Una de las tantas satisfacciones que me depararon mis dos visitas a
Bogotá junto a Chari, mi mujer, por diversos motivos literarios, en 2003 y
2006, fue conocer y tratar personalmente a Gustavo Adolfo Garcés, de quien
había leído tiempo atrás algunos poemas sueltos que ya entonces no me pasaron
inadvertidos. Así pues, como me ha ocurrido con frecuencia en mi vida de
lector, mi admiración por su poesía es más vieja incluso que nuestra amistad.
Una palabra cada día mantiene en todo los aspectos creativos la
despejada y sutil atmósfera de sus libros anteriores, acordes con las
fijaciones sensibles y emotivas de un poeta auténtico que sabe que las
experiencias diarias, por mucho que se repitan –o precisamente por ello– nunca
se agotan. En este sentido, la división en dos partes del volumen no sugiere,
al menos a simple vista, cambio sustancial alguno, salvo, tal vez, un mayor
matiz de ambigüedad o de abstracción introspectiva en la segunda, afín, hasta
cierto punto, al complejo y escurridizo espíritu de Emily Dickinson, a quién
Garcés rinde un discreto tributo al encabezar los poemas de esta parte, a
diferencia de los de la primera, con un número aleatorio.
Las fuentes rastreables de
una obra, sin las cuales no existiría, nunca la explican del todo, pero sí nos
ayudan a situarla, a ampliar su horizonte y, por ende, a sentir cabalmente, en
diálogo con otras de aquí y de allá, de ayer y de hoy, su singularidad y
belleza. Las de Garcés nutren una riquísima corriente de ascetismo expresivo y
espiritual que, sin salirnos de Colombia, irriga la escritura de José Manuel
Arango, en donde calladas aguas de Occidente y Oriente confluyen. De este
venero recoge Garcés la actitud contemplativa, la contención verbal y el hecho
de que todos los elementos del poema, por insignificante que resulten, cumplan
una función necesaria en su organigrama, incluidos los significativos espacios
en blanco. Sin embargo, en la poesía de Garcés no hay esa tensión dialéctica ni
la flexibilidad métrica de Arango, cuyos versos, sin descartar a veces la
prosa, se alargan o se acortan para adaptarse lo más posible al contenido y
tono de cada poema. En la poesía de Garcés, al contrario que en la del maestro,
los temas se decantan siempre en una misma solución formal, subrayando así su
carácter unitario. Los poemas se apoyan en versos encabalgados de arte menor,
de medida fluctuante y se distribuyen en secuencias frecuentemente regulares. Estos
recursos, al complementarse, favorecen la concentración estática de una idea,
una sensación o una imagen para dejarla en primer plano en detrimento de
cualquier desarrollo anecdótico. Si el encabalgamiento rebaja la contundencia
expresiva hasta lo inaudible, la división estrófica marca el verdadero ritmo
interno de los textos. En ellos, cada estrofa delimita un mínimo bloque de sentido.
De ahí que, sin necesidad de puntuación, nos dejemos llevar «de uno a otro
silencio», atendiendo a la música del significado de que hablaba Roberto Juarroz.
En este orden de cosas, es recurrente, pues, encontrar versos aislados entre espacios
en blanco, no tanto para destacarlos en la página como para poner la pausa
requerida en cada momento.
Este estricto esquema,
basado en escuetas yuxtaposiciones, ya nos avisa de que la poesía de Garcés,
sin ser obvia, no da rodeos: su precisión está en su parquedad. Lejos de
cualquier idea preconcebida, se diría que, en vez de buscar una concepción del
mundo, plantea una lúcida y condescendiente predisposición para aceptar el
misterio de la existencia, no exenta, sin embargo, de ramalazos de abierta
inconformidad o disgusto. Por esto, como proclama su poema «Poética», «los
versos / […] son todo curiosidad / y expectativa». Poesía que encuentra su fértil
terreno entre «lo que no se sabe / y lo que no se dice», entre el asombro y la
pregunta, donde está «todo / consagrado / tal vez / a ocasionarnos / pequeños /
estremecimientos», mediante breves estampas humanas, impresiones anímicas o
esenciales imágenes de la naturaleza. La manera de acercarse a estas últimas y
dejarlas en el poema, sin más aditamento que su sola presencia, es hermana de
la de Nuevas canciones de Antonio
Machado. Una de ellas, escrita en Baeza y tocada de nostalgia por Soria, reza
así: «Y habrá cigüeñas al sol, / mirando la tarde roja, / entre Moncayo y
Urbión». ¿No nos transmite esta coplilla la misma imantación contemplativa que
el poema «Águila» de Garcés: «Entre la luz roja / del atardecer // anda y
desanda / el cielo»? Quizá la diferencia entre ambos poemas, amén de la rima y
el metro, estribe en un mayor grado de entrañable cordialidad del primero,
dadas las cautelosas prevenciones del poeta colombiano con el lenguaje, que no
en vano es recurrente asunto de sus poemas. Esta suerte de desconfianza
expresiva o extrema exigencia me trae a la memoria esta voz del argentino
Antonio Porchia: «Cuando digo lo que digo es porque me ha vencido lo que digo».
Una
palabra cada día o, lo que es casi lo mismo en este indeleble mundo
poético, un poema cada día para rumiarlo con la demorada atención que merece.
Francisco José Cruz
Carmona, septiembre de 2014
Prólogo a Una palabra cada día de Gustavo Adolfo Garcés (Letra a letra, Bogotá, 2015)