miércoles, 8 de junio de 2011

CARLOS GERMÁN BELLI, UN CONVERSO SUI GENERIS. Entrevista de Francisco José Cruz.

Por sus planteamientos formales y consecuente visión de la vida, la obra de Carlos Germán Belli posee un carácter único, sin parangón en la poesía actual de nuestra lengua. La amalgama de sus registros, provenientes de distintas épocas, desarrolla un vasto y dinámico mundo propio, capaz de autoabastecerse a través de sus afinadas correspondencias en todos los niveles de la escritura, cuyas exigencias recompensan con creces los probables esfuerzos del lector para no perderse un ápice de la riqueza expresiva y espiritual de esta poesía. La presente entrevista pretende ser un modo de reconocimiento y gratitud al gran maestro peruano por haber creado una obra que nunca nos deja solos ante las eternas incógnitas.

–En tu poema “El legado” de Acción de gracias, evocas el gusto de tu madre por la poesía y cómo, al copiarte poemas de su puño y letra, tú incubabas la afición literaria hasta descubrir, paso a paso, tus primeros autores. Además de tu madre, ¿qué personas, detalles, fortuitos o no, orientaron tu dedicación a la poesía?
–Los cuadernos de versos, que heredé de mi madre, fueron poderosos estímulos de mis pasos iniciales hacia la escritura poética. Si mal no recuerdo, ya un poco antes de la adolescencia, empecé a leer en voz alta un poema de Gaspar Núñez de Arce, que precisamente estaban en uno de sus cuadernos. Por otra parte, mi padre era un pintor de fin de semana, es decir, aficionado, pero de profunda sensibilidad artística, y evidentemente constituyó otra influencia que gravitará en mi asunción del acto de plasmar esos renglones, que llamamos versos.

–Tus primeros libros nos dan una visión demoledora e insignificante del ser humano. En esta idea degradada de la vida del hombre, ¿influyó sólo la invalidez de tu hermano Alfonso o hubo otras circunstancias puntuales que la reforzaron?

–Mi hermano Alfonso, inválido desde su nacimiento, sin duda alguna ha sido la razón de que yo perciba, por sobre todas las cosas, la condición humana como minusválida. Me convertí en su curador legal cuando falleció nuestra madre en 1957. Andando el tiempo, terminé considerándome un gemelo suyo. Curiosamente, en Cajamarca –en un evento literario, en que tú también participabas-, leí un poema dedicado a él, como siempre lo hacía en las lecturas públicas, pero esa vez era como una despedida premonitoria, porque horas después moría en Lima. Creo que mi dolor fraterno afinó o desencadenó seguramente mi vocación literaria; y, claro está, fue la causa principal de esa peculiar visión del ser humano.

–A partir de En alabanza del bolo alimenticio (1979), ese pesimismo a ultranza se trueca en decidido propósito de aceptar la vida como es y de agradecerla, “por ser el absoluto norte ahora” la esperanza, según reza un verso de ¡Salve, Spes!. En tu texto en prosa titulado “El itinerario” escribe: “Ayer, la escritura como catarsis de la tribulaciones y miedos terrenales; pero hoy, con el favor divino, la boda de la pluma y la letra, nada más que como un tácito deseo de recuperar el cielo perdido y alcanzar la resurrección de los cuerpos”. ¿Cómo se produjo en ti este cambio del sinsentido al sentido? ¿Fue la poesía la que te llevó a la fe o es su ejercicio un mero testimonio de ella?
–En ese cambio del sinsentido al sentido, como tú lo caracterizas –y lo desmenuzas detalladamente, y lo calibras a fondo- creo que la chispa que encendió todo, que me iluminó la vida, fueron dos fes: la fe religiosa y la fe amorosa en cuerpo y alma. Es una amalgama incandescente, una unión de sentimientos antípodas, que me ha llevado probablemente a que el sujeto poético, que se yergue ahora en mis borrones, no sea un tipo enfurruñado, sino más bien contento de la existencia. Lo que contribuyó a ello son mis lecturas, diametralmente opuestas entre sí , y, por cierto, la disposición de mi alma a asimilarlas hasta la médula. Este lector paradójico devoró mañana, tarde y noche Guía de pecadores, de Fray Luis de Granada; e igualmente mañana, tarde y noche otros libros, como los de Malcolm de Chazal, y la Anthologie de l'amour sublime, de Benjamin Péret No sé si me equivoco, pues en realidad tendría que releerlos –sin duda, con igual fervor que antes-; pero al recordar esto lo hago bajo un espontáneo dictado entrañable.

–¿Tu esperanza en el más allá satisface plenamente el ansia de saber que manifiestan muchos poemas tuyos o es más bien la consecuencia de la imposibilidad del conocimiento último?
–Es más bien el anhelo irrefrenable de conocer el saber humano, que para mí es sobre todo la gaya ciencia, que me resulta todavía escurridiza, inalcanzable. Lo que aspiro es presentarme con tales galas ante mis padres difuntos, a quienes hice sufrir por la absoluta asunción de la escritura poética. Es decir, la alquimia verbal, y no la química moderna; en otras palabras, opté más por la poesía, menos por un oficio remunerativo.

–Uno de los hallazgos más llamativos y conmovedores de tu obra consiste en expresar con un lenguaje arcaizante tu concepción liberadora de la cibernética. Esta suerte de fe en la robótica, ¿preludia, de algún modo, la otra, la propiamente religiosa? Te lo pregunto, a riesgo de rizar el rizo, pensando, por ejemplo, en tu poema “En alabanza del bolo alimenticio y en reprimenda del alma”, donde los mecanismos más primarios del cuerpo, como la digestión, al contrario de lo que defendió siempre la tradición cristiana más oficial, enriquecen al alma en vez de degradarla.
–En respuesta a tu pregunta específica, me permito responderte que la fe religiosa ha preludiado mi infinita esperanza en la robótica, como panacea de las penurias laborales. En la devoción por el visible mundo material, en particular por las máquinas ideadas por el hombre, pienso que el movimiento futurista me influyó al respecto. Como secuela directa de esta inclinación, según me parece, valoro sobremanera la realidad material, hasta vislumbrarla como enriquecedora de nuestro linajudo reino interior. Enseguida, vuelvo a los robots, a los socorridos androides, en quienes siempre pienso, en tanto me regodeo en la computadora, en suma, en este mundo globalizado.

–Hay en tu poesía, pues, una nueva disposición anímica, pero tus preocupaciones e intereses temáticos son los mismos en general desde el principio. Entre ellos, el anhelo de fundirte con el ser amado que en “Sextina de los desiguales” resulta infructuoso, al contrario que en “A Filis”, una sextina posterior, ya dentro de la esperanzada visión metafísica. Este anhelo amoroso, siendo tu poesía tan distinta a la de San Juan de la Cruz, me recuerda sutilmente al expresado por el poeta místico. Al menos, en algunos de tus poemas amorosos, ¿tuviste la intención de fundir el amor humano con el divino?, ¿te parecería, en todo caso, esta lectura ilícita?
–No, de ningún modo, constituye una lectura ilícita. Aunque lo que voy a decir a continuación resulta un recuerdo asaz ingenuo, tal vez equiparable a un cuadro de Marc Chagal; pero, sea como fuere, me remonto a los umbrales de mi vida. Estoy en un templo católico de Amsterdam cuando tenía unos seis años de edad, y experimento de improviso mi primer flechazo al observar a una niña haciendo la primera comunión toda vestida de blanco, como una novia. Es un recuerdo que nunca lo he traído a colación, ni lo he sopesado. Esta vivencia infantil tal vez era la conjunción de la divino con lo humano, justo en el voraz sentimiento amoroso, y ello es algo congénito en mí, según veo al responder tu pregunta. Sin embargo, tuvo que pasar varias décadas hasta que se cristalizara, se hiciera evidente, mejor dicho, que aflorara en algunos de mis borrones. Creo que el clímax amoroso es la vía a la unión con el Ser primordial.

–Aunque tu poesía adopta ciertas formas clásicas, como la sextina, antes de tu transformación espiritual, siento que al producirse ésta es cuando abundas decididamente en los diversos recursos del Siglo de Oro, rebajas la dosis de localismos a la par que dotas a tu escritura de dimensiones alegóricas por el uso frecuente de algunos mitos grecolatinos, que reelaboras a tu conveniencia. ¿En qué medida este progresivo adentramiento en el estilo barroco ha modificado tu vida interior?
–Gracias por señalar que me he adentrado en el estilo barroco. La transformación espiritual –que tú destacas igualmente- es la de un converso sui generis, o sea la de un desesperanzado que abraza la esperanza. En efecto, a raíz de esa transformación, me empeño en ampliar el texto, dentro de una incipiente atmósfera mítica grecolatina, amén de estrofas de diverso número de versos. Me tomo la libertad de decir que mis renovados bríos espirituales –o sea mi reino interior fortalecido- tratan de empuñar, con uñas y dientes, las estructuras poéticas. Pienso que merced a este nuevo estado anímico sigo escribiendo, como lo hago ahora.

–El hipérbaton, la simetría de las estrofas y su inusual extensión –donde, salvo excepciones, sólo hay punto al final de cada una de ellas- y el hecho de retomar el hilo argumental de estrofa en estrofa, dan a tus poemas un carácter nutricio y envolvente, como si buscaran construir un férreo refugio contra todo lo adverso. ¿Qué relación puede haber entre estos planteamientos formales y tu favorable noción de la torre de marfil, tan desprestigiada por poderosas corrientes contemporáneas? ¿Qué motivos te incitan a recuperar este símbolo del aislamiento?

–Es tal como tú bien lo observas: sí, pues, me abroquelo, me refugio tras los moldes estróficos, tras el verso medido, como preservándome de las adversidades. En fin de cuentas, debo reconocer que soy un tipo solitario, que se pone a buen recaudo tras la tradición literaria de Occidente, como es el endecasílabo, la canción petrarquesca, la sextina, el hipérbaton, etc.; y, ahora me explico, mi reiterada alusión de que vivo en la postrimera Thule, no obstante que hoy estamos en el siglo XXI, interconectados por el internet, y, además, sentirme un habitante de la torre de marfil, aunque cada hora conecto la computadora. El hombre propone, pero Dios dispone, por enésima vez me digo esto. En honor de la verdad, por la intercesión de mi esposa Carmela no he terminado como un ermitaño, porque ella en cambio es amigable.

–En tu obra, hay poemas de quince o dieciséis versos a lo sumo –“El nudo”, “No despilfarrarlo”, “La cara de mis hijas”…-, cuya fija combinación métrica reproduce el dibujo estrófico de poemas más largos. Teniendo en cuenta que para ti la elección del molde literario es un “acto consciente”, ¿algunos de estos poemas breves fueron el inicio de otros más largos que no llegaron a cuajar? ¿Es el orden de esta primera estrofa el que marca el de las demás o antes de empezar el poema ya has decidido el número de versos y su distribución métrica?
–Me parece que no me equivoco si digo que tal vez esos poemas breves, que tú citas, no sean arranques de composiciones largas, que quedaron truncas. Confieso que no lo recuerdo bien. Pero sí hay un texto pequeño titulado “El viejo iconoclasta”, que en realidad yo aspiraba que fuera un texto largo, pero ocurrió que la editora cultural de un diario me solicitó unos versos inéditos, y lo único que tenía así era justamente esa estrofa, que por añadidura registraba unidad temática. Finalmente, quedó de tal modo. No creo que la estrofa inicial marque de modo ex profeso el contenido que vendrá luego, aunque naturalmente sí la estructura, porque anticipadamente elijo la arquitectura del poema, vale decir, el número de versos y su distribución métrica.

–Tu tendencia a retomar el discurso cada ciertos versos me hace sospechar que los poemas más extensos pudieran no estar escritos de un tirón, como si para continuarlos necesitara partir de lo ya dicho. Al margen de las posteriores e inevitables correcciones, ¿los escribes, normalmente, en varias secciones? ¿Haces esquemas de su desarrollo o te dejas llevar por la escritura?
–En general, las composiciones largas las escribo pausadamente, salvo algunos casos. Lo que tengo presente ante todo es la estructura del poema –como ya lo he manifestado-, e incluso suelo trazar muchas veces previamente en una hoja aparte el perfil estrófico. No hago esquemas del curso de la composición y más bien me dejo conducir por la escritura. Fue de esta manera que compuse el poema ¡Salve, Spes!, en que los temas de cada sección surgieron desgajados del tema central, bajo el designio del azar.

–En “Asir la forma que se va”, aclaras que es el puro placer, y no sólo la mera angustia del vacío, el que te lleva al empleo de estrofas cerradas y metros clásicos, distinguiéndote así de la estructura abierta o desmañada del verso libre e, incluso, según tus palabras “del verbo salvaje”, que dominan nuestra época. ¿Por qué, para expresar tu propio mundo, necesitas, como exageradamente proclama un verso tuyo, “el voraz plagio de los ricos libros”? ¿Cómo nacen esas íntimas afinidades que te indujeron a recrear el vocabulario y la sintaxis de la poesía barroca en vez de los registros de cualquier otro período literario?
–Desde el colegio, me he empeñado en cultivar la imitación literaria, y fue entonces que escribí un poema a la manera de los modernistas y otro a la manera de Vallejo. Según veo es una costumbre que la llevo en la propia sangre. Con el transcurso del tiempo, todo ello se ha aunado a un sentimiento de baja autoestima como hablante en general –acaso real, acaso imaginario-, y un desapego con respecto al facilismo estético, en particular en el campo de las artes plásticas, lo cual me ha llevado al legado del pasado, como para fortalecerme y superar los recelos. Sí, en efecto, es exagerado ese verso que traes a colación, porque mi aproximación a un texto admirado es un hecho somero, porque trato de reproducir no más por ejemplo el esquema de una canción petrarquesca, o los eneasílabos o alejandrinos modernistas. Ese apego a la dicción barroca, que señalas, es por considerarla una escritura ardua, un reto inalcanzable para imitarla, lo cual me viene como anillo al dedo para superar las limitaciones personales, o bien por ser un estilo en que el lector puede regodearse con todos los sentidos, mejor dicho, con sus uñas y dientes, y perdóname que repita este sintagma canibalesco.

–En un sistema creativo tan cerrado y de marcado abolengo no extrañaría la presencia de la rima. ¿Responde su ausencia, salvo excepciones, como por ejemplo en “Villanela”, al deseo de no desvincular del todo tu poesía de las corrientes modernas o hay otra razón?
–La rima es un recurso retórico que se me escapa, no sé si por incapacidad o por un recelo de que se me considere un escritor decimonónico. Es la aprensión del antiguo vanguardista –el que realizó textos automáticos o letristas- que sobrevive en mí.

–En “Dos museos”, texto perteneciente a tu libro de impresiones viajeras El imán, relatas tu visita al Metropolitam y al MOMA y muestras tus preferencias por las piezas primitivas del arte sumerio sobre el contemporáneo. En el mismo libro, te autodenominas “un vanguardista arrepentido”. ¿Qué te queda, sin embargo, de aquel viejo gusto por las vanguardias históricas y qué te hizo apartarte de ellas?
–Eso de ser “un vanguardista arrepentido”, me parece igualmente exagerado, y hasta susceptible de un mea culpa. ¿Qué me queda de esta etapa juvenil? Es el haber aprendido a paladear el sonido puro de las palabras mediante algunos experimentos fónicos, el cultivar o dar rienda suelta al humor negro como catarsis liberadora, el tener un conocimiento incipiente de la alquimia, asimismo el descubrir el erotismo, y el saludable afán por la singularidad, que precisamente era la razón de ser de las vanguardias históricas. Pero, por otro lado, me apartó de ello el temor por la desintegración del objeto estético, focalizada en las artes plásticas, en particular ciertos experimentos extremos.

–En correspondencia con los rasgos arcaicos de tu poesía, empleas al leerla en voz alta un tono salmódico, demorado, hasta paladear las texturas aliterativas y rítmicas. ¿Qué te mueve a leer así y qué importancia le otorgas a la oralidad cuando estás escribiendo?
–Cuando escribo no pienso en los efectos de la oralidad. Lo que me lleva a leer de tal modo es el deseo de que el contenido oculto en la urdimbre de la composición pueda llegar a la comprensión de los oyentes. Sin embargo, recuerdo que en una lectura, en la Universidad de Chicago, una oyente me manifestó que mi manera de leer era como si yo quisiera fortalecerme ante las adversidades de la vida. Probablemente, quien me dijo esto dio en el clavo.

Sanlúcar de Barrameda-Lima, julio de 2007.

Publicada por primera vez en Palimpsesto nº 23 (Carmona, 2008).