yo escribía estaba aún demasiado cerca de mis modelos, o sea,
excesivamente expuesto a la fascinación que esas referencias ejercían sobre el
principiante que yo era. La experiencia estética que entonces acopié está presente,
digerida, en mi obra de madurez. Sabes, como yo, que los poetas estamos hechos,
entre otras cosas, de poetas y que en esa amalgama de influencias va cuajando y
aflorando, trabajo mediante, nuestra identidad. Por suerte, he bebido con avidez
en múltiples y muy disímiles fuentes, clásicas y modernas, lo cual me ha
salvado de servidumbres onerosas y me ha permitido transitar con suficiente
independencia hacia mí mismo. Para concretar mi respuesta, se me ocurre una
metáfora bonita: entre mi poesía inicial y la posterior veo la misma relación
que hay entre la caña de azúcar y el ron, o entre la uva y el vino.
―Dentro de esta etapa
inicial, publicaste en 1966 La tierra de Saúd, compuesto en 1962 durante tu estancia diplomática en Bulgaria e inspirado
en los cantares de gesta eslavos. Se trata de un poema, dividido en veinte
fragmentos, cuyo irracionalismo borra casi por completo el argumento propio del
género, en aras de la imagen, conservando, eso sí, cierto tono épico. ¿Cómo ves
ahora esta rareza en tu obra y qué te animó a escribirla?
―Es
un poema experimental en el que me propuse referir una historia con el formato
propio de los cantares épicos, pero conjugando el expresionismo con las
libertades del surrealismo y la escritura automática. Lo escribí como homenaje
a esas grandes crónicas medievales en verso, que tanto me gustan. Yo acababa de
leer el Cantar de las huestes de Ígor
y me sentía sumamente motivado. Sin duda, La
tierra de Saúd es un poema excéntrico en el conjunto de mi obra. Por cierto,
mi admirado Luis Alberto de Cuenca me dijo, cuando nos conocimos hace años en
Madrid, que este libro fue leído con
entusiasmo por él y otros poetas españoles amigos suyos, lo cual, además de
sorprenderme, me hinchó de satisfacción, como podrás imaginar.
―En «Rafael Alcides y el
hombre común», recogido en tu libro Oficio de opinar (2008), escribes,
refiriéndote a los miembros de tu generación que «reaccionando contra el barroquismo
nos hicimos coloquialistas para “humanizar el canto”». ¿Qué pesaron más en ti entonces
para este cambio poético, las necesidades morales de la incipiente revolución
cubana o tus nuevas convicciones estéticas? Te pregunto esto a la luz de tu
ensayo sobre el modernismo, en el que, al contrario de las premisas críticas
del realismo social en boga, sostienes que son complementarias las dos
tendencias extremas del movimiento modernista: la evasiva o exótica y la que
cuestiona la realidad americana.
―Entre
1920 y 1940, mucho antes del triunfo de la revolución fidelista, grandes poetas
con preocupaciones sociales, como Agustín Acosta, Regino Pedroso, Rubén
Martínez Villena, José Zacarías Tallet, María Villar Buceta, Manuel Navarro
Luna y Nicolás Guillén, iniciaron una corriente de poesía discursiva, más o
menos conversacional según el autor, afín a la voluntad rupturista y renovadora
del Vanguardismo y, en algunos casos, también del marxismo. Al llegar la
revolución de 1959, esta corriente, que contaba con adeptos entusiastas entre
los poetas más jóvenes, va a renacer con nuevos bríos en el ámbito emocional e
ideológico creado en el país por el nuevo régimen político. Los comprometidos
con la revolución, yo entre ellos, queríamos apoyarla también como creadores
intelectuales. En mi caso, y con esto respondo a tu pregunta, pesaron tanto mis
deseos de contribuir a transformar en realidades las promesas de la revolución
como mis convicciones estéticas, ya por entonces alejadas de barroquismos,
esteticismos y sutilezas líricas. De ahí que yo participara en el rechazo
conceptual de casi toda mi generación al influyente grupo de poetas agrupados
en torno a José Lezama Lima y la revista Orígenes,
una de las más valiosas publicaciones literarias de Cuba, pero pensada para
intelectuales. Me propuse, como decía Milosz, «humanizar el canto», o sea,
hacerlo permeable a las realidades circundantes y lo más accesible que se
pudiera a quienes braceaban cotidianamente en esas realidades, y acogí las
ventajas que en tal sentido me brindaba el coloquialismo o conversacionalismo,
que fue la tendencia reinante en mi generación, la del 50, y la que la ha
etiquetado.
―Considerada tu poesía
en conjunto, creo, modestamente, que Vivir es eso,
pese a contribuir a un nuevo rumbo de la poesía cubana, no contiene del todo
tus temas más propios ni tus formas de expresarlos, excepto aislados poemas que
los anticipan, como «La guerra», «Fábula del tiempo», «Este hombre que es mi
padre» o los sonetos a tus abuelos. En general, siento el libro impregnado del
típico prosaísmo conversacional, algo discursivo de la época. Aún no se
encuentran en primer plano ni la precisión ni la sobriedad –dos cualidades que
destacas en Gustavo Adolfo Bécquer, uno de tus poetas predilectos– y que, a mi
juicio, definen también lo mejor de tu obra. ¿Hasta qué punto compartes mis
apreciaciones?
―Los
autores suelen ser los peores analistas de su propia poesía, y no soy una
excepción de la regla, sino más bien un paradigma de ella. Pero me atrevería a
decir que esa lectura que haces de Vivir
es eso obedece a que se trata de un libro de transición, al menos así lo he
visto. Es un puente donde transito, desde mi etapa más intimista y apegada a la
belleza de las palabras, hacia la que posiblemente sea mi etapa definitiva, en
la cual persigo la sobriedad y la precisión al servicio de una reflexión realista.
Y como libro de transición, en él conviven restos de la primera etapa con lo
que va apareciendo de la nueva.
―Después de dieciséis
años sin poder publicar nada –ni siquiera traducciones con tu propio nombre–,
debido al férreo veto a que te sometieron las autoridades castristas por tu
entereza en el caso Padilla, apareció en 1984 Mientras traza su curva
el pez de fuego, donde sí despliegas tu
definitiva variedad de formas y registros expresivos. ¿Cómo incidió tan largo y
obligado silencio en la creación de tu estilo más personal?
―En
ese túnel de silencio en que me metieron a la fuerza tuve tiempo para meditar
en cosas fundamentales relacionadas con mi pésimo presente y mi nebuloso
futuro, a pesar de lo embrutecedora que resultaba la insoslayable tarea de
sobrevivir con mujer, dos hijas pequeñas y un sueldo insuficiente en un país
caótico donde hasta lo más elemental del día a día era una pesadilla. Siempre
he sido muy permeable a mi entorno, y creo que lo único bueno que me reportó
aquella situación, que me condujo a las puertas de un sanatorio psiquiátrico,
se produjo en el plano intelectual, tanto en mis ideas políticas como en mi
concepción de la poesía. En ésta, que es lo que ahora nos interesa, perdí
definitivamente mi predisposición a transformar el mundo en poesía, y me
propuse acercar la poesía al mundo.
―También tu poesía, como
observas en la de Bécquer, crea formas nuevas de las ya creadas. En tu caso,
sin ir más lejos, a modo de ejemplo, haces sonetos sin rima, con rima asonante,
conviertes los cuartetos o los tercetos en pareados o le das a esta composición
cerrada un ritmo polimétrico. Tu obra es una prueba inequívoca de que
modificando sutilmente unas cuantas estrofas clásicas, se amplía enormemente el
espectro expresivo. Se diría que cada poema, al singularizar su forma, consigue
una nueva perspectiva sobre el asunto que trata. ¿Qué intención última te anima
a estas transformaciones y qué te hace elegir una estructura determinada?
―Mis
manipulaciones métricas y estróficas están en función del tema y obedecen a una
intención expresiva concreta. Lo que busco, lo que me interesa es que los
elementos formales del poema, desde la palabra y el ritmo hasta la rima y la
estructura del verso y la estrofa, no sean meros elementos ancilares, perchas
donde colgar las ideas, sino que tengan un papel protagónico en el poema y
respondan orgánicamente a lo que quiero comunicar. Te confieso que estos
experimentos me divierten: son parte del juego que interviene en toda creación
artística.
―Esta diversidad de
formas y de tonos, sin dejar de ser fiel a tus íntimas obsesiones, parece
negarse a dar una visión demasiado homogénea o preconcebida de las cosas, como
si cada motivo de escritura fuera único y el poeta sólo estuviera al servicio
de plasmarlo emocionalmente. ¿Se podría decir que renuncias, en cierta medida
de manera deliberada, a una reconocible marca de fábrica en beneficio de la
honestidad y la eficacia?
―Sin
duda. Has dicho muy bien: para mí es «como si cada motivo de escritura fuera único».
Me enfrento a la realización de cada poema como si ejecutara una pieza sin antecedente
e irrepetible. Y me parece que así debe acometerse la creación de las obras de
arte. Sin embargo, los rasgos temperamentales e intelectuales que nos
singularizan inexorablemente extienden un aire de familia, más o menos visible,
sobre todo lo que escribimos y decimos.
―Has meditado, a lo
largo de tu vida, sobre la dimensión artesanal de la poesía, desinteresándote,
en cambio, de la recurrente preocupación moderna por su función social o su
destino. Tu poema «El imaginero de Cádiz», perteneciente a Memoria para el invierno
(1995), describe a un viejecito en su
sombrío taller, atareado en restaurar tallas deterioradas para devolverles la
vida. Unos versos de «Palabrología» dicen: «Los clásicos me enseñaron a no
temer a las palabras / […] Lo importante, sobre todo, es aprender a usarlas».
Tu prioritaria atención al lenguaje como medio o herramienta de expresión,
¿conlleva una crítica implícita a ciertas corrientes contemporáneas, que
sacralizan la palabra o se limitan a pobres variantes del verso libre? Háblame
de cuanto te comento.
―El
lenguaje es la materia de que disponemos los poetas para hacer nuestro trabajo,
como el mármol y otras son las del escultor, y flaco favor nos hacemos si no la
cuidamos, si no la dominamos. No hablo de purismo académico, que poco o nada
tiene que ver con la poesía, sino de no perder de vista, por ejemplo, que en la
creación poética no existen sinónimos, que cada palabra, además de su significado,
es lo que en la pintura sería un matiz cromático, o en la música una nota
insustituible, y que hasta la métrica y la disposición tipográfica del texto
deben obedecer a una necesidad de comunicación. Mallarmé sabía mucho de esto, y
Apollinaire con sus caligramas
evidenció cuánto lo desvelaba la correspondencia entre forma y contenido. En la
poesía, el lenguaje y las formas no son un mero depósito: o son dispositivos en
función de las ideas, las emociones y los sentimientos, o un obstáculo.
―En tu libro de
recuerdos confiesas que, al principio, pensabas que la poesía estaba en las
cosas y el poeta las descubre. Luego, apartándote de esta idea romántica, que
la poesía se encuentra en el poeta y las cosas se la revelan. En esta línea
persevera tu poema «Mínimo discurso sobre el poeta, la palabra y la poesía»,
uno de los textos más lúcidos y abarcadores que he leído al respecto, cuando
proclama que «la Poesía no mana del jardín sino del jardinero» o,
contradiciendo a tu maestro Bécquer, «podrá no haber poetas, / en cuyo caso tampoco
habrá poesía». ¿Cómo y cuándo te sucedió este cambio de concepción creadora?
―Hace
mucho tiempo que comprendí que la poesía, y el arte en general, es
inteligencia, cultura, ambición y labor, o sea, un asunto estrictamente humano,
como la ingeniería de caminos o la gastronomía. Si no existiera el hombre que
la ve, la toca, la huele y la piensa, la rosa no sería ni una emoción ni un
símbolo. Incluso, carecería de nombre. Y el dios que supuestamente la creó no
constituiría un misterio: sencillamente no habría nadie para dudar de su
existencia o temerle. En una de sus conferencias sobre la poesía, Jorge Luis
Borges recordó que el obispo Berkeley decía que el sabor de la manzana no está
en ella ni tampoco en la boca de quien la come, sino en la conjunción del
paladar y la fruta. En ese poema mío al que aludes figuran estos dos versos:
«…el vano prodigio que sería el Universo / si no contase con la angustia del
hombre que lo mira».
―Uno de tus temas
recurrentes es el tópico literario del alter ego, planteado desde situaciones y
enfoques distintos en poemas como «Visitas», «Mi discreto cadáver» o «Si yo
fuera yo». Este último comienza: «Si yo fuera yo / no escribiría poemas». ¿Qué
predisposición adopta ante la composición de un poema ese que no eres tú cuando
lo escribes?
―Esos
poemas míos son el producto de soliloquios nada narcisistas, sino angustiosos.
Uno de los temas primordiales para mí es el de la identidad. Lo he abordado en
algunos poemas imaginándome en la piel de otro, como si me enfrentase a un
espejo y me viera con un rostro desconocido que tuviera que asumir. Yo converso
mucho conmigo, y en estas catarsis sin testigos, en las que me interrogo y
respondo sin ambages las preguntas que me hago, no he conseguido otra cosa que
sentirme disuelto en el magma de sinsentidos que, según mi perplejidad, es la
vida. Decía uno de mis maestros, Antonio Machado, que quien habla solo espera a
hablar a Dios un día. Desgraciadamente, no espero tanto.
―Abundando en el juego
de las dualidades, cierras tu libro Memorias para el invierno (1995) con dos sonetos a la Condesita de Jaruco. El primero de los
cuales está firmado por Severo Sarduy. ¿Cómo surgió esta idea? Al final de Objetos
personales insertas una serie titulada Poemas
al alimón (1997), que escribiste junto a
Leopoldo María Panero, cuando tú ya vivías en Las Palmas de Gran Canaria. En
ellos oigo sobre todo la voz agónica, irreverente del poeta español. ¿En qué
consistió tu participación y qué te indujo a incluir este cadáver exquisito en tu Poesía completa?
―Severo
y yo nos conocimos en Cuba cuando comenzábamos a escribir y, hasta su muerte,
mantuvimos un vínculo más que amistoso, fraternal. Me hacía gracia que me
tratara como a un hermano mayor. El día de mi cumpleaños solía hacerme un
presente, y cuando cumplí los cincuenta y uno me mandó a La Habana, desde
París, una estilográfica y el soneto «A la casa de los Condes de Jaruco»,
dedicado a mí, que luego incluyó en su último libro, aparecido poco antes de su
muerte. Para responderle, escribí el soneto «Escena de la condesita de Jaruco»
y se lo dediqué. Incluí ambos sonetos, con un texto explicativo, a título de
homenaje a nuestra amistad, en mi poemario Memorias
para el invierno. En cuanto a los poemas escritos al alimón con Panero, lo
primero que hay que decir es que también fueron propiciados por la amistad.
Leopoldo vino a vivir a Las Palmas de Gran Canaria y aquí nos conocimos. Un
domingo por la mañana, sentados a una mesa en la terraza de un hotel, frente a
la playa de Las Canteras, me invitó a que hiciéramos un cadáver exquisito, y el producto de aquella ocurrencia son esos
poemas a que te refieres. Nos divertimos muchísimo en el juego de la
improvisación. Yo me quedé con los manuscritos, y al leerlos tranquilamente en
mi casa me pareció una experiencia rescatable que dos poetas tan distintos
hubieran logrado una alquimia capaz de generar textos llenos de tan
provocativas sorpresas. Creo que estás en lo cierto cuando «oyes» que la voz
predominante es la de Panero. Es que intenté, como se dice, seguirle la rima.
―En el ámbito de las
visiones ilógicas, de índole muy distinta a La tierra de Saúd, has escrito inquietantes poemas de corte onírico como «La cena», «Los
cuervos» o «La academia de los oscuros», cuya precisa significación se me
escapa. ¿Son meros símbolos pesadillescos o responden a experiencias concretas?
Háblame de esta zona de tu poesía.
―Responden
a experiencias concretas, lo cual no impide que sean pesadillescos, sino todo
lo contrario. No hay pesadillas peores que aquéllas con que nos aflige la
realidad. El origen de «La cena» está descrito detalladamente en mi libro de
recuerdos Sólo un leve rasguño en la
solapa. En los tres poemas que citas doy carácter alegórico, con tintes expresionistas,
a experiencias que me marcaron. Podría definir estos poemas, y otros semejantes
que hay en mi obra, como «mis caprichos goyescos». Mi propensión a la ironía,
el sarcasmo y el humor me induce a escribir estos poemas, que paradójicamente
suelen partir de vivencias dramáticas.
―En tus memorias, hay un
texto titulado «Sobre la poesía» donde, entre otras cosas, dices que esperas de
ella ver algo de la extraña realidad. En este afán sitúo yo, por ejemplo, tu
poema «Poética», cuya estructura repetitiva, con su peculiar disposición de
rima, refleja esta aspiración tuya a no quedarte en la superficie de lo
inmediato. ¿Qué has visto de la extraña realidad que sin los versos no hubieras
descubierto? ¿O este tipo de búsqueda acaba siempre en algún espejismo?
―Sería
un acto gratuito recurrir a la poesía sin la intención de escarbar, revelar,
iluminar, comprender, y de poner las cosas en el sitio que creemos que deben
ocupar. Lo primero que la poesía me ha ayudado a conocer es que lo mejor del
conglomerado de virtudes y defectos que llamamos condición humana no se aviene
con el espantoso mundo que hemos construido, y que los «espejismos» a que suele
conducirnos la poesía están básicamente hechos de los deseos, las ilusiones y
las rebeldías que nos permiten sobrevivir.
―Se alude, con
frecuencia, al cariz nostálgico de tu poesía, pero no todos tus poemas miran
hacia atrás, al tiempo que ya pasó. «Venecia», por ejemplo, mediante el
reiterado empleo de la onomatopeya, está hecho para captar el instante que
llega y se va en un solo golpe de agua, así como «Oscuramente yacen» contrasta
los restos de insectos chamuscados sobre la mesa con los insectos que, en ese
mismo instante, pululan en torno a una lámpara. ¿En qué medida la poesía ha
modificado tu percepción del tiempo?
―El
tiempo es uno de los temas recurrentes en mi poesía, y en ella lo he enlazado
con la muerte y el olvido. El tiempo es lo que demoran las cosas en
desaparecer. Y el olvido es la muerte del tiempo.
―Has escrito pocos
poemas de amor, casi todos concentrados en breves y luminosas colecciones de
tus comienzos: El
amor como ella (1961) y El país de
Ofelia (1965), en los cuales la vivencia
serena del júbilo amoroso está imbuida de transparentes sensaciones no anecdóticas,
que culminan en las analogías con los elementos de la naturaleza en El país
de Ofelia. Ellos transmiten una confianza
sentimental muy reconfortante, al punto de que en «Historia muy vieja» –uno de
tus poemas más hondos para mí–, tu relación amorosa prolonga la que ya
sostuvieron amantes remotos, en la cual ya estaba también la tuya de manera
latente. Es como si sólo el amor derrotara al tiempo. ¿Por qué has escrito a
partir de entonces tan pocos poemas amorosos? ¿Qué significó para ti Ofelia, tu
mujer?
―Ofelia
Gronlier Lamar no ha sido la única mujer en mi vida, pero sí la más importante.
Era la madre de mis hijas. Estuvimos casados durante treinta y cinco años y su
muerte nos separó en el exilio en 1995. La musa de El amor como ella es Josefina Ruiz Yarini, una bella compatriota
mía con la que coincidí casualmente en Praga en 1960, cuando yo estudiaba en
París. Después, en La Habana, reapareció Ofelia, a quien yo había conocido
antes de ir a estudiar a Europa. Era la secretaria de José Lezama Lima en el
Museo de Bellas Artes y él me la presentó. Recuerdo que, cuando comencé a salir
con ella, una mañana en la cafetería del hotel Habana Libre se nos acercó
Guillermo Cabrera Infante y le dijo: «Señorita, tenga cuidado con el poeta, que
primero le hace la corte y después le hace un poema». Y no dejé que Guillermo
quedara mal, aunque se quedó corto: cuando me casé con ella escribí El país de Ofelia. A este libro
pertenece ese poema que tanto valoras, en el que el amor, como la eternidad, no
cesa de recomenzar.
―Tu poesía irradia una
ternura y un afecto infrecuentes hoy. ¿A qué crees que se debe el prejuicio de
tantos poetas contemporáneos a expresar sus sentimientos? ¿Se trata sólo de una
ya vieja reacción antirromántica o de una carencia emotiva de nuestra época,
que iría más allá del fenómeno artístico?
―La
intensidad de la presencia de los sentimientos y las emociones en un poema,
como en cualquier manifestación artística, depende básicamente de si al creador
le interesa el arte como fin en sí mismo o si le interesa como trasmisión de
experiencias. En el primer caso, el culto a las formas es hegemónico, y en el
segundo se impone el factor humano con su carga vivencial. Ambas tendencias han
coexistido siempre, aunque hay épocas en que una de ellas ha predominado
ostensiblemente. Tengo la impresión de que en el momento actual coexisten sin
gran desbalance.
―En tu trayectoria
poética asoma la ironía casi siempre aliada a la bondad o al humor amable,
hasta que en
Paso a nivel (2005), libro de tono más
desencantado y desnudo, cobra mayor presencia y evidente cariz amargo. Háblame
del recurso de la ironía en tu obra.
―Reconozco
que soy irónico, pero habitualmente mi ironía es de bajo voltaje y va asociada
con el humor. La ironía me sirve para sortear la acrimonia y el dramatismo. Es
cierto que en Paso a nivel, colección
de poemas escritos en el exilio bajo el lema «¡Basta de comedias en mi alma!»,
que es un verso de Pessoa, me sale amarga. Y es natural que así sea porque ése
es el libro de alguien que ya ha vivido mucho, o sea, que ha acumulado muchas
decepciones.
―«Sermón», «Que canten
este salmo», «Teo-agonía» o «Ex corde» son poemas en que, dentro de este sesgo
irónico, se dirigen a Dios o aluden a él indirectamente, según los casos. ¿La
divinidad es para ti una figura retórica más, como tantas otras de la mitología
pagana, para expresar el desamparo humano o posees inquietudes religiosas?
―No
soy creyente, y lo lamento. Me encantaría tener el refugio de la fe, pero el
Señor me lo ha negado.
―Has vivido gravísimas
vicisitudes personales por culpa del régimen castrista. Los conflictos de
peores consecuencias para ti y tu familia fueron el famoso caso Padilla –por el
que te apartaron de la dirección de la Gaceta de Cuba, defenestrándote al marginal empleo de hacer programas musicales en Radio
Enciclopedia– y tu firma en la llamada Carta de los Diez, documento que, junto a otros intelectuales, reclamaba reformas
democráticas para tu país. ¿Por qué, salvo excepciones, y de manera indirecta
como en tu tardío poema «Discurso del títere», tus problemas y pensamientos políticos
no afloran en tu poesía, caracterizada por no engañarse y no darle la espalda a
la vida?
―Contrariamente
a tu apreciación, mis inquietudes políticas aparecen, con mayor o menor
relieve, en cada uno de mis poemarios, en unos con más frecuencia que en otros.
En lo que respecta a mis conflictos con la dictadura castrista, en un principio
los abordé de manera explícita porque, lejos de provocarme el poema, me
obligaron a la confrontación más prosaica. Pero si como periodista los enfrenté
de inmediato, cosa que hice en infinidad de artículos y entrevistas que di a la
prensa, como poeta tuve que esperar a que el tiempo me ayudara a «digerirlos»
para poder llevarlos al verso. En mi libro Memorias
para el invierno, gran parte del cual escribí recién llegado a Canarias,
hay, además del que citas, dos poemas vinculados también a mis problemas con el
castrismo: «Ese raro ruidito» y «Primer testamento».
―Al hilo de lo anterior,
en Sólo
un rasguño en la solapa, reconoces que
puede hacerse una gran poesía social, como la de Miguel Hernández. ¿Qué hay que
tener en cuenta para abordar con fortuna estética la llamada poesía
comprometida?
―En
primer lugar hay que tener en cuenta que un poema no es un panfleto. Son géneros
diferentes: el panfleto se escribe desde fuera, y el poema se escribe desde
dentro. En efecto, en mi libro de recuerdos cito a Miguel Hernández, y lo hago
porque él es uno de los poetas que me enseñaron que la política puede generar
gran poesía, pero a condición de que el poeta «logre vibrar con los dramas de
la calle como con los de su propia intimidad».
―A petición del poeta
gaditano Jesús Fernández Palacios, Ofelia Gronlier, tu mujer, escribió un
detallado texto sobre su relación personal con Lezama Lima durante el tiempo en
que trabajó con él. En sus páginas hace un vivo y muy revelador cuadro del
ambiente entusiasta, eufórico e incluso de gran credulidad que se suscitó en
los primeros momentos de la Revolución. En tu artículo «Testigo de una
decepción», integrado en Oficio de opinar,
expresas tu total desengaño con dicho proceso político y concluyes que, en
realidad, nunca cambiaron tus convicciones ideológicas, sino el inicial
programa de Fidel Castro por sus sistemáticos incumplimientos democráticos y
falta de respeto al individuo. ¿Por qué te costó tanto tiempo romper
definitivamente con el régimen cubano, pese a sus tempranos y reiterados
indicios totalitarios de los que fuiste víctima?
―Por
lo mismo que la revolución había despertado en mí grandes ilusiones, me resultaba
harto difícil aceptar su fracaso. Durante demasiado tiempo quise creer que sus
errores y horrores eran inevitables por el tamaño de la empresa en que nos
habíamos embarcado, los desmesurados obstáculos que teníamos delante y el
idealismo quijotesco del líder, y que todo era susceptible de enmienda, hasta
que me rendí a la evidencia de que Fidel Castro, siguiendo al pie de la letra
un guión estalinista, nos había vendido, como «dictadura del proletariado», su
ruinoso despotismo personal. Si el general Machado, un sátrapa que martirizó a
los cubanos hace ochenta años, quiso ser el Mussolini tropical y no pudo,
Castro, con más suerte y astucia, ha logrado ser el Stalin caribeño, o sea, cambiando
la pipa por el puro.
―También luchaste en tu
juventud contra la dictadura de Fulgencio Batista. ¿Qué diferencias esenciales,
no de discursos cara a la galería, que afecten a la vida diaria, encuentras entre
ésta y la de Castro? Me viene el recuerdo de tu poema «Este hombre que es mi
padre», incluido en Vivir
es eso donde haces un entrañable y vivo
retrato de tu padre dentro de ambas épocas.
―Batista
era un espadón tradicional latinoamericano. En su segundo mandato, nacido del
golpe de Estado que en 1952 derribó al presidente Carlos Prío Socarrás, gobernó
manu militari, pero sin más pretensiones
que mantenerse en el poder, mimar la casta castrense que lo sostenía y
enriquecerse. Logró, con el favor de las circunstancias, que Cuba fuera la
tercera o cuarta economía de América Latina, y, a lo largo de su trayectoria
política, iniciada en los años 30, practicó con largueza el crimen de Estado.
Curiosamente, y para su desgracia, con Fidel Castro fue benigno: después de que
éste asaltara el cuartel Moncada y en Santiago de Cuba y Bayamo le matara
decenas de soldados, lo mantuvo en la cárcel unos meses como en un hotel y
finalmente le permitió salir de la isla. Las ambiciones de Fidel Castro eran
infinitamente mayores que las del adocenado general. A Castro no le interesaba
engordar una cuenta bancaria, sino ser el dueño de Cuba, y lo consiguió
matando, antes y después del triunfo de su revolución, más cubanos que Batista.
Castro quería mucho más que gobernar una isla: quería entrar en la historia
como el Simón Bolívar del siglo XX en todo el Tercer Mundo. La ruina de Cuba da
fe de tanto delirio.
―Tu artículo «Ojo,
Pinter» discrepa del hipócrita comportamiento moral de la academia sueca por
conceder el Premio Nobel a escritores que apoyan algunas dictaduras de
izquierda, como Harold Pinter, y negárselo a otros, como a Borges, porque en un
momento dado elogió a Augusto Pinochet, aunque se retractara más tarde. ¿Cómo
te explicas que a estas alturas de la historia reciente haya todavía
intelectuales que no usen la misma vara de medir crítica ante cualquier régimen
totalitario?
―Cuando
el tieso sectarismo y el gelatinoso relativismo se mezclan, aleación practicada
con alegría en nuestros tiempos, aparecen varas de medir para todos los gustos
pero destinadas a lo mismo: sustituir los principios por los fines. Creo que
esto explica las grotescas contradicciones que nos alucinan. Son demasiados los
intelectuales adictos a ese maquiavélico mejunje, y entre ellos los hay de
primera magnitud, como Pinter, o como Saramago, o como García Márquez, los tres
coronados por la Academia Sueca, los tres enemigos de dictadores malos y amigos
de dictadores buenos. Lo que no sé es si se pierde el sentido común y la
decencia antes o después de adquirir la adicción.
―Has escrito poemas
centrados en algún aspecto personal, no literario, de algunos escritores, como los
titulados «¿Qué fue de Luis?» sobre la elegancia en el vestir y otros refinados
hábitos de Cernuda, «Miss Emily» donde vemos a Dickinson elaborando sus
pasteles con el mismo mimo con que hace sus versos o «El testamento de Luis de
Góngora» en el que reproduce el texto completo de su última voluntad,
intercalándolo, a modo de collage, entre tus propios líneas, para que veamos,
sin mediaciones, el lado más humano del poeta cordobés. Al margen de la lógica
curiosidad que podamos tener todos por las intimidades de nuestros queridos
poetas, ¿hay alguna razón especial que explique tu interés por sus maneras de
vivir y de ser?
―Aparte
de homenajear a esos maestros, subrayar que es imposible entender la poesía y
su razón de ser si se olvida que para hacer un poema hay dos requisitos
insoslayables: ser humano y estar vivo.
―Siempre mantuviste un
trato muy cordial con José Lezama Lima, al punto de escribir un ensayo y varios
poemas sobre él, pese a ser vuestros derroteros poéticos tan opuestos. Dime en
qué se funda tu interés por el poeta de Orígenes y
qué tipo de magisterio ejerció en tu generación –«generación arrasada», como la
denominó Armando Álvarez Bravo–, tan alejada de su estética.
―Aunque,
como dices, nuestros derroteros poéticos son opuestos, siempre he reconocido y
respetado la independencia, la sinceridad y el poderío intelectual de Lezama. Poniéndome
levemente griego, pienso que no hay que compartir su poiesis para valorar su ethos,
y soy de los que sitúan la honestidad en la cabecera de las virtudes que deben
presidir la labor intelectual. Escribir con miedos es traicionarse, y cuando
uno lee a Lezama, le guste o no lo que lee, tiene la impresión de que este
hombre jamás se asomó con temblores o melindres a la cuartilla en blanco. Sea
como sea, Paradiso es una joya
imprevista, algunos de sus ensayos son fascinantes y no pocos de sus poemas
figuran entre los que envidio.
―Has trabajado en Noticias de hoy y La Gaceta de Cuba. Además, desde hace algunos años tienes un blog misceláneo donde
alternas comentarios políticos y artísticos. Háblame de tu experiencia
periodística y, sobre todo, en qué aspecto ha podido influir ésta en la poética
y viceversa.
―El
periodismo ha sido y sigue siendo para mí un medio y un modo de vida, y a él, sobre
todo como articulista, he dedicado la mayor parte de mi actividad intelectual.
Publiqué mi primer texto de opinión en un periódico cuando estudiaba el
bachillerato, con veinte y tres años comencé a trabajar de reportero y redactor
cultural en un diario habanero de gran tirada y desde entonces he ocupado
cargos directivos en varias publicaciones cubanas y he colaborado en numerosos
periódicos y revistas de América y Europa. Mis artículos y crónicas son parte
inseparable de mi obra literaria. Le debo al periodismo la buena costumbre de
no derrochar palabras y otras virtudes del oficio de escribir, pero sobre todo
le debo haber mantenido despierta mi curiosidad ante el mundo que me tocó en
suerte, algo que ha repercutido en mi poesía vitalizándola. He escrito poemas
motivado por gacetillas y noticias leídas en la prensa. Por ejemplo, un día,
mientras trabajaba en la redacción del periódico Hoy, en La Habana, llegó a mi escritorio un teletipo en el cual se
informaba de que en Rusia se había hallado, en unas excavaciones arqueológicas,
una corteza de abedul donde se leía una declaración de amor que un tal Nikita
había hecho a una tal Uliana hacía cientos de años. Conmovido, acto seguido
escribí «Historia muy vieja», ese poema que tanto te gusta y que es uno de los
míos que más quiero.
―Como demuestra tus
penetrantes ensayos sobre Bécquer, Antonio Machado, Miguel Hernández o la
Generación del 27, posees un íntimo conocimiento de la poesía española y eres,
además, por tu estilo poético, uno de los poetas cubanos más cercano a su
tradición. ¿Cómo y cuándo te identificaste con España? ¿Qué descubriste en su
legado poético que no encontraras en el cubano?
―En
todos los tiempos, en Cuba se ha conocido más la literatura española que en España
la cubana. Por ejemplo, cuando mi generación tenía como autores de lectura
obligada a Bécquer, Pérez Galdós, Valle-Inclán, Juan Ramón Jiménez, Antonio
Machado, Unamuno, Ortega, Azorín, Gómez de la Serna, Lorca y Miguel Hernández,
por citar sólo unos cuantos de los modernos más notables, y no digamos
Cervantes, Quevedo, Góngora y Lope de Vega, en España apenas se conocía a
Martí, y casi exclusivamente por su papel en la independencia de Cuba, y los
autores cubanos restantes, salvo la Avellaneda y un poco Dulce María Loynaz,
eran ilustres desconocidos. Si a esto añadimos que Cuba fue España de 1492 a
1898, no resulta nada raro que un escritor cubano identificase la literatura
española como parte de su propia cultura.
―Desde 1992 vives
exiliado en España, primero en Cádiz y, luego, en Las Palmas de Gran Canaria,
lugar donde resides. ¿De qué modos ha repercutido la experiencia del exilio en
tu persona y en tu condición de poeta?
―Un
exilio tan prolongado como el mío deviene necesariamente en cambio de vida, lo
que implica la incorporación de nuevas experiencias vitales y culturales, y
esto no podía dejar de repercutir en mi cosmovisión y, por añadidura, en mi
poesía. El exilio suele ser una aventura traumática, sobre todo si es forzado,
como el mío, pero asimismo suele ser, si hay suerte, intelectualmente
enriquecedor, y en este sentido he sido muy afortunado. Creo que la distancia
que me separa de mi país natal me ayudó a ganar perspectiva sobre mi vida en
él, y ello me facilitó el trabajo de escribir mi libro autobiográfico Sólo un leve rasguño en la solapa. En el
exilio he escrito, además, mis dos últimos poemarios: Memorias para el invierno y Paso
a nivel. En éstos ya acojo vivencias de mi destierro. Otra zona de mi
trabajo intelectual en la que han quedado reflejadas mis experiencias españolas
es la que ocupan mis incontables artículos periodísticos publicados,
mayoritariamente, en diarios nacionales como ABC y El País, o locales
como Diario de Cádiz y el grancanario
La Provincia
Sanlúcar de Barrameda-Las
Palmas de Gran Canaria, agosto-diciembre de 2012
Publicada en Palimpsesto 28 (Carmona, 2013)