En mi ya dilatada entrega a los menesteres
poéticos, como sucede en cualquier orden de la vida, hay personas que, en
distintos momentos y situaciones, han contribuido decisivamente al cabal
desarrollo de mi vocación. Una de ellas, sin género de dudas, es José Iniesta, a
quien conocí a mediados de la década de los ochenta del siglo pasado en los
encuentros que el Áula de Poesía y Pensamiento María Zambrano de la Universidad
hispalense organizó en los aledaños del monasterio de La Rábida. En este
idílico paraje, de inevitables resonancias colombinas, jóvenes aspirantes a
poetas o a narradores convivimos durante una semana con autores ya maduros de
las dos orillas del Atlántico. Aquellos días, tan propicios al fogoso intercambio
de ideas, lecturas, opiniones e, incluso, escarceos eróticos, me regalaron
experiencias muy reconfortantes. Pero el hecho que los hace únicos fue el
nacimiento de nuestra amistad. Amén de la inmediata empatía que surgió entre
ambos, nos unió más, si cabe, la mutua admiración por nuestros versos. Los dos,
entonces, habíamos publicado un librito, aunque yo, al menos, estaba ya arrepentido
del mío, con cuyo trasnochado surrealismo, de estirpe aleixandrina, no me
identificaba en absoluto. Su generosa aprobación de mis nuevos poemas ―ahora en
la órbita de Rilke y Leopardi, fervores que compartíamos― reforzó mi autoestima
y, gracias a su empeño, logró que se editaran en la colección Ardeas de
Sagunto, con el título de Bajo el velar
del tiempo, en 1987. A partir de esta fecha ―quizá debido a cierta dejadez
por mi parte, en mi afanosa búsqueda de un mundo propio, que tardé muchos años
en encontrar―, hemos estado juntos pocas veces. Pese a ello, nunca olvidé su
incondicional afecto, su conversación inteligente ni sus recomendaciones de lector
adelantado, como las traducciones de Vicente Gaos, la poesía de Francisco de
Aldana o la de César Simón, a quien pertenece este verso que, a mi juicio,
define la actitud creadora de José Iniesta: «estar aquí sentado es suficiente».
me basta con sentarme y asentir
en este patio mío donde el sol
resplandece en un muro que se agrieta
Al reducir al mínimo la anécdota a favor
de estados anímicos, de una manera de mirarse en lo mirado, estos poemas de
José Iniesta, sin desviarse de su centro semántico, o sea, de su sentido
principal, despliegan irradiaciones efusivas que nos envuelven con sus capas de
liviana realidad. Así, las reiteradas fórmulas exclamativas e interrogativas contagian
una suerte de absorta plenitud donde el instante a la vez se esfuma y permanece
en los efluvios de la luz diaria, luz ya interiorizada del poeta que alcanza su
máxima proyección en el amor a su hijos y a su mujer hasta trascenderse en
ellos desde un silencio lleno de semillas: «¡qué hondo es existir cuando
callamos!».
Quietud y movimiento entrelazados conforman
el eje paradójico de esta obra, siempre fiel a la alternancia de endecasílabos
y heptasílabos sueltos, cuyo vigor expresivo, de trazas clásicas, al contrastar
con la sutil delicadeza de imágenes o emociones, reproduce ese efecto vivificador
de perplejo asentimiento, tan propio de este autor.
Poesía, en fin, de densa transparencia, que
nos invita a estar para ser, sin esperar nada a cambio. Por esto, «cantar es la manera / de encender una luz / en
la cueva profunda de la carne.
Bienvenido, poeta, a Sevilla.
Francisco José Cruz
©Edda Armas |
Fran Cruz, la poeta venezolana Edda Armas y José Iniesta ©Jimena Ríos Armas |
José Iniesta, Fran Cruz y Chari Acal ©Jimena Ríos Armas |
http://www.gatropolis.com/literatura/noticias-lit/jose-iniesta-nos-lleva-intimo-eje-la-luz/ http://www.gatropolis.com/literatura/entrevistas-lit/jose-iniesta-toda-poesia-necesariamente-nace-del-amor/
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©Fotos: Chari Acal
Librería Caótica, Sevilla, 24 de enero de 2018.