Francisco José Cruz, Paulino Lorenzo (coordinador de las Jornadas) y Pedro Lastra en Laguardia. |
Ante el busto del fabulista Félix María Samaniego en el Paseo del Collado (Laguardia) |
Casa de los Periodistas. Rafael Amilburu presenta la lectura de Francisco José Cruz |
por Rafael Amilburu
Buenas tardes, etc. Voy a empezar
con algo que (curiosamente) no viene mucho a cuento; voy a leer un breve poema.
Más tarde pronunciaré seguramente alguna frase hecha que les sonará a frase
hecha y otras, retóricamente ajustadas en el discurso, que SÍ les parecerá que
vienen al caso. Pero ahora, para evitar en lo posible los lugares comunes y
ahuyentar los rigores de una presentación formal (una presentación sobria, que
no nos invite directamente a los tragos gozosos que nos reserva el invitado),
lo que haré será leer un poema como introducción (con el permiso de Francisco
José) (Pero no crean que un poema de Francisco, no: cualquier otro) Por
ejemplo, un poema de Carlos Pujol.
Demasiados poetas,
repetidos, insomnes, azogados,
víctimas de la incomprensión, atentos
a la escucha de voces
por exigencias de un imperativo
de musas y amor propio;
metafóricos, chinches, irritables,
amantes de palabras como nubes
que no se dejan abrazar, sublimes
en caso necesario,
pararrayos de Dios, según les llaman;
de los que cuando mueren
se derrumban los cielos. Hay que ver
lo que los tropos pueden dar de sí
Demasiados
poetas, más que suficientes… pero no tantos. Se les reconoce; están ahí, al
alcance del ojo, se mesan las barbas o, en ocasiones, componen tortillas de dos
huevos sin que el vecino lo sospeche, ni siquiera cuando en la sartén crepitan
sonoros endecasílabos fritos. También comparecen en jornadas donde se citan
barruntadores de rarezas, otros poetas, y despistados en general. Son discretos
pero los conocemos, sabemos que existen: antes salía alguno en los billetes…
Hoy nadie sabe quién sale en los billetes, si es que en los billetes sale
alguien. Hoy casi nadie sabe de dónde salen los billetes con los que comprar…
¿quién sabe? ¿libros? (Tiempos confusos para libros y convulsos para billetes.
Tiempos necios para valores y para precios).
Salió
Machado. Con Machado vivíamos mejor. Machado lo resolvía bien fácil: confiemos
en que no será verdad nada de lo que sabemos. Pero Machado sabía demasiado.
Sabía que en nuestra literatura casi todo lo que no es folklore es pedantería,
y sabía que hoy es siempre todavía, y, en fin, sabía tanto, que, muy
probablemente, imaginó, si su modestia lo permitiera, que algún día sus
palabras, robadas del vademécum aforístico, iban a servir a un españolito para
salir de un entuerto; por ejemplo de éste.
No
hay demasiados poetas (ni como Machado ni) como Francisco José Cruz, sublime en
caso necesario. Poetas que a veces se vistan de astronautas para quedarse
mirando la mesa de la cocina. No hay demasiados poetas capaces de dar de comer
a los elefantes del zoo y mucho menos que encabecen uno de sus poemas con un
epígrafe de Félix Rodríguez de la Fuente. (Dice Jaime Jaramillo que no se
encuentran muchos epígrafes ni muchas citas en los grandes escritores. Que las
citas las tomamos de ellos. Como vemos, hay excepciones. Y es que Francisco
José Cruz (nuestro gran escritor de
hoy) no es especialmente aficionado al epígrafe, pero el que por su intercesión
firma el amante de los lobos Rodríguez de la Fuente es tan oportuno que, o lo
convierte en un gran escritor, o hay que informar a Jaramillo. (Y eso en
cuanto) la poesía de Francisco José Cruz es contraria a la extravagancia, y a
las minucias: no es moco de pavo invocar los restos de un plato roto de
porcelana (un plato de porcelana hecho añicos son cien años perdidos). Siempre
veraz, el corazón de los poemas de Cruz palpita con una profundidad que puede
devenir más o menos dramática, desde luego nada leve, quizá cruel, pero no
necesariamente triste. La poesía de Cruz late con un latido dulce, de ritmo
impecable, que no hace duro el poema, sino armonioso. La poesía de Cruz tiene
para mí tanta música, y tan honda, como merengue se necesita para romper una
campana.
Hoy
nos visita un poeta joven cuyos primeros premios datan ya de hace unos años,
más de 25, lo que indica, a la vista de su lozanía, cierta precocidad (como
puede que mande el canon). (Quiero hacerle saber a nuestro invitado, por si se
sintiera adulado, que el clima de estas Jornadas reina el amor y los afectos
son siempre sinceros).
Desde
la ciudad de Carmona, en Sevilla, dirige la revista y la colección de libros de
poesía Palimpsesto. También es asesor de la Biblioteca Sibila-Fundación BBVA de
Poesía en Español. Para ambas colecciones Cruz trabaja en ediciones de nombres
de la poesía hispanoamericana prácticamente inéditos en España, caso del
guatemalteco Humberto Ak’abal, el mejicano Antonio Deltoro o el colombiano José
Manuel Arango, del que ha editado y prologado un volumen con su poesía
completa. Con estos y otros poetas, (con el añorado Montejo presidiéndolo desde
las alturas, y Pedro Lastra y Óscar Hahn en la retaguardia chilena), se
conforma el círculo poético y amistoso de Cruz, que mira a América y vuelve a
Sevilla en un viaje semejante al de aquellos cantes ultramarinos de ida y
vuelta. Cantes flamencos de cuyas letras Francisco José se ha ocupado con demofilia (también, en la editorial que
dirige), y que constituyen una herencia cuyo esquema métrico, en forma de coplas
o soleares, suele aparecer en la poesía de Francisco con su correspondiente
aroma popular, destilado y dotado de una intensidad distinta para la disciplina
que se trata. Si bien los caminos de la copla pueden llevarnos al haikú, como
nos recuerda nuestro admirado Sergio Sandoval en su imitación-adaptación de
Basho: De muy lejos te traía / el clavel
más colorado / pero a mitad del camino / se lo comió mi caballo. En
cuestión de coplas Francisco José Cruz logra deshacer el peligroso lastre
propio del ejercicio de estilo con esta contundencia (con permiso): Quédate conmigo / no me faltes nunca / que
me vaya yo antes / por mucho que sufras.
No sé si les he
dicho que hoy nos visita y mañana nos visita Francisco José Cruz. Se trata de
un poeta que, como todo payo, tarde o temprano va a morir. Y lo que es más
grave: es consciente de ello, sabe que va a morir. Y para colmo sabe con
Machado que la existencia práctica de un
problema metafísico consiste en que alguien se lo plantee. La certeza fatal
espantó a Darío, al que ahora evoca Cruz con este hermoso libro, El espanto seguro. El detalle de los
nombres de los demás libros de su autoría lo tienen ustedes en el folleto. Compren
ustedes libros, hombre, que el pan lo están regalando.
Fran Cruz lee su poema "Aniversario de boda" |
En los estudios de Onda Cero, programa La Rioja en la Onda http://www.ondacero.es/audios-online/emisoras/rioja/rioja-onda-27042012_2012042700080.html minutos 1:15:43 a 1:28:32 |
Con el padre Juan Bautista Olarte, bibliotecario del Monasterio de San Millán de la Cogolla |
Palpando pergaminos de un cantoral gregoriano del siglo XVIII |
Ante la puerta del Monasterio. De izqda. a dcha.: Chari Acal, Pedro Lastra, Fran Cruz y Paulino Lorenzo. |
En el Café Bretón |
Francisco José Cruz y Pedro Lastra |
De izqda. a dcha.: Chari Acal, Fran Cruz, Alfonso Martínez Galilea (librero y editor) y Pedro Lastra |
Casa de los Periodistas. Francisco José Cruz presenta la lectura de Pedro Lastra |
PEDRO LASTRA, EL POETA
por Francisco José Cruz
Siempre recordaré con inmensa gratitud cómo conocí a Pedro Lastra. Nos
presentó nuestro común y llorado amigo Eugenio Montejo, quien ya venía hablándome
tiempo atrás de su excelencia humana y creadora. Así que, cuando coincidimos por
primera vez en unas jornadas poéticas organizadas por la Universidad
Internacional Menéndez Pelayo en Sevilla, a finales de 2000, o sea, a caballo
de dos siglos, surgió entre nosotros un recíproco e inmediato afecto, mantenido
con creces hasta hoy. En estos casi doce años de entrañable amistad, hemos
emprendido juntos entusiastas empresas, como el frustrado proyecto de levantar
la Casa de los Poetas de Sevilla y la fructífera formación de la Biblioteca
Sibila, cuyo propósito de revisar y difundir las diversas tradiciones poéticas
de los países hispanohablantes continúa la familiar tarea editorial de Pedro
Lastra, iniciada en los años 60, al dirigir la colección «Letras de América» de
la Editorial Universitaria de Santiago de Chile.
Dentro de este campo,
descubrimos su decidido y persistente interés por los poetas marginales, sobre
algunos de los cuales ha escrito oportunas páginas para sacarlos del injusto
ostracismo. A quienes leemos y tratamos a Pedro Lastra, este noble empeño suyo
no nos sorprende, si tenemos en cuenta su finura de espíritu, tan acorde con su
profundo y delicado conocimiento de la literatura hispanoamericana, desde la
época colonial hasta hoy, donde ni las teorías académicas ni las esporádicas
modas han condicionado sus gustos de lector, «lector de todas las horas», como
se autocalifica en una entrevista que tuve la fortuna de hacerle. Se pueden
decir de Pedro Lastra las mismas palabras que él dijo de Jorge Teillier, «quien
siempre tenía presentes a los poetas perdidos de Chile». Estoy convencido de
que, por debajo de esta necesaria llamada de atención crítica, late en Lastra
un íntimo sentimiento de pertenencia a esa cambiante nómina de poetas situados
al margen del prestigio o la fama por una u otra circunstancia, pese al
considerable reconocimiento público de su poesía en los últimos años. Dado su
discreto talante ante la vida y, por ende, ante el fenómeno artístico, uno está
tentado de creer que, si no ha buscado dicha marginalidad, al menos se siente
cómodo fuera de foco, dejando, sin resentimiento alguno, que su tan apreciada
labor docente ocupara el primer plano de sus actividades públicas. En el fondo,
su modestia nos revela la auténtica posición del poeta de hoy y nos previene
contra el afán desorbitado de estar en el candelero, como si esto fuera una
cualidad estética.
Esta lección moral,
infrecuente en los cenáculos literarios, ha influido decisivamente, a mi
parecer, en el tono y los enfoques de su poesía, la cual, según Gonzalo Rojas,
posee «la cortesía del recato», frase que no puede aunar mejor sus maneras de
hombre y de poeta. La pulcra concisión de su escritura se distancia de la
corriente más oceánica y experimental de la tradición chilena, aunque no
desdeñe de ella ciertos sondeos imaginativos. En realidad, Pedro Lastra ha
publicado a lo largo de su dilatada vida un solo libro, al que en sucesivas
ediciones, bajo distintos títulos, ha corregido, añadido y eliminado este o
aquel poema. En este sentido, sin llegar al desaforado inconformismo de Juan
Ramón Jiménez, su obra también está en marcha, aunque, a diferencia del poeta
de Moguer, la poesía de nuestro chileno es breve, tanto en número de poemas
como –salvo contadas composiciones– en la extensión de los mismos. Sin duda,
Lastra firmaría el pensamiento del cineasta Robert Bresson, según el cual «no
se crea agregando, sino suprimiendo».
La brevedad lo aparta
del énfasis, favoreciendo la sugerencia, la reticencia y la evocación en voz
baja. Raros son los poemas de Pedro Lastra que desarrollan una anécdota hasta
sus últimas consecuencias. En general, son imágenes y sensaciones fugaces las
que tejen con indeleble sutileza el tapiz de una emoción o una idea. De ahí, la
impresión de anonadamiento que nos transmiten muchos poemas suyos, donde las
palabras crean antes una atmósfera que un discurso. Ya reza un verso de Luis
Rosales que «la ambigüedad es el pulso corporal del poema». Poesía desconcertada, no desconcertante, que se desliza entre la
vigilia y el sueño para mostrar la condición inestable de la existencia. En
este sentido, hay poemas centrados en describir un sueño sin la previa
advertencia de que lo es, como, por ejemplo, «Informe para extranjeros», en el
que la incoherencia interna de los hechos narrados, lejos de dejarnos fuera de
su significación, intensifica la perplejidad y el esencial descolocamiento de
los seres, verdadera intención del poema:
mis
hermanos me miran y no me reconocen,
me
preguntan quién soy, por qué he venido
tan
tarde, ya es de noche, no sé qué contestar,
mi
padre abre una puerta y alguien entra,
yo
sigo dando cuerda a una caja de música
que
se rompe en mis manos
La angustia que queda
flotando la alivia de algún modo el solitario verso final, separado del resto
por un espacio de inquietante silencio: Que
no haya tristeza.
Este sesgo estoico es,
además, una característica, más o menos perceptible, de toda esta poesía.
Estoicismo que encuentra su natural complemento en refinadas insinuaciones
irónicas, como en el poema titulado «Carta de navegación», de corte aforístico,
que cito completo: El futuro está claro /
pero el presente es imprevisible, donde, al contrario del tópico, el temor
no es por lo que vendrá, que ya se da por hecho, sino por lo que pueda suceder
aquí y ahora. La ironía, pues, funciona en esta obra como una segunda voz, que
no llega a degradar o corroer la condición humana. Ironía que ya está implícita
en la misma perspectiva desde la que está escrito uno de los poemas más hondos
y conmovedores de Pedro Lastra, «Ya hablaremos de nuestra juventud»:
Ya
hablaremos de nuestra juventud,
ya
hablaremos después, muertos o vivos
con
tanto tiempo encima,
con
años fantasmales que no fueron los nuestros
[…]
Hablaremos
sentados en los parques
como
veinte años antes, como treinta años antes,
indignados
del mundo,
sin
recordar palabra, quiénes fuimos»
Es decir, ya
hablaremos justamente cuando no podamos, cuando seamos nadie o lo que
recordemos nos resulte ya ajeno. El poema, como otros de Lastra, se adelanta a
lo irremediable, llenándonos de anticipada nostalgia.
Poesía que nos
recuerda a cada verso que ya no estamos en donde estuvimos o no estaremos en
donde estamos. El inexorable paso del tiempo alienta el tema central de este mundo
lírico, que es el exilio, entendido en un sentido existencial e, incluso
metafísico, sin por ello desentenderse de las circunstancias personales del
autor, quien forma parte de la llamada generación dispersa o diezmada por la
diáspora que provocó el golpe de estado de 1973 en su país. En «Los días
contados», título significativo al respecto, leemos:
Después
de todo, el país es muy bello,
si
de mí dependiera
creo
que no abandonaría estos lugares
El poema, considerado
aisladamente, puede interpretarse que alude a una situación concreta, pero en
el contexto de la obra adquiere una estremecedora dimensión simbólica de
nuestra condición de seres provisionales, cuyo último verso, de tan eficaz
sencillez emotiva refrenda: A mí me
gustaría quedarme con ustedes. Así pues, más allá de las circunstancias
históricas o personales, la poesía de Pedro Lastra está dominada de cabo a
rabo, en palabras de Carlos Germán Belli, por «los sentimientos del forastero
absoluto». De ahí que sus versos parezcan ir de puntillas, tratando de pasar
inadvertido, apoyándose unos en otros sigilosamente hasta lograr eso que Óscar
Hahn denomina «recóndita armonía» y que, según creo, contrarresta, mientras
dura el poema, el desorden y el desconcierto del mundo.
Ojalá que quienes no
hayan leído aún a Pedro Lastra, después de oír su lectura, compartan con
Gonzalo Rojas que es «un poeta necesario».
Logroño, 26 y 27 de abril de 2012.