martes, 1 de mayo de 2012

ELISEO DIEGO, LAS PRECISIONES DE LA PERPLEJIDAD


La editorial Siruela[1] acaba de hacer un incalculable favor a los lectores españoles de poesía y, sobre todo, a quienes, a través de ella, podemos dar un cierto sentido, que no explicación, a la vida. Esto que digo, claro está, tan trascendente como indiscutible, por mucho tiempo que algunos quieran perder tratándonos de convencer, con lacio hastío, de que el acto poético casi no sirve para nada y es tan inútil, según dicen, como todo –¡qué fácil es escribir y pensar en esta dirección!–, esto que digo, lógicamente, no lo consigue cualquier libro de poemas. Por fin podemos acceder, con total garantía, a la obra de creación de Eliseo Diego, uno de los poetas más irreprochables en el terreno de la ejecución técnica y hondo en la visión del mundo del último medio siglo de nuestra lengua. Si grave es el hecho de que haya pasado prácticamente desapercibido, sobre todo en España, lo es aún más cuando comprobamos con estupor, ¿por qué no decirlo?, la exacerbada promoción llevada a cabo con una poeta cubana, cuya obra –y no se trata aquí de discutir sobre gustos, sino de valorar, ajenos a cualquier criterio no estrictamente literario, la importancia de una obra poética bajo la luz crítica de sus aportaciones y logros artísticos– no tiene ni por asomo la densidad ni la perfección que posee la escritura del cubano Eliseo Diego, quien nace en 1920 y acaba de morir en este año que corre.
            Antonio Fernández Ferrer ha preparado una amplia antología de textos poéticos, narrativos y críticos que, sobradamente, representa la obra de este autor, permitiéndonos entrar en ella con la confianza de que ningún aspecto atendido por esta escritura se ha quedado fuera de la compilación. De este modo, tenemos el privilegio de asistir a un mundo poético lleno de sugerentes y múltiples propuestas, que hacen que cada libro dialogue con los demás, tendiendo, de este modo, a dar una visión totalizadora de la existencia. Ojalá que el entusiasmo con que he vivido en este mundo poético me haya ayudado a mostrar la extraordinaria labor creativa de este hombre.

*

«Si la generación, cuyo órgano fue la revista Avance (1927-1930), se había volcado, en su porción más progresista, hacia una literatura de carácter social que reflejó directamente la circunstancia, la nueva generación se basó […] en soluciones de índole metafísica y religiosa […]. Hay […] en estos escritores […] un fuerte rechazo de la realidad circundante, considerada pobre de autenticidad y reducida a la pura apariencia». Esta insatisfacción de la realidad circundante a la que se refiere Raúl Hernández Novás[2], se refleja en el primer libro de poemas del cubano, donde la memoria se alía al rigor de la creación poética, para oponer a la decadencia generalizada del entorno una dimensión de la realidad más sólida y tolerable que, de algún modo, le devuelva al hombre la confianza en sí mismo y en la propia escritura. Esta alianza entre memoria y palabra traza los dos sentidos fundamentales que la dirección del libro propone: de un lado, la nostalgia por un mundo perdido y, de otro, la potencia verbal que le permite al poeta recrear con creces este mundo y, a la vez, celebrarlo. De este modo, la realidad poética se erige en formidable alternativa al desengaño vital del momento presente. La poesía adquiere así el compromiso radical –y digo radical, como veremos, por la gigantesca labor que esto supone– de rescatar del olvido no ya recuerdos aislados, sino todo el magma del tiempo ido, toda su energía proyectada en la escritura. Esta labor constructiva de la memoria no abre jamás puntos de fuga a la inmediatez que supone siempre el tiempo presente. La actitud de Eliseo Diego no plantea una poética evasiva que aísle de su tiempo al escritor. La misión de la memoria aquí consiste en tapar huecos de insensatez e impedir, más aún, la insulsa dispersión de un momento histórico y literario en que la dejadez política y el conformismo facilón de una literatura de corte social hacían cada vez menos respirable una atmósfera cargada de banalidad. Ante esta situación disgregadora e insustancial, Eliseo Diego, compartiendo con otros escritores de su generación ciertas actitudes y premisas, hace de su poesía un gesto de abierta responsabilidad que, en lugar de dirigirse a la transformación de un colectivo, por lo demás, casi siempre impulsado por contaminaciones políticas y sociales antes que creadoras, parte de la exigencia personal consistente en revelar el mundo más cercano y familiar de quien escribe, pero no desde el simple recuento de lo perdido, sobre un recurrente tono de lamento, sino desde la esclarecedora intención de quien echa mano de lo que es más suyo para proponer una mirada rehumanizadora que nos enseñe a descubrir la realidad y a considerarla: «La poesía, a mi modo de ver, es una manera peculiar de mirar el mundo. Casi siempre, tenemos ojos y no vemos. Cuando, de pronto, miramos de veras, nace ya la poesía»[3]. Así pues, En la Calzada de Jesús del Monte (1949) establece un «discurso poético de cosas nombradas con pródigo fervor»[4], cosas nombradas que, sin embargo, no comparten sólo la mera evocación agradecida, sino que, sobre todo, recomponen entre sí una densa red de relaciones por la que la memoria consigue dar sentido al conjunto de una realidad cuya trama establecen las cosas, las sensaciones de las cosas, los diversos ámbitos en que están e, incluso, las vibraciones de estos ámbitos[5]. De esta forma, este poemario supone una aspiración a la totalidad, entendida ésta como el esfuerzo por envolver al lector en un mundo lleno de suscitaciones y matices, imbuido de materialidad. En este sentido, se puede afirmar que el libro no sólo refiere objetos ni visiones determinadas, sino que nos muestra la dimensión compacta de este mundo, invitándonos a entrar en él antes que, simplemente, recordarlo. De ahí que el libro, en su conjunto, conforme toda una amalgama verbal de impresiones que, según Cintio Vitier[6], confiere al libro un «rico y espeso equilibrio». Este espesor de la palabra da a esta realidad el relieve de lo tangible y la profundidad del espacio. Escribe Cintio Vitier que «Eliseo Diego significa entre nosotros la presencia de lo que Joubert llamaba “un espíritu espacioso” […]. Allí donde algunos quisieran darnos la flecha de la memoria, él nos regala la mansión de la memoria». Es, pues, en este libro, el espacio, antes que el tiempo, el que dispone la convivencia del poeta con las cosas, estableciendo una relación entrañable con ellas, ordenando su ubicación entre ellas gracias a la gravitación de los diversos ámbitos familiares que dicho espesor verbal reelabora. El centro de esta reordenación espacial se localiza en la casa, cuya irradiación de vitalidad influye también en el entorno exterior que colinda con ella, es decir, el ámbito de la calle y su apertura hacia el cielo. La calle es aquí la natural prolongación entrañable del ámbito familiar:

Las dos entre la sombra y en la pared el viernes
ardiendo inmóvil como vellón purísimo del fuego
[…]
La familiar baranda me rehace las manos
y el portal, como un padre, mis días me devuelve.

                                           «La casa», En la Calzada

            El viernes nada tiene que ver aquí con una referencia abstracta al calendario. Su disposición en el poema lo hace más concreto y le confiere la propiedad de la masa. El viernes no es aquí el signo evidente del paso del tiempo, sino la dimensión espacial de éste que, al tener la insólita cualidad de lo concreto sobre una pared, fija el entorno, nos lo muestra en su plenitud[7]. El viernes, por tanto, es antes el espacio del día, el nombre de este espacio, que la huella verbal del tiempo yéndose. El viernes supone el tejido epitelial que envuelve toda una interdependencia de ámbitos. Esta suerte de idoneidad espacio-temporal, donde el hombre siente aún su mundo entero en sustancial compenetración con las cosas, cuyo sentido y delicia no son cuestionados, gracias a los dones de la aceptación y la entrega, nos remite al comienzo sin historia en que la disponibilidad y la alabanza reconfortan de la conciencia de la caída, caída que es contrarrestada en forma de paraíso familiar, que de la memoria parece emerger completo, intacto, hasta el poema. De ahí que sea el ritmo versicular el que sustente casi todo este mundo; «la manera grande, el gran estilo, es también el del Génesis: versículo, discurso, oratoria solemne y despaciosa»[8]. Además, el versículo alberga con suficiencia la materialidad de lo real y proyecta sobre ésta toda su fuerza reverente:

¡Oh el hervor callado de la luna que sitia las tapias blancas
y el ruido de las aguas que hacia el origen se apresura!

                                         «El primer discurso», En la Calzada

            La solemnidad, sin embargo, no vacía de intimidad la atmósfera del libro, aunque ésta comparta con aquélla la dimensión de lo sagrado. Por esto, cuando este sentido de lo íntimo hace que las cosas y los espacios se recojan sobre sí mismos, el ritmo versicular también se recorta, sin perder la confianza en el decir ni la intensidad en el fervor:

Voy a nombrar las cosas, los sonoros
altos que ven el festejar del viento
[…]
Sin olvidar la compasión del fuego
en la intemperie del solar distante
ni el sacramento gozoso de la lluvia
en el humilde cáliz de mi parque.

      «Voy a nombrar las cosas», En la Calzada

            En esta actitud y ritmo integradores de gran parte del libro encaja, mejor que en cualquier otro período de la obra de Eliseo Diego, esta reflexión del cubano sobre el poema, aunque no aluda específicamente a En la Calzada…: «la idea de semilla iba a proporcionarme una imagen del poema que sigo hallando utilísima: la imagen de un todo viviente en que se resumen incontables posibilidades o sentidos cuya expresión consiste, justamente, en su ser tácito»[9]. Sin embargo, esta estabilidad existencial no aguanta todo el curso del libro, y esa suerte de superficie continua, sin falla, que forman la realidad y la memoria, el espacio y el tiempo, empieza a quebrarse. Por consiguiente, la dirección del poemario se orienta ahora en el sentido de la nostalgia, nostalgia que esta vez la escritura no anula, sino que testimonia. El largo poema «El sitio en que tan bien se está» (En la Calzada…), cuya división en partes ya está marcando esa inicial discontinuidad a la que me refiero, muestra, según avanza, un tanteo desorientado por los vericuetos de la memoria antes que una reconstrucción gozosa y esclarecida del pasado. La recurrencia de los encabalgamientos y la neblina que se interpone entre la ambigüedad de lo recordado y la página, instalan al poeta en un desacuerdo vital de fondo que, a partir de aquí, persiste en toda la poesía posterior de Eliseo Diego. La gravedad de la existencia es intrínseca y va mucho más allá de las vicisitudes políticas:

Tendrá que ver
cómo mi padre lo decía:
la República.

En el tranvía amarillo:
la República, era,
lleno el pecho, como
decir la suave
amplia, sagrada
mujer que le dio hijos[10].

            En este poema, los atisbos irónicos, desencantados y la frecuencia de expresiones coloquiales van separando al poeta de sí mismo y de su entorno, propiciándose así una incipiente conciencia del tiempo irrecuperable. De ahí, la empañada atmósfera que trasluce el poema, en cuyo ámbito sólo quedan alusiones y no presencias definidas, impidiendo que el lector pueda ver más allá de lo que se dice, moviéndose en el poema con las mismas dificultades con que el poeta va hurgando en la memoria. Esto que digo nada tiene que ver con el hermetismo, sino con la intemperie del recuerdo y sus derrumbes. La armonía de la existencia se rompe. De ahí que los días se disgreguen, esparcidas sus partes:

No hay aquí más que las tardes
en orden bajo los graves álamos.
(Las mañanas, en otra parte,
las noches, puede que por la costa).

            Esta imagen contrasta con la visión del viernes en «La casa», donde se nos presenta entero y abarcable. El libro, pues, deriva hacia «una fragmentación de la realidad en cuadros y retratos»[11], fragmentación que no implica la desconfianza en las posibilidades de la expresión poética, sino que más bien sugiere un reacomodo ante la realidad, un cambio en la forma de percibirla y, por consiguiente, un modo distinto de captarla. La serie del libro que agrupa este tipo de poemas, nos descubre un cambio de actitud creadora, en que el afán anterior de totalidad es sustituido por la necesidad de delimitación, perfilándose con claridad los contornos del texto y remansándose la expresión en una sobriedad verbal que suele organizarse sobre estructuras clásicas. La nitidez descriptiva y la visión despejada forman semblanzas de personas o refieren observaciones sobre éste o aquel objeto, casi siempre situado en el área de lo cotidiano.
            El siguiente libro de poemas de Eliseo Diego, Por los extraños pueblos (1949), se compone casi enteramente de estos apuntes paisajísticos o aisladas rememoraciones, que traen al poema algún rasgo físico o aspecto espiritual de algo o alguien. Libro de tono melancólico, sin la intensidad imaginativa del anterior y sujeto a estrofas tradicionales (soneto, décima…). Una de las características verdaderamente llamativa de esta poesía, y que el lector agradece, reside en la variedad formal que en Por los extraños pueblos insinúa ya las riquísimas posibilidades que ofrece su uso, siempre al servicio de la eficacia expresiva y no del mero alarde desvinculado del tono del contenido. En este sentido, la conciencia del rigor en Eliseo Diego es especialmente puntillosa y, como iremos comprobando en el desarrollo de su obra, la dedicación del cubano por reactualizar metros y estrofas muy poco utilizados no pasa desapercibida. En este sentido, llama particularmente la atención el empleo del verso de diez sílabas, con distribución acentual regular, dando el ritmo adecuado al desarrollo temático del poema «La baraja». Dicho ritmo, con una intención menos ambiciosa, debido solamente al argumento que propone el poema, supone un sabio y humilde guiño a Rubén Darío. La extensión versicular de éste es un despliegue, mientras que aquí dibuja una miniatura, un juego:

La batalla creciente deslumbra
en espadas, penachos, banderas
crepitantes o justas. Y vuelven,

y regresan los bastos, las copas
taciturnas, los oros veloces,

y derriban al rey. Han caído
con el rey el silencio y el polvo
en la mansa extensión de madera.

            Dicha versatilidad formal influye, a su vez, decisivamente, en los diversos tratamientos que un mismo recurso rítmico recibe según las conveniencias del guión, como ocurre en «Bajo los astros», donde se recupera el vigor rítmico de los mejores poemas de En la Calzada de Jesús del Monte, aunque en «Bajo los astros» encontramos no una intención celebratoria, llena de regocijo por las cosas, sino la necesidad de testimoniar lo que fue y ya no es. La amplitud versicular va llevando al lector por una casa deshabitada y familiar, recordando expresiones habituales en un sitio dado, labores cotidianas en otro:

   Es así la casa deshabitada, por la tarde, suena de pronto como el cordaje de un barco.

   Vibran a solas los cristales vacíos, la penumbra quisiera conmovernos.
[…]
   Es aquí donde decíamos: qué tiempo maldito hace debajo de los álamos, suerte que vino usted a tiempo, buenas tardes, oh padre, qué mala noche, qué buen día siempre.

            La extensión del verso recoge ahora el temblor de la intemperie, la solemnidad del vacío que crece hacia el desamparo, no la plenitud de ámbitos vibrantes de sentido. Aquí, la mirada del visitante no se encuentra en los espacios antes familiares, sino que se pierde en ellos, desasistida por las cosas abandonadas o perdidas y por un espacio ya inabarcable que, lejos de proteger a la memoria, la desabriga. De este modo, las cosas y los elementos de la naturaleza se desprenden de la animación que los dotaba de vida. La escritura ya solamente los refiere, no los mitifica. De ahí que el aliento humano con que se visten las cosas y los sitios de En la Calzada…, aquí se desvanezca por completo, dejando en el poema la insomne dimensión de la extrañeza:

   y el viento que pasea por los altos no es sino el viento, las estancias no son más que las estancias de la casa vacía.

            Si «Bajo los astros» nos pone en los umbrales previos del desmoronamiento, «Para las ruinas de mi casa» (El oscuro esplendor, 1966) alcanza ya ese estado vil en que la dimensión temporal se sobrepone a la espacial, desbaratándose definitivamente el idílico equilibrio del primer libro de poemas de Diego, en que el espacio albergaba al tiempo hasta el punto de hacernos creer que casi no existía. Ahora es el tiempo el que, inexorablemente, va aniquilando al espacio, lo deforma, lo desenmascara. Para significar con mayor contundencia su labor destructora, Eliseo Diego recurre a la personificación. Como veremos, rara vez encontraremos en esta poesía alusiones abstractas al tiempo:

¡Oh corrupción, oh bruja
de cabellos canos!
                               Tú roes
sin prisa tu pedazo
de madera oscura, tu parte
de consuelo,
                     a solas
en el vacío de la puerta.

            Lejos ya de la plasticidad abigarrada del acento admirativo, el poema se expresa entrecortado, como la propia respiración de quien constata los desmanes eternos de los años. La distancia frente a las cosas le hace descubrir de modo irrevocable la otra distancia, acaso la más terrible: esa que le certifica que ya no es quien era:

                                   Yo pregunto:
qué irremediable catástrofe separa
sus manos de mi frente de arena,
su boca de mis ojos impasibles.

                        «El oscuro esplendor»

            Insisto en que Eliseo Diego no pierde la fe en la eficacia de la expresión poética para reflejar la realidad en esa siempre enigmática urdimbre de sonidos e imágenes que son las palabras del hombre. Si el poema adopta ahora un tono sombrío y poco brillante es porque la falta de entendimiento y claridad de todo lo que rodea al poeta así lo requiere. Más que prevención ante el lenguaje, es la desconfianza ante la realidad la que se dilucida en el poema. En este sentido, el siguiente pensamiento de Eliseo Diego no se contradice con la trayectoria poética del cubano: «El arte, decía Leonardo con muchísima sensatez, imita la naturaleza»[12]. La aparente ingenuidad de la frase la despeja con extraordinaria lucidez Aramís Quintero, situándonos en la actitud poética primordial de esta escritura: «Toda la oscuridad y la insatisfacción en que nos deje el arte –aún el más verdadero, y quizá por serlo–, en el terreno del entendimiento claro y distinto, será pues una prueba de su fidelidad, su “imitación” de la vida, allí donde ésta se ha resistido a ser más simple a nuestros ojos»[13]

            El poema «Tesoro» (El oscuro esplendor) denota de forma fidedigna y suficiente la implacable dispersión de la memoria. Es una escueta enumeración de sustantivos diversos y comunes, sin adjetivos ni recreación lírica alguna. Se limita sólo a nombrar. Es el título el que confiere a las cosas que nombra su carácter de dignidad. El poema no es ya una vibración que se materializa, sino que está hecho de parcas anotaciones y dudosos destellos:

Un laúd, un bastón
         unas monedas,
un ánfora, un abrigo.

            El mínimo decir recoge el tono prudente y decepcionado de quien recuenta todo aquello que ha podido rescatar del naufragio de los días y que, a pesar de todo, se ha ido manteniendo a flote en las aguas turbias del tiempo. Este progresivo desapego de las cosas más entrañables y cotidianas alcanza en Versiones (1967) el grado de la hostilidad. De la calidez reveladora del primer libro de poemas de Eliseo Diego, de clara discursividad exaltante, la temperatura que la relación del poeta con las cosas genera, como hemos notado, ha ido bajando perceptiblemente, pasando por la sencilla afectividad hasta llegar ahora a la frialdad paralizante de la incertidumbre. La adecuación formal al contenido, que vamos comprobando en toda esta obra poética, nos entrega en Versiones otra disposición expresiva en consonancia con su desarrollo temático. Así pues, el versículo empleado en Versiones recoge oportunamente la visión inquietante de «La cortina»: la amenaza de su pesado y lento balanceo, el insondable movimiento de las aguas y el parsimonioso deslizarse de la serpiente:

    La cortina es como la serpiente de mar, y la penumbra de la estancia como el agua, densa en las cavernas del abismo.

    Y la honda felpa, recia en sus pliegues de púrpura, es como su piel lustrosa, como su piel lustrosa y regia. Y su inmovilidad es como la quietud de la gran serpiente.

    Y cuando la cortina se mueve apenas, es como la serpiente de mar, cuando desdeña la inquietud de las aguas, al paso de alguna otra bestia.

    La cortina es la serpiente de mar, y la penumbra el agua del abismo.

            El poema ni avanza ni retrocede y su desarrollo consiste en enroscarse sobre sí mismo, creando una creciente atmósfera de temor y sofoco. El sentimiento de adversidad que van trazando los poemas se refrenda en una escritura de corte fragmentario, que oscila entre la greguería y el aforismo, sin llegar a plasmarse ni en una ni en otro. A la greguería nos remite la construcción de muchos de estos poemas en base a la técnica de la definición metafórica sobre una oración poco compleja, así como el afloramiento, en ocasiones, del guiño irónico. Se acercan al aforismo por el aire, a veces sentencioso que adoptan y por la certera gravedad de sus períodos. Los poemas a los que me refiero están construidos sobre frases, cada una de ellas con plena unidad de sentido, reforzada ésta por la separación que entre sí establece el poeta, dejando entre cada frase un significativo espacio en blanco. La presencia de la imagen aparta de estos poemas la contundencia aforística, así como el ritmo versicular los separa tanto de la greguería como del aforismo:

    La muerte es esa pequeña jarra, con flores pintadas a mano, que hay en todas las casas y que uno jamás se detiene a ver.
[…]
    La muerte es ese amigo que aparece en las fotografías de la familia, discretamente a su lado, y al que nadie acertó nunca a reconocer.
                                                                                                              «Versiones»

            La muerte, tan cotidiana que pasa desapercibida. Es lo que no llama la atención, lo que casi no vemos y, sin embargo, nos acompaña siempre. El poema huye de la grandilocuencia patética hacia el ámbito discreto de lo diario y sus menudas pero persistentes incertidumbres. Si en Por los extraños pueblos se da la fragmentación de la realidad en cuadros y retratos, en Versiones es la misma estructura formal del poema la que se fragmenta. El poeta, al revés de lo que ocurre en «Bajo los astros», no ve solamente la cosa que ve, pero lejos de la sacralización o el fervor, la mirada descubre en cada objeto la inquietud e, incluso, cierta hilaridad. El poemario no refiere ya la conciencia del paso del tiempo, sino la extrañeza ante las cosas que la rodean, el desconcierto que le produce la realidad. Esta inarmonía esencial la encontramos en «Geografía»: «Y en el centro, ¿qué hay?». La actitud de recelo e, incluso, de hostilidad («Miles de cangrejos, mudos y groseramente metálicos, agitándose como la demencia»)[14] marca nueva distancia con respecto al libro anterior. Las cosas elementales, aunque desmitificadas, conservaban todavía el afecto de la mirada. De la humildad en el mirar y, por tanto, en el nombrar, pasamos aquí a la desconfianza. Los poemas no sólo se descargan de la masa verbal y sensorial de En la Calzada… por una actitud de prudencia en el decir, sino, sobre todo, por un esencial alejamiento de lo que se dice. Ya no se trata de rescatar ni de celebrar, sino de esclarecer el desconcierto, de subrayar la deshumanización de las cosas, que vuelven a replegarse a su mutismo de siempre. Así pues, la estructura del fragmento aquí no indica la imposibilidad del decir, sino la rotundidad de un estado de ánimo, su plasmación sin merodeos, lejos ya del recuento de la memoria. Estos poemas recogen la visión sin memoria de las cosas. De ahí, el trazo de la escritura y la contundencia de su brevedad. Versiones no del espacio ni del tiempo, sino la momentánea suspensión de ambos, donde la soledad de todo frente a todo congela las aguas del discurrir. De este modo, la paulatina distensión versicular del libro contraría el espesor aglutinante que antes constituía la realidad del poeta. El versículo, por tanto, en lugar de reunir, separa hasta desembocar en el adelgazamiento expresivo propio de la prosa, donde lo que se cuenta adquiere mayor relevancia que cómo se cuenta. Por esto, «La Esfinge» y «La casa del pan» son textos en que se esbozan mínimos desarrollos argumentales.
            Tras la extrema desorientación que delatan los poemas de Versiones, Muestrario del mundo o Libro de las maravillas de Boloña (1968) supone un salto cualitativo hacia la reconciliación con el mundo y sus criaturas. Debido a que en los poemarios posteriores a éste, la conciencia del tiempo irreparable se agudiza de nuevo, llevándonos por un clima de desengaño y perplejidad, éste adquiere especial significación en la obra poética de Diego porque revela un saludable esfuerzo por encontrar el sentido de las cosas. Para este conmovedor menester, el poeta aprovecha la edición de grabados y viñetas de la mayor imprenta de La Habana del siglo pasado para, apoyándose en sus imágenes, intentar, desde sus presencias, recuperar una visión tranquilizadora con las cosas. El acercamiento de esta escritura al ámbito de lo concreto encuentra su máxima expresión en «Las herramientas todas del hombre». Las cosas aquí ya no irradian vitalidad, sino que son inanimadas y su sentido depende enteramente del que le concede el hombre. De la personificación de los primeros poemas, pasamos aquí a la mera instrumentalización. La mirada ahora no aguarda la revelación de los objetos, sino que emprende la tarea de reubicarlos en la realidad. Por esto, la mirada siempre está a ras de lo que ve, operando en la vieja dimensión de lo utilitario. Se trata de que las cosas sean lo que el hombre quiera que sean, hasta el punto de que sin él, éstas no significarían nada. En este texto, de cierto desenfado irónico, la expresión de tono coloquial, con la mera intención de hacerse entender, adquiere el elemental rasgo de la funcionalidad. Las palabras y las imágenes conviven por la página. Esta proximidad consigue que el nombrar posea el gesto verbal del señalamiento, que indica a las cosas su posible misión. El hecho de que el poema se centre en la consideración de herramientas, refuerza la necesidad de reconstruir una realidad habitable, sin aspiraciones trascendentales. Esta voluntad reconciliadora influye también en la percepción del fenómeno temporal, más abierta y compleja. «Copla del tiempo» establece con el gran poema de Jorge Manrique un fecundo diálogo desde su misma sustancialidad expresiva, diálogo que es, a su vez, un asentimiento y una rectificación. Como vamos comprobando a lo largo de esta obra, la estructura formal no se queda en simple molde del contenido, sino que lo refuerza y, como ocurre aquí, lo complementa. Aquí, la presencia rítmica también significa tanto, que desde su silencio nos habla. Eliseo Diego emplea la misma estrofa de pie quebrado que Jorge Manrique para exponer el común sentimiento del transcurrir[15]. Pero si, a través del plano formal, vemos pasar el brusco río del tiempo, debido a la inmediata asociación que se produce con el pensamiento del poeta castellano, en el plano semántico la visión se complica, abriéndose a la comprensión penetrante de que, paradójicamente, es esta sustancia huidiza e indefinible, visible e invisible, la que nos permite ser:

Lunes y martes y pronto
la mañana
vuelve a ser la que antes era:
¿no estamos donde quedamos
de manera

que no nos falta la vida?

            La derecha e inexorable dirección que marca el tono elegíaco del poema de Manrique, aquí se tuerce, ya que el poeta de nuestro siglo sabe que el tiempo de la escritura no es el de la vida y, por tanto, se siente enredado en las propias líneas que traza. Tiempo para poder vivir y tiempo de la escritura para, ilusoriamente, detener su curso. El poema, con sus dos voces, la que suena y la que dice, nos instala en el centro del vértigo, en el instante insólito y eterno en que la conciencia de existir y de no existir hace posible, en su remolino, la realidad del hombre:

Pues cuanto más lo miramos
a este tan raro enemigo
nos abruma
cómo es también nuestro amigo,
cómo está en todas las cosas
escondido,

y vuelto aquello que amamos.

            Sin embargo, como apunté más atrás, a partir de Los días de tu vida (1977), el sentimiento de fugacidad que, callada pero machaconamente, insiste en el ritmo funeral de «Coplas del tiempo», se impone definitivamente al fulgor del instante, que vuelve para rescatarnos de tan siniestra corriente. La voz de Manrique nos llega para ganar de nuevo la partida y Los días de tu vida refrenda desde distintas perspectivas que enriquecen el volumen[16], la radical imposibilidad de ser otra vez quienes fuimos. Eliseo Diego no nos recuerda que el tiempo se escurre sin remedio, sino que nos lleva a esta dimensión de la perplejidad en que quien existió ya no existe. Magia de la desaparición, no el fluir de la vida. Para esto, el poeta emplea el recurso que podríamos llamar de la memoria imaginante. De ahí que el libro abunde en poemas con motivos artísticos, históricos e, incluso, arqueológicos. Las huellas de la historia humana que el olvido no ha podido llevarse aún, conforman el referente inequívoco del propio destino del hombre. A través de la memoria imaginante, la escritura consigue dotar de vida a la imagen de alguien que vivió hace siglos. El poeta se dirige a la muchacha de «Retrato de una joven, Antinoe, siglo II» como si en realidad estuviese viva, pero sin ocultar en ningún momento la real inexistencia de ella. Este cuerpo poético logra que el poeta hable a la vez a la viva y a la muerta, dejando en nuestro ánimo la fatal conmoción del asombro que produce la inexistencia:

Inquieta, inmóvil, suave, suplicante,
tú nos estás mirando con tus ojos rasgados.
[…]
¿Qué viste, di, sin verlo, no más hace un segundo,
entre el ir y venir de tu madre y la esclava?
[…]
                                        …El patio todo
se arrugó como una flor, voló en minucias,
y tú no te das cuenta, mira y mira, muchacha
suplicante
[…]
ya es inútil volver: te atrapó el Arte.

            No hay término medio: la presencia y la ausencia, gracias al poema, estallan sin solución de continuidad, en el pensamiento. Pero si en este libro el poeta suele encontrar fuera de sí mismo la incesante devastación de las horas, aunque siga echando mano para su reflexión de motivos ajenos a su mundo interior, los últimos libros revelan una mayor introspección y su tono se hace más personal y derrotado. La mirada se vuelve sobre sí, de modo que el otro es el mismo que escribe, interponiéndose entre el mundo y la escritura:

un triste viejo está mirándote
con qué terror desde tu cara.

Mirándote ávido y mirándote
mientras la luz te da en su cara.

      «Frente al espejo», A través de mi espejo, 1981

            Reconocer en sí el paso del tiempo equivale a desconocerse; por esto, el empleo de la segunda e, incluso, de la tercera persona. «En un abrir y cerrar de ojos» llegamos a ser pálidos reflejos de nosotros mismos. El hecho de que el centro de la reflexión sea el propio autor, rebaja la intensidad lírica de los poemas a favor de la precisión conceptual. Esta opción por descarnar el discurso no desemboca nunca en vagas abstracciones. La sobriedad verbal explica con exactitud el creciente sentimiento de intemperie. La ausencia va ganando terreno y, por consiguiente, el relieve de la realidad se desinfla en consonancia al apagamiento personal:

De mil novecientos veinte a mil
novecientos tantos
                                (aquí

pondrán la fecha exacta los
que vivan siquiera un poco más
que la simple suma de mis años).

                       «Biografía», A través de mi espejo

            La intensidad no reside ya en la fuerza imantadora de las imágenes, sino en el escalofrío de la meditación:

me he puesto yo a mirar
el no ser infinito que me aguarda

            «Entre la dicha y la tiniebla», A través de…

            La pavorosa conciencia de no ser lo va separando de sí mismo. De ahí, la recurrencia al doble, que expresa una paulatina sensación de extravío:

Mientras cruzo la calle, ¿no soy otro
que imagina ser yo…

         «De noche voy», Inventario de asombros, 1982

            Esta falta de autorreconocimiento empaña, incluso, el espejo de la escritura, por cuyas líneas se va difuminando, a medida que el poema está haciéndose, el rostro verbal de quien escribe. «La página en blanco» (Inventario de asombros) supone un guiño sutil que contradice al vigor luminoso que proyecta «La página blanca» de Rubén Darío. No obstante, como ya señalé al referirme al poema «No es más» de El oscuro esplendor, «La página en blanco», más que delatar una esencial desconfianza en las posibilidades de la expresión poética para transmitir imágenes e ideas, revela el estado de confusión personal[17]. En este sentido, el poema se convierte en otro modo eficaz para reflejar dicho estado:

Me da terror este papel blanco
tendido frente a mí como el vacío
por el que iré bajando línea a línea
descolgándome a pulso pozo adentro
sin saber dónde voy ni cómo subo
trepando atrás palabra tras palabra
que apenas sé qué son sino son sólo
fragmentos de mí mismo mal atados.

            La desorientación afecta al mismo centro vital del poeta: la casa y todo el ámbito familiar que convoca. Si, conforme hemos ido adentrándonos en esta poesía, libro a libro, descubríamos en la imagen recurrente de la casa la minuciosa labor del deterioro y el derrumbe de su mundo íntimo, en «El lugar donde vivo» (Inventario de asombros), el poeta recorre el ámbito de la extrañeza que se superpone al de la ruina. Eliseo Diego no nos presenta aquí una nueva imagen de la corrupción, sino el extremo sentimiento del desarraigo:

El lugar donde vivo no es el mío.
Quizás haya en Asturias una aldea
que se ajuste a mi bien, o quizá sea
un pueblito de Rusia, blanco y frío.

            La desconfianza y la prevención ante el extravío nos remiten, por contraste, a «Voy a nombrar las cosas». En este poema de En la Calzada…, el fervor de la memoria paladea cada cosa a la que alude y vierte en ellas el flujo, casi sanguíneo, del reconocimiento.
            En otras ocasiones, el paso del tiempo no se registra a través de la constatación de la ruina o de la desorientación existencial, sino mediante lo que podríamos llamar la técnica del contraste, cuya elaboración ya se insinúa en algunos poemas de Versiones. El poema «Locura» (A través de mi espejo), recurriendo a los ancestrales símbolos del día y de la noche, pone en el mismo plano de la mirada, sin crear interferencias mutuas, al suceder y a la inmovilidad, a la vida y a la muerte. Si cada día es irrepetible, distinto del siguiente, como cada individuo es diferente, único respecto a todos los demás mientras vive, la noche es una sola, indistinguible, como todos los hombres son ya iguales en su anonimato cuando dejan de ser. Para subrayar más, si cabe, la inconciliable diferencia entre la vida y la muerte, Eliseo Diego interroga al día, como si se tratara de un ser animado, mientras que a la noche se refiere como a algo inerme y, por consiguiente, no se dirige a ella. Así mismo, el poema está construido sobre liras, cada una con total unidad de sentido, evitándose de este modo que el día y la noche compartan una misma estrofa:

Irreparable día
que con paso minúsculo y secreto
te vas como venías,
¿por qué eres tan discreto
que no te aferras, clamas y porfías?

La noche siempre es una,
la que será después y la que ha sido,
la que meció la cuna
del sol recién nacido
y ha de arroparlo al fin en el olvido.

            Esta tendencia al contraste desliga el espacio del tiempo. Si en poemas anteriores, los que atañen, por ejemplo, a la casa, los desmanes del tiempo se plasman en el desorden y la decadencia de los ámbitos familiares, ahora el único que cambia es el hombre, no tales ámbitos (por ejemplo, en «No hace tanto» de Cuatro de oros, 1990). Esta otra forma de percibir el fenómeno temporal consigue darnos una impresión más inasible y desamparada de la existencia: los puntos de apoyo permanecen pero, increíblemente, algo nos empuja y nos impide mantenernos en ellos. Esta visión dual, inarmónica de la existencia, opone la conciencia que tiene el hombre de sí mismo a la inconciencia del animal, situado en lo abierto, tal como lo veía Rilke. El animal, ignorándose, habita siempre dentro del instante. Su presencia es instantánea, no sucesiva. De ahí que la muerte de un individuo no conmueva jamás a la especie. La alteración ocurre siempre en la superficie de la mirada analítica, no en el fondo común de la sangre. «Hacia la constelación de Hércules» (Los días de tu vida) nos traslada a este ámbito poderoso e inocente en que los animales dominaban la tierra. El poema recupera el vigor descriptivo y la fuerza material de muchos poemas de En la Calzada… El temblor de sus presencias casi se toca:

los inmensos animales paseaban entre las húmedas sombras
atentos a vivir tan sólo, y el fin de cada uno
era el comienzo del otro
[…]
                                         No sabían
que eran grandes carniceros de crestados lomos y ocupaban
con toda ingenuidad el vasto espacio que les correspondía
desde la desmesura del colmillo
a la diminuta cresta escarlata final de la cola.

            Espacio original sin tiempo. La potencia imaginativa del poema vuelve a conducirnos hasta donde, sin él, jamás hubiésemos llegado. Si este poema rehace el comienzo, «A la hospitalaria» (Inventario de asombros) recrea el espacio también sin tiempo de la resurrección[18], donde la proliferación de imágenes y desarrollos enumerativos evitan la dimensión de lo abstracto, a la vez que infunden al poema un mayor poder de convicción. Cada cosa, cada animal, cada hombre vuelve a ser el que fue. La sutileza imaginativa borra el posible tufo de incredulidad que pudiera llegar al lector. Es decir, mientras leemos el texto, asentimos. De la memoria retrospectiva de «Retrato de una joven, Antinoe, siglo II», donde Eliseo Diego evoca verosímiles circunstancias de la vida diaria para acercarse más aún a la joven, pasamos aquí a una suerte de memoria anticipativa, memoria imaginante que tampoco escamotea el hábito del matiz y la familiaridad del detalle. Entre la inocencia salvaje del comienzo y el reencuentro del fin con uno mismo, se extiende en «Oda a la joven luz» (Los días de tu vida) la pura presencia de la luz, uniendo lo remoto y lo inminente en su ingravidez constante, donde el tiempo y la memoria se diluyen. La simetría de sus estrofas –cinco versos por cada una– abunda en la armonía envolvente que proyecta el poema.

*

            Si la imaginación en la obra poética de Eliseo Diego es siempre un recurso para potenciar o desenmascarar la realidad, en su singularísima obra narrativa, el elemento imaginario ocupa el primer plano del texto y, a la vez que supone un recurso, constituye su argumento. En los poemas, la imaginación efectúa una labor esclarecedora, siempre al servicio del tema, originando suposiciones verosímiles para alcanzar con mayor precisión y materialidad la realidad alcanzada o intuida. Sin embargo, en Divertimentos (1946), el juego inventivo pone con frecuencia en jaque los hábitos de la percepción, creando de continuo situaciones inverosímiles que, debido al mínimo desarrollo argumental de estas propuestas en prosa, dejan al lector en una suerte de suspensión de la razón entre lo posible y lo imposible. Deshechos los dogmas de la lógica, los textos de Divertimentos, al revés que la poesía de Diego, no recrean la realidad, ni siquiera la insinúan, sino que la contradicen y, en esta contradicción, la revelan. Así Eliseo Diego, en su obra narrativa, insiste, ampliándolas desde distintas premisas y enfoques, sobre las mismas preocupaciones esenciales que conforman su obra poética. En «Del espejo», la muerte no se explica a través del paso del tiempo, sino desde la conciencia súbita del terror. La imagen de un hombre escapa del espejo y suplanta a su supuesto dueño en la realidad diaria, provocando la extrañeza de los amigos cuando comprueban que las costumbres, el carácter y las convicciones del suplantador son exactamente los contrarios a los del suplantado. Éste, movido por la curiosidad, intentó traspasar el cristal para ver si se trataba en realidad de una puerta. Una vez dentro, su imagen, desde fuera, lo mató arrojándole una silla. el texto nos hace sospechar de nosotros mismos. El juego tiene consecuencias terribles y nos contagia, en el fondo, el miedo esencial de no saber quiénes somos. Y es este desconocimiento el que alimenta nuestro temor a la muerte: somos también ella misma, a la vez que la ignoramos mientras somos nosotros. Escribe Alain Sicard que el espejo «es un objeto viviente en la medida en que refleja mi propia muerte»[19]. Esta visión inquietante reaparece en la poesía de Eliseo Diego, donde en el poema «Los tiempos» de Versiones nos dice: «El tiempo del infierno es la transparencia de un espejo». El verso nos transmite la imposibilidad del tiempo: la transparencia del espejo nos remite, en rigor, a la nada. Esta conciencia inmediata de la muerte propicia en esta obra narrativa réplicas insólitas para impedir su presencia. Si en el relato anterior, la muerte está dentro y fuera de nosotros, somos y no somos ella, en «Historia del Negro Haragán» (En las oscuras manos del olvido, 1942), la única obsesión de Doña Isabel es ocultarse de la muerte, encerrándose en su casa y organizando allí una realidad artificial y autosuficiente que la aísle del influjo de la realidad circundante y verdadera. La decisión de no ver la luz del sol ni la sombra de la noche, propicia la esperanza de que el transcurrir de los días no le afecte. Su aislamiento del mundo implica el acto de salir del tiempo. Esta misma actitud defensiva la encontramos en el relato «De la pelea» de Divertimentos, no incluido en esta antología. Allí, don Rigoberto se parapeta contra la muerte, agobiando de objetos variopintos todos los resquicios de su casa, pero, de modo inexplicable para él, llega un momento en que hay cosas que se caen o se rompen y, por mucho que don Rigoberto las sustituya por otras, el proceso es imparable y la muerte entra en su casa, encontrándolo en medio del más absoluto abandono. En el fondo, redunda en la idea de que la muerte surge de uno mismo. Morir es penetrar en el trizado espejo de nuestra propia ausencia. La muerte, en este tipo de relatos, aunque por debajo de sus argumentos, fluya la reflexión sobre el paso del tiempo, en la superficie de éstos, supone una irrupción inesperada y no el resultado final del suceder. La lectura de Divertimentos nos va dejando la sensación atenazante de que no hay salida, de que no hay más puerta que la que comunica la existencia con la inexistencia y viceversa. Por esto, ni siquiera el sueño supone un punto de fuga, sino la estremecedora y radical comprobación de este juego incesante de aniquilaciones a que está sometida la condición de ser vivo. El despertar en el sueño sucede en el momento culminante del hecho dramático y salva al soñador de la catástrofe. En «De la torre», sin embargo, es en el despertar donde se cumple el espanto, invirtiéndose así el proceso de las pesadillas:

   El cazador, echado en el suelo pétreo del valle, sueña. Sueña un león enorme. […] De pronto despierta aterrado al sentir un peso fatal en el cráneo. El león le clava los colmillos en la garganta y comienza a devorarlo.
   El león, echado entre los huesos de su víctima, sueña. Sueña un cazador que se acerca. […] Cuando por fin separa las venas tensas en las manos, despierta y es demasiado tarde. […]
   El cazador lo desuella, echa los huesos a un lado, se tiende en la piel, sueña un león enorme.

            Los sueños del cazador y del león forman en el texto círculos concéntricos de pavor, metáfora angustiosa de lo irreversible. A pesar del título del libro, no estamos ante juegos desenfadados ni ocurrentes bromas macabras. Cada breve pieza de Divertimentos es una tesela con la que se ensambla la incierta dimensión de lo inquietante. Por esto, cuando Lezama Lima escribe que «la cordialidad de su tono que utiliza el susto, pero no el terror ni lo terrible»[20], a mi entender, esta opinión desencaja en la atmósfera general del libro. La imaginación de Eliseo Diego juega, pero su juego no distrae al lector ni lo complace, sino que lo desconcierta. Si en la escritura poética del cubano, la labor de la memoria consiste en reconstruir, con la mayor nitidez verbal y plenitud posible, el pasado, testificando su desaparición, «Del vaso», mediante la tenaz concentración de un muchacho, representa el esfuerzo extremo de la memoria por desandar el camino del tiempo. La escritura poética nos deja ver la realidad pasada, pero no volver a habitarla. Entrevemos el pasado, no lo vivimos. A través de su poesía Eliseo Diego habla de la infancia perdida y aquí refiere la imposibilidad de recuperarla, no en la escritura, sino en sí mismo[21]. Sin embargo, como muy bien apunta Lezama Lima, hay en estas miniaturas narrativas «una medida de niñez que el maduro tiene que alcanzar de nuevo»[22]. De ahí la animación e intensidad dinámica que poseen los objetos. Las cosas, en definitiva, no pasan desapercibidas. Si la relación que el hombre mantiene con ellas en la poesía de Diego resulta benéfica al vivificar la memoria, prestándole su relieve y su imantación a la escritura, en la obra narrativa del cubano, dicha relación con las cosas hace saltar chispas de inquietud. Las cosas proyectan hacia fuera una rara energía cargada de incertidumbre, como si fuesen conscientes del destino trágico del hombre y de que la mansedumbre que adoptan es voluntaria, pudiéndose rebelar contra él cuando lo decidieran. De hecho, esto sucede en el texto, no incluido en la antología de Divertimentos, «De los terribles inocentes», donde un muchacho en su buhardilla tiene con las cosas que allí están una suerte de convivencia feliz y tranquilizadora, pero cuando éste decide escribir sobre ellas, las cosas consiguen sacarlo de la buhardilla poco a poco. La escritura parece robarles la libertad de ser lo que quisieran, al cubrirlas con la estrecha funda de la significación. De nuevo, se halla aquí latente la idea de que la escritura no puede al final restituir el hechizo abarcador de la mirada del niño. Bajo el delicioso lirismo de «Del vertedero», encontramos la venganza de éste, su seguridad de que va a durar más que Tío Pedro, quien lo patea porque el vertedero se traga sin remisión sus horas más gratas. El vertedero se convierte así en una espléndida y originalísima metáfora del tiempo y su halo de cruel inocencia:

   El Tío Pedro lo miraba con odio cómo se tragaba los restos mortales de sus mejores horas: colillas de cigarros y el polvo dorado de las nueve.
   Un día no pudo más y le largó un puntapié con toda su alma en el gaznate de hierro. Mientras el Tío Pedro se retorcía de dolor, el vertedero de bronce se enjugaba la garganta haciendo unas gárgaras soeces.
   La enemistad terminó noventa años más tarde, cuando el vertedero de bronce se tragó el último retrato que quedaba del Tío Pedro.

            Como señalé, esta extraordinaria expresividad de las cosas desaparece por completo en «Las herramientas todas del hombre», donde es el hombre quien es consciente ahora de la total inercia de éstas y, por consiguiente, la escritura sí que resulta necesaria y útil para conferir a la sumisión de las cosas sentido, pero no vitalidad. Su condición de seres inanimados las hace disponibles, pero a costa de perder su alma.
            A partir de los relatos incorporados en Muestrario del mundo…, se produce en la escritura narrativa de Eliseo Diego un mayor desarrollo argumental, aunque sin menoscabo de la densidad enigmática que insufla la atmósfera de Divertimentos. Si en este libro, el elemento inverosímil marca desde el comienzo del relato su intención de desviarse de la normalidad emotiva y perceptiva, ya en Noticias de la Quimera (1975), su último libro narrativo, el proceso de extrañeza argumental de sus relatos evoluciona gradualmente, envolviendo con segura lentitud al lector en una atmósfera neblinosa, producto de esta mezcla de realidad y fantasía, de vigilia y sueño que a estos relatos conforma. Sin embargo, estas narraciones poco tienen que ver con el llamado realismo mágico ni con los malabares metafísicos de Borges, sino con una suerte de estado alucinatorio y desafiante, en que la atmósfera de estos relatos va sumiendo a sus personajes, dejándolos, a veces, sin puntos de apoyo, en la falta absoluta de explicación. De este modo, por ejemplo, el relato «Nadie» colinda con lo absurdo. En él, un comerciante de escaleras de diversas formas y tamaños oye unos pasos al atardecer, que descienden por una de ellas. Las dimensiones de la escalera, de caracol, y el patio donde está expuesta junto con otras muchas, hacen imposible que alguien pueda bajar por ella, ya que su altura se pierde en el cielo. Los pasos, al llegar al último peldaño, van perfilando una figura que avanza hacia el vendedor y sus operarios. La sorpresa de la aparición pone en actitud violenta al comerciante:

   ¿Quién es usted? gritó en cuento pudo, ¿quién demonios es usted? […] El otro ladeó un poco la cabeza, como si dudase de la pregunta. «Nadie» dijo en voz baja, y se alejó a largos pasos elásticos.

            El relato se resiste denodadamente a la comprensión inmediata y global del lector. Este carácter irreductible del argumento contrasta con la sencillez y limpieza de su expresión. El hecho de que esta elementalidad formal acoja mundos mágicos infunde a estos relatos un cierto aire de cuento infantil, al asumir Eliseo Diego, como señala Aramís Quintero, «la singular alianza de la inocencia y lo terrible»[23].
            Leída en su conjunto la obra de Eliseo Diego, poesía y prosa tienden a formar una visión totalizadora de lo real en una iluminación mutua. La poesía cubre la dimensión consciente del hombre, donde la memoria y la reflexión introspectiva suponen un esfuerzo por aprehender y comprender el mundo, atestiguando a su vez la precariedad de la existencia y la perplejidad de ser. Por el contrario, el ejercicio de la fantasía satisface la necesidad humana de desentrañar este magma insondable que constituye el nivel de lo inconsciente, donde afloran terrores antiquísimos y maniobras imaginativas que desacuerdan con el sentido común, testimoniando la inconformidad intrínseca del ser humano consigo mismo y con lo que le rodea. La invención es la forma de rebeldía más radical que posee el hombre y su modo más contundente y más suyo de transformar la realidad. La poesía, en esta obra, aporta lucidez y la narrativa, abismo. La poesía trata de esclarecer la realidad y la prosa de complicarla. Así pues, pensamiento e imaginación dan la medida exacta del vértigo que supone ser hombre y tejen entre los dos, al tiempo que lo reflejan, el gratuito laberinto de existir y de no existir. Este acercamiento entre poesía y prosa contagia también a la propia escritura ya que, como bien apunta Aramís Quintero, en estas narraciones se transparenta «bajo su primera membrana, el motivo, el estímulo que pudo generar el poema, por su potencia como imagen y clima, pero en el cual pesaba su potencia dramática, su posible, aunque mínimo, desarrollo dramático»[24].
            La sed de lo perdido, título que recibe esta antología, se completa con una acertada selección de textos teóricos de Eliseo Diego de su Libro de quizás y quién sabe (1989), donde el cubano, a veces, desarrolla y, otras, simplemente esboza diversos aspectos de la creación poética. Desde los propiamente especulativos, como la defensa que lleva a cabo de la imaginación en «Sobre si hay o no muchos mundos», hasta aquellos en que aborda analíticamente la lectura crítica de un poema determinado. La fundamental preocupación de Eliseo Diego, a la hora de comentar textos poéticos, está en descubrir la necesaria adecuación entre la forma y el fondo. Su interés, en este sentido, se dirige a revelar la médula central del poema, a partir de la que éste organiza y justifica su valor como pieza literaria. De este modo, suele detenerse en la colocación de un verso determinado, de una sola palabra o simplemente en un punto de interrogación, de los que depende, para Eliseo Diego, la intensidad y la capacidad de atracción de éste o aquel poema. Este, podríamos llamar, rigor del matiz confiere a los textos un valor didáctico de incuestionable importancia, reforzado por el tono coloquial de la escritura, que le da a ésta un mayor carácter de inmediatez, hasta el punto de que el lector se convierte en un oyente que asiste a una lección magistral. Lo envolvente de las digresiones, la familiaridad de los ejemplos –a veces ajenos al propio mundo literario– para ilustrar éste o aquel recurso, sus insinuaciones humorísticas, para desahogar la atención intelectual, propiciada por la densidad del comentario, el entusiasmo sin paliativos de las exposiciones, dan a estos escritos un tono inconfundible y nos revelan la penetrante personalidad crítica del cubano. Especial detenimiento merece el texto «Cómo tener y no tener una alondra», en que el poeta comenta en profundidad y en extensión una estrofa del poeta Juan de Padilla. Al hilo de estas reflexiones, Eliseo Diego opina sobre diversos aspectos técnicos de la creación poética. Por ejemplo, la ineludible función del gerundio, tan puerilmente denostado, o la necesaria modestia de las rimas, cuyo valor no se lo da la posible originalidad sonora, sino su precisa ubicación en el texto. En este sentido, la construcción rimática, antes que sorprendente, debe ser oportuna. De ahí que el poeta cubano no minusvalore el uso de combinaciones rimáticas frecuentes. También establece con minuciosidad las tres condiciones imprescindibles para lograr una acertada ejecución estética. Las dos primeras, ya señaladas, llaman la atención sobre el «acto de atender» a fondo para singularizar el objeto contemplado y sobre el dominio técnico para trasladar al lenguaje la sustancialidad de lo real. En esta adecuación técnico-temática centra Eliseo Diego su análisis sobre el poema de Juan de Padilla, mostrando con delicadísima maestría la importancia de dicha adecuación para conseguir éste o aquel temblor de la vida. La perfección del comentario del cubano adquiere mayor importancia cuando comprobamos que esta misma exigencia creadora se refleja admirablemente en su obra. La tercera condición para consumar plenamente el proceso de la creación poética, está en «la fase de la comunicación de lo iluminado, en que el lector, el otro sin el cual nada habría, recrea la experiencia originaria, a través de aquella misma sugerencia y significaciones, aún tibias de vida». Este pensamiento devuelve a la expresión poética el segundo término del proceso de la comunicación, que es el receptor, tan devaluado, a veces, debido más a moda intelectual que a auténticas convicciones personales. La excesiva idealización de las palabras ha creado prodigiosos mundos verbales –las palabras, dice Pessoa  en el Libro del desasosiego, son cuerpo tocables, sirenas visibles–, pero también ha olvidado con demasiada frecuencia, durante este siglo, la dimensión instrumental de ésta, por la que el hombre no sólo puede distanciarse de todo y de todos, sino milagrosamente acercarse y hacerse entender, sin menoscabo de las exigencias inventivas y trascendentes propias del lenguaje poético. Esta última observación del cubano es especialmente significativa, porque revela la fe de Eliseo Diego en las capacidades del lenguaje poético para albergar y transmitir de un modo misterioso y eficaz –así es, en definitiva, el lenguaje del hombre– la increíble variedad de lo existente. Esta misma variedad explica la escrupulosa diversidad de tonos, ritmos y enfoques –siempre apartada de las veleidades y los caprichos del alarde, que en un primer momento pueden atraer, pero, rápidamente, se olvidan por su vacuidad de fondo– que, sólidamente, sostiene esta obra, una de las más ricas y profundas del último medio siglo en nuestra lengua, y que hace, por todo lo dicho, verdaderamente atractiva y fértil, para que los jóvenes poetas puedan continuar desarrollando las múltiples propuestas de Eliseo Diego.

[1] Eliseo Diego, La sed de lo perdido, antología a cargo de Antonio Fernández Ferrer (Siruela, Madrid, 1994).
[2] Raúl Hernández Novás, «Nombrar las cosas» (Casa de las Américas nº 83, La Habana, marzo-abril, 1974).
[3] Eliseo Diego, «Cómo tener y no tener una alondra» (Libro de quizás y de quién sabe, ed. Letras Cubanas, La Habana, 1989).
[4] Cintio Vitier, «En la Calzada de Jesús del Monte» (Orígenes IV, 21, La Habana, primavera, 1949; incluido en Crítica sucesiva, ed. Unión, La Habana, 1971).
[5] A este respecto, resulta fundamental el estudio de Raúl Hernández Novás sobre el tratamiento que las sensaciones y emociones reciben en esta obra, a diferencia del que desarrollaron los modernistas y el cubano Emilio Ballagas.
[6] Op. cit.
[7] «Eliseo Diego tiene en todo momento sus visiones inmóviles ante sí, puede palparlas con tiempo sobrado y espacio suficiente», Cintio Vitier, op. cit.
[8] Aramís Quintero, «Prólogo» a Prosas escogidas de Eliseo Diego (ed. Letras Cubanas, La Habana, 1983).
[9] Eliseo Diego, «A través de mi espejo» (Unión nº 4, año IX, 1970, incluido también en Prosas escogidas)
[10] «Mito criollo de la república de raíz patriarcal, la República que era el nombre sumo de los antepasados». Cintio Vitier, «La poesía de la memoria en Diego», Lo cubano en la poesía (Universidad Central de las Villas, la Habana, 1958; también publicado en Instituto Cubano del Libro, La Habana, 1970).
[11] Cintio Vitier, «La poesía de la memoria en Diego», op. cit.
[12] Eliseo Diego, «A través de mi espejo», op. cit.
[13] Aramís Quintero, «Prólogo» a Prosas escogidas de Eliseo diego, op. cit.
[14] «Cangrejos», Versiones (1967)
[15] Una variante rítmica de las coplas de pie quebrado se lleva a cabo en «Al otro día» (Poemas al margen, 1946-1992), poema de cuatro versos por estrofa, donde los tres primeros, eneasílabos, se dejan caer en el último, pentasílabo. El ritmo, perfectamente ajustado al tema que desarrolla, señala, de modo fidedigno, los tropezones del tiempo y sus reincidencias macabras. La preocupación de Diego por actualizar y rescatar maneras estróficas y rítmicas casi olvidadas, ampliando las posibilidades expresivas de éstas, es una de las constantes en el trabajo artístico de este autor.
[16] El libro, de tono, a veces, marcadamente narrativo, va alternando en sus poemas dos planos fundamentales: conciencia del tiempo histórico y sus desmanes («Pequeña historia de Cuba», «Cristóbal Colón inventa el Nuevo Mundo»), donde se incluye un homenaje a Che Guevara, proclamando la vigencia de su influjo en la historia presente. Y conciencia del tiempo ido. En este segundo plano, poemas como «Hacia la constelación de Hércules», «Oda a la joven luz» y «En lo alto» –ámbito de lo natural– contrastan con el tiempo irreparable del mundo humano («Daguerrotipo de una desconocida», «Retrato de una joven, Antinoe, siglo II»). El poema «Vasija india» resume estas dos tendencias del libro: crítica de la historia y sus barbaries, y testimonio de la fugacidad.
[17] «No hay artistas que, puesto a su obra, no sienta la radical insuficiencia del instrumento que le haya tocado en suerte. La expresión en sí misma es ya una pérdida, una traición de lo que expresa» (Eliseo Diego, «Secretos del mirar atento: en torno a H. Ch. Andersen», en Prosas escogidas). «Algunos resultan capaces de trasladar el aspecto iluminado de una materia a otra: en nuestro caso, de la realidad a la materia idiomática. El tránsito ha de ser hecho con tal delicadeza, que no se pierda ni una sola de las infinitas sugerencias vivas dentro de lo real, así como ni uno solo de sus múltiples significados posibles» (Eliseo Diego, «Cómo tener y no tener una alondra»). Vista la trayectoria poética de Diego, en la que la decisión de nombrar y matizar rara vez desfallece o titubea para poner al lenguaje frente a sí mismo y cuestionarlo, sino que insiste hasta sus últimos poemas sobre las mismas necesidades vitales y variedad formal, estas dos frases, cuyos sentidos se oponen, no se deben, a mi juicio, considerar aisladas ni siquiera al pie de la letra, ya que la ingenuidad en este mundo poético, dado sus intachables resultados, está completamente descartada. La primera indica la conciencia que todo poeta debe tener de las limitaciones del instrumento que maneja: la palabra, que es «una materia que, prácticamente, no existe». La segunda, el alto grado de exigencia, necesario para apresar con cierto éxito algo de la vasta realidad.
[18] «A la hospitalaria» contrarresta el tono decepcionante y resignadamente irónico con que el autor, en otros poemas, imagina la realidad de la muerte. Este poema resulta doblemente significativo en la visión poética de Diego, ya que, a su innegable valor literario, hay que añadirle las convicciones religiosas del cubano. No obstante, como apunta acertadamente Alain Sicard, «escasos son los poemas de temática declaradamente religiosa, es en el drama temporal donde descifra los signos de una trascendencia» (Alain Sicard, «En un roce inocente de la luz (Para una poética de Eliseo Diego)», Casa de las Américas,149, La Habana, marzo-abril, 1985).
[19] Alain Sicard, op. cit.
[20] José Lezama Lima, «Sobre Divertimentos de Eliseo Diego (Orígenes III, 10, La Habana, verano de 1946).
[21] Esta cuestión la aclara de modo penetrante Aramís Quintero: «En el relato “Del vaso” se da expresión, de la manera más intensa, al drama íntimo de la visión y posesión de las cosas. El jarro –precisamente un jarro– de la infancia no vuelve al protagonista sino a través del más violento esfuerzo. Para poseerlo nuevamente ha tenido que verlo con los ojos de antes […] Volver a ver el jarro de la infancia es regresar al tiempo aquel. Por eso, en la ficción, el jarro está presente al final y el personaje se ha marchado. Lo formidable del esfuerzo se expresa en el hecho de que el mismo le ha costado la vida», op. cit. «Del vaso» muestra la imposibilidad de volver a ser niño y «Las ruinas circulares» de Borges, la imposibilidad de ser alguien. Ambos textos, con distintos mecanismos creativos, desarrollan esta atención absorta por crear la realidad, y ambos protagonistas desaparecen al lograr su propósito.
[22] Op. cit.
[23] Op. cit.
[24] Op. cit.

Publicado en Cuadernos Hispanoamericanos, núms. 529/30, Madrid, julio-agosto 1994.