lunes, 13 de junio de 2011

LOUIS BRAILLE, UNA CELEBRACIÓN CON VISOS DE IRONÍA.

Ya en los primeros cursos como alumno interno en el entonces San Luis Gonzaga de Sevilla, descubrí en su biblioteca una biografía de Louis Braille, libro que, sin embargo, nunca leí, quizá por considerarlo inadecuado a mis años y el consiguiente temor a aburrirme. Ahora, al cabo de tanto tiempo, pueda explicarme hasta cierto punto aquella falta de curiosidad. Al educarme desde pequeñito con el sistema braille y no conocer otra forma de escritura, hice tan instintivamente míos el punzón y la pauta como el niño vidente hace suyos, con total naturalidad, el lápiz y la tinta, sin tener en cuenta –aunque lo supiera– que detrás de este extraordinario invento había alguien de carne y hueso que vivió durante la primera mitad del siglo XIX con sus vicisitudes y adversidades, una de las cuales propició que las personas ciegas pasáramos de pronto, por arte de magia, de la cultura oral a la escrita, o sea, de la prehistoria a la historia. De este salto cualitativo ningún niño puede tener conciencia y menos aún quien, como yo, aprendió el braille mucho después de haber muerto su creador y de que varias generaciones se habituaran a usarlo con esa familiaridad de las cosas que parecen haber existido siempre. Pero a mi edad sí poseo lógicamente plena conciencia. Por esto, me quedo perplejo cada vez que consulto catálogos bibliográficos de la ONCE y compruebo que, uno tras otro, dedican bastantes más páginas a los audio-libros que a los textos en braille. ¿A qué se debe este fenómeno que, dicho sea de paso, le da a la celebración del segundo centenario del nacimiento de Louis Braille visos de ironía, justo cuando hay mejores y más rápidos medios de impresión? Me niego a creer que la causa principal sea la falta de espacio de las casas actuales, máxime si pensamos en el servicio de préstamo que palía dicho inconveniente. A mi juicio, el problema es más profundo y arraiga en el despropósito pedagógico que padece la sociedad en general y que, de manera más grave, recae sobre los individuos con alguna carencia. La tendencia al infantilismo, al aprendizaje superfluo y al entretenimiento fácil también llena nuestros catálogos de títulos prescindibles, efímeros o estúpidos –en detrimento de otros muchos fundamentales no impresos– como si leyendo lo que lee la mayoría estuviéramos a salvo de la marginación e integrados inmediatamente al mundo de todos, cuando, al menos en el ámbito de la cultura, sucede justo al revés: sólo la búsqueda de la excelencia nos hace partícipes y necesarios. Esta idea, ya inculcada por mis maestros de primaria, me ha guiado siempre hasta encontrar mi propio camino y seguirlo sin demasiadas dificultades, gracias a una exigente formación y a tantas personas que por mutuo interés, no por lástima, facilitaron mi labor.
Únicamente a través del braille, los ciegos somos contemporáneos de los videntes y podemos sentirnos en igualdad de condiciones con ellos. La grabación, en cualquier circunstancia, es un complemento de la lectura personal, jamás un sustituto, a no ser que nos conformemos con la mera y puntual información técnica o práctica. La obra eminentemente humanística, en especial la de creación, necesita ser leída. Sólo así el placer estético e intelectual se dan completos. Con la página delante, es decir, bajo los dedos, ponemos al texto ritmo y voz propios, percibimos su puntuación y, en el caso concreto de la poesía, los cortes versales, los espacios interestróficos e, incluso, cuando se trata de una composición experimental, la distribución de las palabras en el papel, que se convierte así en un recurso más del poema. En fin, como todos los niveles expresivos, gráficos y fónicos están a nuestro alcance, nada se nos escapa. En este campo, a pesar de las impresionantes posibilidades de la informática, tan benéficas en tantos aspectos, la escritura a braille en ordenador escamotea la dimensión real de la página al reducirla a una línea continua. De modo que la máquina perkins, por anacrónico que suene, nos permite –al contrario que la pauta y el ordenador- convivir íntimamente con el texto mientras lo escribimos.
Sin la lectura personal a braille, la lectura oída resulta inevitablemente limitada, pero con la primera es, no cabe duda, estimulante. Por ejemplo, escuchar un poema o un relato nos sitúa en una nueva dimensión de la oralidad, distinta a la que precedió durante siglos al alfabeto. De ahí que, aunque no reparemos en ello, cuando nos leen un texto a quienes estamos acostumbrados también a leer solos, paladeamos institivamente cada palabra que oímos, teniendo en mente incluso las grafías que las representan. Esto, tan natural a la persona que ve, sólo es posible para el ciego que lea a braille y que, por lo mismo, es capaz de alternar ambos modos de lectura. Otra cosa es el hecho de dos persona leyendo juntas, bien compenetradas para no perder un detalle, como nos ocurre a Chari, mi mujer, y a mí, con la que desde hace ya media vida leo mientras la escucho.

En el 200 aniversario del nacimiento de Louis Braille. Carmona, abril de 2009.