No sé por qué olvidamos,
con demasiada frecuencia, por cierto,
que cada vez que lanzamos al aire
una pregunta,
estalla en algún sitio de nosotros
en el que no habitamos a diario,
y lo destruye irremisiblemente,
dejándonos menos mundo en la carne,
menos tacto para alcanzar las cosas
que están alrededor de nuestra vida
y a su modo enigmático la forman.
Quizá si, de una vez por todas,
intentásemos,
desde todas las formas posibles del
silencio,
adelantar respuestas sin que nadie pregunte,
puede que las preguntas –que
giran en el viento
amenazando el curso de la sangre,
la órbita de cuanto vamos siendo–
poco a poco, sin daños se deshagan,
perdiendo su tensión en la memoria
sideral de la inercia.
Y así nos caería en las manos y en los ojos
una lluvia de globos desinflándose
que no nos causaría, como es lógico,
sino un leve estupor.
Sin embargo, vacíos de preguntas
y llenos de respuestas
–acaso
semejantes al vacío–
que saldrían sin prisa ni pausa por los
poros,
como un vaho envolvente que es un cuerpo
que sólo se dedica a responder,
la inercia irreversible de la nada
nos chuparía todo lo que somos,
antes de que pudiéramos morirnos.
Y sin manos para arrojar preguntas,
no podríamos siquiera saber
si alguna vez vivimos.
Por esto, al escribir lanzo preguntas,
aunque no las perfile con un signo,
para que alguien, por ejemplo, tú,
al menos las conteste devolviéndolas.
El juego de existir
prohibe no hacer nada.
Francisco José Cruz
Francisco José Cruz y Jesús Aguado
en la desembocadura del río Guadalquivir, frente al Coto de Doñana. Octubre de 1994. |
―La coherencia de tus intereses temáticos no
sólo se descubre en el desarrollo interno de tu visión poética, sino también en
la constancia de tus planteamientos: cada libro tuyo, desde diversas
perspectivas y tonos, supone una insistencia necesaria. Uno de tus asuntos
recurrentes es el sentimiento de lo sagrado o, mejor dicho, su vivencia. Tú
escribes, refiriéndote a la actividad poética, que consiste «en la convocación
de lo divino para que se encarne y participe de lo que somos». Y aclaras: «lo
divino […] está cerca de los que nos connota la palabra naturaleza». ¿Es el
poeta ese ser privilegiado, especie de sacerdote que ayuda a la comunidad,
también del mundo desarrollado, a recuperar una relación trascendental y viva
con el ámbito natural, o su labor actual se reduce al mero e inerte ornamento?
―El
poeta no es el sacerdote de la comunidad. En otros tiempos sí que lo fue, y
probablemente el hombre no hubiera evolucionado sin esa labor de mediación que
el poeta ejercía entre lo misterioso que vivía fuera de él, en la Naturaleza, y
lo misterioso que bullía en su propio interior, llámesele a esto vísceras,
conciencia, sentimientos, sensaciones, lenguaje, etc. El poeta no era sino el
puente tendido entre uno y otro recinto: lo de dentro y lo de fuera, lo de arriba
y lo de abajo. En épocas de separación casi absoluta entre ambos, es lógico que
el poeta fuera necesario para la sociedad. Era una especie de ingeniero de
caminos, desbrozando los parajes salvajes por los que acabarían transitando la
Historia y la conciencia. En el momento actual, sin embargo, lo de dentro y lo
de fuera se han acercado mucho: apenas podemos distinguir el latido del corazón
de la bocina de un automóvil, todo vive a flor de piel; además, la Historia y
la conciencia ya son mayores de edad y saben (¿lo saben?) andar sin que les
lleven de la mano. El poeta, por lo tanto, ya no es necesario para la
comunidad, o lo es en tan escasa medida que no merece la pena ni que se
comente. El poeta, sin embargo, empieza a ser cada vez más importante, en un
proceso que eclosiona a partir del Romanticismo, para los individuos, es decir,
para esa parte dentro de nosotros que no se resigna a ser sólo comunidad, para
esa parte que decide tener una parcela de su vida no controlada directa o
indirectamente por la comunidad. Frente a los otros saberes (la filosofía, la
política, la medicina…), la poesía no se dirige hoy tanto a la sociedad como a
cada hombre concreto. La Poesía es el ámbito de libertad más firme contra la
contaminación y la colonización de nuestros espacios exteriores e interiores.
Es lo esencial, y no porque sea una actividad sagrada, sino porque es lo más
radicalmente propio, esa única botella que nunca se rompe por más virulenta que
sea la pelea en el saloon y que es
casi como si jamás hubiera estado allí.
―Sigues
diciendo en el mismo texto: «La poesía es vivir a la intemperie; es también
arrojarse al agua maniatados pero confiados en que alguien, que en mi caso he
denominado Señor de la Tristeza, entienda lo suficiente de nudos y corrientes
como para ponernos a salvo». Teniendo en cuenta que la concepción de lo sagrado
que distingue tu obra no se basa de ningún modo en la recompensa, ¿de qué hay
que salvarse y cómo se concilian intemperie y rescate?
―Hay
que salvarse de los prejuicios que la sociedad ha ido urdiendo a lo largo de la
Historia. Empezando por los prejuicios religiosos. Todo prejuicio es la semilla
de un fundamentalismo, y todo fundamentalismo es la muerte del individuo. Vivir
a la intemperie es un lento proceso que consiste en ir deshaciendo los nudos
que nos obligan a hacer nuestro camino arrastrando pesos muertos, los cadáveres
que nos atan a los otros y lo otro. Cuando uno descubre lo que es, siempre se
encuentra solo y en medio de la nada. Una mano y un hilo al viento, eso es
todo. Esta es la salvación: uno frente a todos volando su cometa. No blandiendo
un hacha o un libro de teología o de política o enarbolando con saña una
estética determinada: sólo una cometa; una mano y un hilo y algo allá arriba
cuyo dibujo apenas se distinga.
―La coherencia
de tus planteamientos no descarta la contradicción, que no es más que el hecho
de exponerse de modo radical ante el acto radical de existir. Así, si lo divino
implica comunión con la naturaleza, en tu poema «El nombre de Dios. Krishna» (Libro
de homenajes), la divinidad parece estar
al margen de los intereses humanos. Y, por debajo de esta libertad y falta de
compromiso que se da entre Dios y el hombre, percibo un latente desamparo y un
reproche por este desentendimiento de fondo o suerte de irresponsabilidad
divina hacia el hombre: «jugar ese es tu nombre y me has creado / por capricho
por nada para hacerme / una broma […] / es igual que te escupa o que te bese».
¿Se puede decir que nuestra relación con lo sagrado se empobrece desde el mismo
momento en que percibimos a la divinidad de forma personificada, no en nosotros,
sino fuera de nosotros?
―Aunque
mencione a Dios o a lo divino en algunos de mis textos, en realidad no sé a qué
me estoy refiriendo. Si ya bastante extraño me siento cuando pronuncio casa o perro como dando a entender que sé de lo que hablo, imagínate
cuando los términos son Dios o lo divino. Quizá nombrar a Dios sea intentar
hacerle caer en la tentación de ponerse en contacto con nosotros, una
triquiñuela ingenua e insensata. Y quizá la cometa sea el rostro de Dios, o mi
propio rostro, o el rostro de la Historia, o una gran superficie en blanco, o
el rostro del Tiempo. Lo importante no es de quién o de qué sea el rostro; lo
importante es encontrar la manera de hacerse lo suficientemente fuertes,
habilidosos y libres como para lanzarla al viento y gozar con sus cabriolas.
―Escribe
con acierto el crítico Pedro Roso que en tu poesía «el tono meditativo y moral»
está «corregido por la ironía». ¿Qué aporta la ironía a la trascendencia, que
en tus libros, más que discutir, parecen complementarse?
―La
ironía, en este contexto y en este sentido, es la facultad de hacer menos pesada
la trascendencia, de echar lastre por la borda y de este modo hacerla más
humana. Y la trascendencia es la habilidad de transformar la ironía de mero
producto del ingenio en un reto para el espíritu, de una casa con vistas en un
laberinto peligroso.
―Escribes
que «lo divino se hace uno con nosotros cuando, sin renunciar a lo que somos,
nos hemos metamorfoseado también en árbol y océano». Una de tus obsesiones
poéticas está en liberarse de las amarras del yo. Muchos de tus poemas nos
invitan a ser otras cosas y ellos mismos operan esta posibilidad. ¿Este estado
de múltiple enajenación gozosa es privilegio del poeta o puede lograrse fuera
de la escritura?
―En
efecto, este «estado de múltiple enajenación gozosa» (expresión afortunadísima)
es privilegio del poeta. Es una idea sobre la que ha escrito páginas muy
lúcidas María Zambrano. Pero ¿puede lograrse dentro de la escritura? Te aseguro
que cuanto he escrito intentando cercar esta experiencia se ha quedado muy
lejos de la misma. Es más: apenas he logrado dar la impresión de que no era
sino otra de las imposturas literarias a las que inevitablemente uno se somete
cuando escribe. Fuera de la escritura claro que se puede conseguir: es el lugar
natural para conseguirlo, y para ello no hace falta ser escritor. Basta estar
vivo, plenamente vivo. La Poesía ayuda a llegar a este estado de plenitud, pero
la escritura no es sino uno de los lugares en los que se aparece este fantasma.
Una vez más, habría que decir que la Poesía es el puente entre el yo y las
cosas y los seres. Gracias a ella, no sólo podemos participar de todo lo que
existe y lo que no, sino que podemos mirarnos con sus ojos; no es igual
mirarnos al espejo noche y día, gesto que define lo contemporáneo y que nos
vuelve narcisistas y potencia nuestro yo, que mirarnos con los ojos que nos
prestan los bosques, los barcos o las latas de cerveza. Es curioso y
paradójico: la Poesía nos separa de la sociedad haciéndonos tomar conciencia de
nuestra diferencia, de nuestra individualidad, para luego devolvernos a una
comunidad de orden superior en donde toda diferencia queda abolida. Visto desde
fuera parece un gasto de tiempo y de energía inútil: como una operación
delicadísima que consistiera en extirparle a uno los ojos del mundo para
implantarle los suyos propios en la que se invirtiera casi toda una vida, para
luego, cuando ésta hubiera concluido con éxito, coger el mismo cirujano un
punzón y dejarle a uno total e irreversiblemente ciego.
―No sólo
tus poéticas, sino también tus poemas son, en gran medida, realizaciones
fecundas de la necesidad de transformación, compuertas que permiten la fluidez
de la identidad, contagiándose de lo otro. Sin embargo, tu poema «Las
metamorfosis» (Libro de homenajes)
parece acusar el exceso de fluidez y se convierte en una especie de vértigo
imparable del tiempo cíclico que, lejos de crear plenitud, desconcierta. Es
como si el pensamiento del occidental se sobrepusiera al del oriental,
replicándole. ¿Qué significación tiene este poema en el conjunto de tu trabajo?
¿Supone la constatación de la falta extrema de autorreconocimiento o,
simplemente, una forma más de abordar este asunto, respondiendo a tu tendencia
de afrontar las cosas desde diversos enfoques?
―«Las
metamorfosis» es el poema que siento como centro de todo lo que he escrito
hasta ahora, incluido mi último libro, todavía inédito. Cualquier persona en su
vida cotidiana comprueba, por detalles pequeños a los que no está acostumbrada
a dar importancia, hasta qué punto el tiempo no tiene fronteras. Nos han
enseñado a pensar que el tiempo es fragmentable por esencia, cuando en realidad
sólo lo es por utilidad. Aunque todos lo hacemos constantemente, pocos se dan
cuenta de lo absurdo que es dar tijeretazos al agua. Cada día, sin embargo,
tenemos pruebas de que el tiempo es más un remolino que una línea. Poe, en un
cuento magistral, «Maelström», que recrearía con acierto Arthur C. Clarke
convirtiendo al marinero en un astronauta, narra esta experiencia: estar
atrapado en un remolino gigante que le precipita hacia el fondo y sobre cuyas
espirales de agua, por encima y por debajo de uno, giran restos de naufragios
anteriores; cuando el protagonista piensa que está todo perdido, y antes de quedar
sepultado para siempre, el remolino comienza a llevarle hacia arriba y acaba
depositándole en la superficie. El tiempo personal y el tiempo de la Historia giran
y giran volviendo indistinto lo de arriba y lo de abajo, el cielo y los
abismos, lo de antes y lo de ahora o lo de después, lo que soy y lo que no soy,
la vida y la muerte, el yo y los otros, el hecho de navegar o el de naufragar…
La experiencia de la metamorfosis no es la del cambio sino la de la
simultaneidad: es darse cuenta de que uno es todas las cosas, o, dicho de otro
modo, de que, reducidos a su esencia, no existe diferencia entre una montaña,
una huella en la playa, una planta carnívora, un balón de plástico o un genio
de la literatura. En un único punto está contenido todo el Universo; este
punto, eso sí, está custodiado por el tiempo, el cual a veces lo confunde con
una piedra, arma su honda con él y lo lanza hacia nosotros.
―Tu noción de la tristeza no se corresponde
tan sólo con el sentimiento de insatisfacción o desánimo. ¿De qué modo ilumina
tu Señor de la Tristeza?
―Intenta
abrir una ventana sin falleba y cuyos bordes están fuertemente unidos. La
tristeza es ese hueco que nos permite meter los dedos y abrir la ventana. Una
vez abierta podremos elegir entre hinchar los pulmones con aire fresco, hacer
una escala y escaparnos por ella o arrojarnos de cabeza contra el pavimento. En
cualquier caso, lo que la tristeza nos regala es la posibilidad de ser libres.
Todos los sentimientos que ponen en cuestión lo que somos o lo que es son
importantes; son como el asa de las maletas, hacen la vida más llevadera, pero
también son como el hueco de las maletas: gracias a ellos podemos rellenarlas
de cosas hermosas, necesarias e importantes.
―Un rasgo esencial de tu poesía es su
continua búsqueda de fusión de las cosas y los seres, una fusión cuerpo a
cuerpo que tiende incluso a la abolición de las diferencias entre conceptos
opuestos. Este contacto profundo encuentra su forma privilegiada en el amor,
sobre todo en Semillas para un cuerpo.
Entonces, ¿qué significación tienen estas líneas de tu poema «Introito» (Libro
de homenajes) dentro de esta concepción
de la plenitud: «Una cierta afición por la distancia / me define. Alejo todo / –o
se aleja, no sé– para verlo en conjunto»?
―Para
que la subjetividad sea creadora y fructífera debe aprender a pasearse por la
objetividad, que no es el palacio de la Verdad y del Ser, como pretende la metafísica,
sino la cornisa de lo que todavía no somos. Tomar distancia con lo que somos y
de los que todavía no somos. Tomar distancia con lo que somos y con lo que nos
sucede es ser objetivos tal y como yo lo entiendo. Los besos que sólo se dan
boca contra boca, y no también a varios metros de distancia, no saben a nada y
además, en el sentido profundo del término, no duran. La sensación de vértigo
subsiguiente a esta experiencia es la prueba de que estamos vivos, es decir, de
que somos algo más que un mero y pobre yo.
―Una de las características más originales de
tu poesía, que la diferencia de gran parte de la poesía española y, sobre todo,
de la de tu generación, está en su capacidad de juego: el juego como impulsor
del humor, por ejemplo, en la segunda parte de Los amores imposibles y el juego entendido como enriquecimiento
vital. Esta segunda propuesta adquiere su mayor relevancia en las series
«Poemas para sorprenderme escribiendo poemas» (Mi enemigo) y «De lo que nos llevaríamos a una isla
desierta» (Libro de homenajes). ¿Es
el juego la expresión más dúctil y feliz de la trascendencia?
―Se
suele decir que sin juego no existe creación posible. Yo desarrollo esta imagen
en mi poema «El nombre de Dios. Krishna». Pero aún quisiera ir más lejos: sin
juego no existe experiencia posible. Huizinga, Caillois y Gadamer, entre otros,
han reflexionado sobre la condición esencialmente lúdica del hombre. La guerra,
el amor, los negocios, el arte, todo es juego, lo importante será, una vez
determinado este axioma, ver cada cual qué parte de reglas impuestas desde
fuera acepta para su juego, para su vida, y qué parte se inventa él. El
reglamento propiamente dicho resultará de la suma de lo impuesto y lo
inventado. Renunciar a cuestionar lo que viene de fuera y a elegir lo que a uno
más le conviene, o renunciar a crearse uno mismo nuevas normas, es renunciar al
juego, que es renunciar a la conciencia, al hecho de ser hombres o, como diría
Max Scheller, a nuestro puesto en el cosmos.
―Tu poesía
está sumergida en cierta dimensión mítica. ¿Qué pierde la poesía al emerger del
mito y alejarse de él? ¿Qué aporta la razón al mito en el poema?
―La
Poesía proporciona el marco donde desarrollar y estructurar mitologías
personales. No deben ser tan personales, sin embargo, como para que queden
cerradas para el lector, el cual debe poder visitarlas con provecho e incluso
quedarse a vivir en ellas si así le apeteciera. Deben ser fruto del yo que se
expande en busca de lo que no es yo, o del yo que se contrae hasta el punto de
ser menos que yo, pero nunca del yo autocomplaciente y narcisista al que le
horroriza el vacío, ese lugar donde no está él, el último de los lugares, por
tanto, al que le gustaría ir. La mitología tradicional nos proporciona una red
de símbolos hermosa y profundamente desarrollados que nos pueden ayudar mucho
en la búsqueda de esta mitología personal en que consiste la poesía y la vida
del poeta.
―Refiriéndote a los poetas de la Secta baul de Bengala, nos informas de que «la poesía
es para ellos una forma de ser, no de aparentar». La asimilación de ciertas
claves del pensamiento oriental por parte de tu poesía es evidente. Pero yo
siento leyendo tus textos teóricos que tu experiencia personal en la India te
ha revelado una nueva actitud de ser poeta. ¿De qué debería desprenderse el
poeta occidental y qué nueva actitud –no sólo ante su poesía, sino
personal ante su sociedad– debería asumir para que la
creación poética en el llamado mundo moderno pudiera ir más allá de un dudoso
prestigio o de un éxito efímero, y propiciar verdaderamente la posibilidad de
una transformación interior del hombre?
―Creo
que esta pregunta ha quedado contestada de un modo o de otro anteriormente. Me
gustaría añadir que el mundo occidental debe abrirse mucho más al oriental si
quiere enriquecerse, completarse y encontrar claves para salir de muchos
atolladeros en los que se encuentra. ¿Cómo? Campbell, Eliade, Watts,
Radhakrishnan, Coomaraswamy y otros han dado mejores respuestas de lo que yo
sería capaz de hacer. La poesía, por supuesto, debe estar a la vanguardia de
este acercamiento.
―Tu poema
«Pecera en un restaurante chino», que cierra Libro de homenajes, denuncia el rechazo de cualquier modo de
trascendencia por parte de los poetas de tu generación. Así, tu poema se
constituye en una crítica y en una decepción. ¿Realmente es justo generalizar?
¿Qué echas de menos en la poesía más joven y qué poeta o aspectos de ella
sientes más cerca de ti?
―Me
fastidia que el mero dominio de una serie de recursos técnicos y de un determinado
lenguaje le otorguen a uno el título de poeta. Ambas cosas son hoy por hoy
demasiado fáciles de conseguir como para darle mayor importancia. Escribir
poemas correctos está actualmente al alcance de cualquier persona con un mínimo
de educación y de gusto. Lo que echo de menos no es tanto la trascendencia como
la tensión. No le pido a nadie que ponga los ojos en blanco y se ponga a
levitar, pero sí le pido que si decide que levitar es imposible e indeseable,
que se ponga a pesar como el plomo, y si decide que levitar es posible y deseable,
que aprenda la liviandad de las plumas. Si el poeta no se tensa y se dispara
hacia lo que sueña, ¿qué es? Probablemente, como diría José María Parreño, sólo
un chico aplicado, pero nunca un artista de verdad. Para muchos, la Poesía se
ha convertido en una materia de estudio, en un mérito académico o social más,
dejando de ser una disciplina cuyo dominio exige el compromiso integral del
hombre: un conocimiento, no una sabiduría.
―Es la primera vez que publicas haikus. ¿Es
esto una experiencia esporádica o supone, al menos, un atisbo de cambio en tu
escritura?
―Mi
escritura debe registrar los cambios que se operan en mi interior. Cada libro
debe ser, por tanto, distinto. Pero mi escritura debe registrar la unidad que
simbolizo: no la que soy, sino la que a través de mí obtienen todas las cosas.
Luego todos los libros acaban siendo el mismo libro. Si un libro mío no es distinto,
en cuanto a la forma y los ritmos y en cuanto a los temas, que los otros,
siendo simultáneamente el mismo libro, siempre el mismo, siento que he fracasado;
peor, que me he traicionado.
Carmona-Málaga, marzo de 1995
Publicado en Palimpsesto nº 10 (Carmona, 1995).