Leer Maneras de vivir, del sevillano Francisco José Cruz, publicado hace
un par de meses por Trilce Ediciones, nos introduce en un mundo poético trazado
con sabiduría e intuición muy precisas. La realidad aparece vista desde ángulos
inéditos, en versos que se despliegan alejándose en todo momento del énfasis
innecesario o de la inocua cotidianidad. El poeta sevillano, en estas páginas,
nos descubre la naturaleza íntima y las sombras de lo que, al ser observado,
experimenta un nacimiento o renacimiento en el poema. Como si el reto fuera (y
es) adentrarse en lo más profundo de la materia y luego volver a la superficie,
es decir, al poema, con todo lo encontrado.
Lo
que no vemos
Ya desde «El funambulista», el
primer poema del libro, asoma la realidad vista desde un ángulo inusual, desde
el techo del mundo visible urbano que son las azoteas. Desde ellas el día
«lento pasa / de puntillas al lado que no vemos». (Por cierto, podemos
encontrar poemas sobre esta visión de las azoteas como miradores de los puntos
ciegos de nuestra cotidianidad en algunos poetas de este lado del mar, como
Antonio Deltoro, Fabio Morábito y Eduardo Hurtado). Ese día que, aunque no lo
sepamos, se encarga de mantenerse en equilibrio para que nosotros no perdamos
el nuestro y descubramos que «el cuerpo del día es un fantasma / un don nadie
buscando su materia». Entre lo que vemos o no vemos y lo que acaso no
alcanzamos a intuir, late todo el espectro de posibilidades de relación con el
mundo: así, en «El visitado», se entabla un diálogo de ciegos entre la imagen
reflejada en el espejo (el visitado) y el espejo mismo, en sus momentos de soledad,
mientras atraviesa los «intervalos secretos en los que no me mira» el
propietario, por así decirlo, de la imagen, o al menos de la posibilidad de
reflejarla.
El
poeta se pregunta constantemente por la naturaleza de la mirada, y sus
palabras, que son sus instrumentos de visión, llegan a cualquier espacio o
edad: el descubrimiento de una niña de lo que son y para lo que sirven las
puertas, y lo que pueden esconder («Manera de jugar»); la percepción de la
naturaleza rebelde del poema («El travieso»); el tronco ya seco que no crecerá,
aunque siga hundido en la tierra («A palo seco»); la mesa que ha atravesado
generaciones e historias familiares para terminar en un rincón de la memoria y
de la casa («Manera de envejecer»). En los versos de Francisco José Cruz se
realizan transformaciones, procesos donde vemos a la materia del mundo pasar de
un estado a otro, de un tiempo a otro, con suavidad o abruptamente: el barro es
una voz que vive mediante las manos que la trabajan y le dan un cuerpo; la mesa
y el árbol comparten no sólo la materia de que están formados sino conductas e
intenciones. De la misma forma, en los animales que en estos poemas nos miran
desde el aire muerto de los zoológicos podemos ver retratos no muy lejanos de
la condición humana, atrapada entre la intemperie y la mudez:
Casi todos
los días deambula por la calle
un grito
llevando de
la garganta a un hombre,
exponiéndolo
al sol y a la lluvia,
al tráfico
sin tregua,
y dejándolo
en el centro
de su misma intemperie
cada vez que
se calla.
«Ido»
El
rastro de la presencia
La mirada del poeta, así,
restituye el tránsito y los lazos entre vivos y muertos («Mis padres»), entre
el bosque y el erial («Maneras de desarbolar»), la noche y el día («La
costurera y el mendigo»), la memoria y el olvido («Manera de decir»). La
entrevista al poeta que se incluye en las últimas páginas del libro, realizada
al alimón por Antonio Deltoro y Fabio Morábito nos muestra a un creador con una
clara conciencia de los aspectos y procesos de la realidad que le interesa
mostrar en su obra: «Más que recordar que el tiempo pasa, busco mostrar lo que
deja a su paso o la interrupción brusca de su paso apenas iniciado, como si no
fuera el tiempo el que destruye, sino el azar, algo ajeno al tiempo. Se crea
así un estado de perplejidad, no de nostalgia. Trato de dar una presencia a
cuanto ya no la tiene».
A nosotros, lectores, nos toca sumergirnos en la
iluminada, felizmente compleja superficie de la escritura de Francisco José
Cruz, y deletrear, con sus luces y sombras, las nuevas maneras de decir (y de
vivir, por consiguiente) que el poeta nos propone.