De izqda. a dcha., José Losada (alcalde de Cañada Rosal), Rafael Adolfo Téllez y Francisco José Cruz |
LOS CANTOS DE RAFAEL ADOLFO TÉLLEZ
por Francisco José Cruz
Pocas tareas tan gratas en mi trayectoria literaria como la de acompañar
en su propio pueblo a este viejo amigo, entre otras razones, porque casi nadie
es profeta o poeta en su tierra y, sobre todo, porque la poesía de Rafael
Adolfo Téllez está íntimamente ligada a ella. Vaya, pues, por delante mi
profunda gratitud al Ayuntamiento de Cañada Rosal por distinguir a tiempo, o
sea, en vida, la labor creadora de este querido poeta y permitirme presentar
ante sus paisanos su último libro de poemas hasta la fecha, Los cantos de Joseph Uber, atestiguando
de paso nuestra entrañable amistad, que ya dura más de un cuarto de siglo.
Han pasado tantos años que
no estoy seguro si fue el poeta Juan José Espinosa quien nos presentó una
noche, camino de La Carbonería, el
bar donde entonces Rafa trabajaba de camarero o se trata de un espejismo de mi
memoria, contaminada por esos otros espejismos que surgen de su poesía, a la
que sin duda conocí al mismo tiempo que a su autor. Ya en aquel presunto
encuentro por las enrevesadas callejas del Barrio de Santa Cruz, Rafa me recitó
sus poemas como si no fuera la primera vez que nos juntáramos. Luego, me di
cuenta de que esto lo hace con todo el mundo porque es su manera de abrir la
puerta de su dolido corazón y ofrecer a los demás su afecto. Pero, en el fondo,
qué más da cuándo nos conocimos. El caso es que nuestro cariño viene de lejos, hecho
de momentos felices y fatales.
Hablar de un nuevo libro de
Rafael Adolfo Téllez supone hacerlo involuntariamente de los anteriores, tanta
fidelidad guarda su poesía a los ámbitos y seres de su infancia como él a sus
familiares versos. Muchos de los cuales podrían pasar de un poema a otro sin
que la composición se resintiera por la falta de conectores discursivos de
corte lógico y la recurrente liviandad de las imágenes. A ellas vuelve una y
otra vez, con renovados hallazgos y matices, no tanto por la insatisfacción de
no haber expresado aún lo que quisiera, sino por la agónica necesidad de no
irse del todo de su casa ni de su calle, aunque sean ya otras o no existan. Así,
Joseph Uber, personaje al que alude el título de este libro, es a la vez un
oscuro antepasado suyo y un trasunto de su propia memoria, mediante el cual
nuestro poeta, como un espectro más, se asoma a esa época anterior a su nacimiento
que linda con su niñez para hacerla también suya y ensanchar el mítico pasado
de sus lares, donde su madre sigue siendo esa niña que «regresa a diario de la
escuelita rural / saltando sobre piedras / sin que sus sandalias rocen las
aguas del arroyo bronco».
Según Octavio Paz, «la
poesía no busca la inmortalidad, sino la resurrección». Si esta idea pudiera no
convenir a cualquier obra, a la de Rafael Adolfo Téllez le viene como anillo al
dedo. En ella, más que sentir cómo pasa el tiempo, descubrimos de golpe que ya
ha pasado. De ahí su acusado carácter atemporal y, por lo tanto, nada anecdótico,
a pesar de que los seres queridos ya muertos aparezcan en el poema con sus
nombres, sus gestos más propios y dentro de un inconfundible ámbito familiar de
calles, casas, patios, tapias, gallos, lluvias… Con ellos, el poeta parece
recobrar un precario y fugaz contacto. Digo parece porque la nítida concreción
de las imágenes no oculta ni un ápice su irreductible condición de fantasmas.
En realidad, ellos deambulan como aislados en un aire de soledad remota, ajenos
a todo y a punto de ser de nuevo polvo a cada verso. Así pues, estas amadas
presencias, paradójicamente, subrayan las huellas que sus ausencias definitivas
dejan en el lenguaje y en el corazón. En este fatal contraste residen el
escalofrío, la ternura y la piedad de esta poesía.
La dimensión de lo
ancestral la aprende Rafael Adolfo Téllez de sus maestros iniciales: Borges,
Vallejo o Félix Grande, y la ahonda gracias a los posteriores como Eliseo
Diego, Eugenio Montejo y Jorge Teillier, en quienes descubre un modo abierto,
no lineal, de concebir el tiempo. De ahí que la infancia, el amor y la muerte
–las tres heridas sin cerrar de su poesía– conformen un único temblor hasta contagiarse mutuamente.
Pero si Rafael Adolfo
Téllez encuentra sus antecesores poéticos al otro lado del Atlántico, el
misterio elemental de sus imágenes surge de lo más profundo de su memoria, cuya
finura lírica pertenece a esa zona de nuestra tradición andaluza, más recogida,
esencial y delicada. Es en esta sencillez de las cosas y hábitos primordiales
donde reconozco lo más singular e intransferible de estos poemas, que tanto
deben a Cañada Rosal y su comarca, donde nuestro poeta vivió de niño y vuelve a
vivir hoy.
Gloria García (concejala de Cultura) obsequia a los poetas con los tradicionales huevos pintados de Cañada Rosal. |
De izqda. a dcha.: Francisco José Cruz, Agustín María García López, José Julio Cabanillas, José Manuel Vinagre, Rafael Adolfo Téllez y Juan José Espinosa. |
Concierto Lazos, con el pianista Michel Suárez y la cantante Emma Alonso. |
Centro de Interpretación de las Nuevas Poblaciones, finca municipal La Suerte, Cañada Rosal, 10 de noviembre de 2012.