martes, 20 de noviembre de 2012

Presentación de LOS CANTOS DE JOSEPH UBER de Rafael Adolfo Téllez

De izqda. a dcha., José Losada (alcalde de Cañada Rosal), Rafael Adolfo Téllez y Francisco José Cruz

LOS CANTOS DE RAFAEL ADOLFO TÉLLEZ
por Francisco José Cruz

Pocas tareas tan gratas en mi trayectoria literaria como la de acompañar en su propio pueblo a este viejo amigo, entre otras razones, porque casi nadie es profeta o poeta en su tierra y, sobre todo, porque la poesía de Rafael Adolfo Téllez está íntimamente ligada a ella. Vaya, pues, por delante mi profunda gratitud al Ayuntamiento de Cañada Rosal por distinguir a tiempo, o sea, en vida, la labor creadora de este querido poeta y permitirme presentar ante sus paisanos su último libro de poemas hasta la fecha, Los cantos de Joseph Uber, atestiguando de paso nuestra entrañable amistad, que ya dura más de un cuarto de siglo.
      Han pasado tantos años que no estoy seguro si fue el poeta Juan José Espinosa quien nos presentó una noche, camino de La Carbonería, el bar donde entonces Rafa trabajaba de camarero o se trata de un espejismo de mi memoria, contaminada por esos otros espejismos que surgen de su poesía, a la que sin duda conocí al mismo tiempo que a su autor. Ya en aquel presunto encuentro por las enrevesadas callejas del Barrio de Santa Cruz, Rafa me recitó sus poemas como si no fuera la primera vez que nos juntáramos. Luego, me di cuenta de que esto lo hace con todo el mundo porque es su manera de abrir la puerta de su dolido corazón y ofrecer a los demás su afecto. Pero, en el fondo, qué más da cuándo nos conocimos. El caso es que nuestro cariño viene de lejos, hecho de momentos felices y fatales.
      Hablar de un nuevo libro de Rafael Adolfo Téllez supone hacerlo involuntariamente de los anteriores, tanta fidelidad guarda su poesía a los ámbitos y seres de su infancia como él a sus familiares versos. Muchos de los cuales podrían pasar de un poema a otro sin que la composición se resintiera por la falta de conectores discursivos de corte lógico y la recurrente liviandad de las imágenes. A ellas vuelve una y otra vez, con renovados hallazgos y matices, no tanto por la insatisfacción de no haber expresado aún lo que quisiera, sino por la agónica necesidad de no irse del todo de su casa ni de su calle, aunque sean ya otras o no existan. Así, Joseph Uber, personaje al que alude el título de este libro, es a la vez un oscuro antepasado suyo y un trasunto de su propia memoria, mediante el cual nuestro poeta, como un espectro más, se asoma a esa época anterior a su nacimiento que linda con su niñez para hacerla también suya y ensanchar el mítico pasado de sus lares, donde su madre sigue siendo esa niña que «regresa a diario de la escuelita rural / saltando sobre piedras / sin que sus sandalias rocen las aguas del arroyo bronco».
      Según Octavio Paz, «la poesía no busca la inmortalidad, sino la resurrección». Si esta idea pudiera no convenir a cualquier obra, a la de Rafael Adolfo Téllez le viene como anillo al dedo. En ella, más que sentir cómo pasa el tiempo, descubrimos de golpe que ya ha pasado. De ahí su acusado carácter atemporal y, por lo tanto, nada anecdótico, a pesar de que los seres queridos ya muertos aparezcan en el poema con sus nombres, sus gestos más propios y dentro de un inconfundible ámbito familiar de calles, casas, patios, tapias, gallos, lluvias… Con ellos, el poeta parece recobrar un precario y fugaz contacto. Digo parece porque la nítida concreción de las imágenes no oculta ni un ápice su irreductible condición de fantasmas. En realidad, ellos deambulan como aislados en un aire de soledad remota, ajenos a todo y a punto de ser de nuevo polvo a cada verso. Así pues, estas amadas presencias, paradójicamente, subrayan las huellas que sus ausencias definitivas dejan en el lenguaje y en el corazón. En este fatal contraste residen el escalofrío, la ternura y la piedad de esta poesía.
      La dimensión de lo ancestral la aprende Rafael Adolfo Téllez de sus maestros iniciales: Borges, Vallejo o Félix Grande, y la ahonda gracias a los posteriores como Eliseo Diego, Eugenio Montejo y Jorge Teillier, en quienes descubre un modo abierto, no lineal, de concebir el tiempo. De ahí que la infancia, el amor y la muerte –las tres heridas sin cerrar de su poesía– conformen un único temblor hasta contagiarse mutuamente.
      Pero si Rafael Adolfo Téllez encuentra sus antecesores poéticos al otro lado del Atlántico, el misterio elemental de sus imágenes surge de lo más profundo de su memoria, cuya finura lírica pertenece a esa zona de nuestra tradición andaluza, más recogida, esencial y delicada. Es en esta sencillez de las cosas y hábitos primordiales donde reconozco lo más singular e intransferible de estos poemas, que tanto deben a Cañada Rosal y su comarca, donde nuestro poeta vivió de niño y vuelve a vivir hoy.
Gloria García (concejala de Cultura) obsequia a los poetas con los tradicionales huevos pintados de Cañada Rosal.
De izqda. a dcha.: Francisco José Cruz, Agustín María García López, José Julio Cabanillas, José Manuel Vinagre, Rafael Adolfo Téllez y Juan José Espinosa.
De izqda. a dcha.: Inés Luna, Juan José Espinosa, José Manuel Vinagre, Charo Prados, Rafael Adolfo Téllez, Francisco José Cruz, José Julio Cabanillas, Agustín María García López, José Luis Alonso y Benito Pla.
Concierto Lazos, con el pianista Michel Suárez y la cantante Emma Alonso.

Centro de Interpretación de las Nuevas Poblaciones, finca municipal La Suerte, Cañada Rosal, 10 de noviembre de 2012.