viernes, 27 de mayo de 2011

ABSURDOS Y ABSORTOS EN VIRGILIO PIÑERA

En algunos cuentos breves de Virgilio Piñera, habitan individuos que han abandonado sus actividades y relaciones sociales para dedicarse a una única tarea el resto de sus días. El ejercicio de esta tarea los absorbe por completo y, aunque los aísla del entorno cotidiano, los libra de la angustia de vivir. Los protagonistas de “La gran escalera del Palacio Legislativo”, “La montaña”, “Natación” o “El viaje” son seres obsesivos que en el cumplimiento de su obsesión, como Peter Kien en Auto de fe de Elias Canetti, viven fuera de la vida con tal de que lo circunstancial y azaroso no los alcance. Colmados de irrealidad, no cejan en su propósito y en él se ensimisman:

“He aprendido a nadar en seco. Resulta más ventajoso que hacerlo en el agua. No hay el temor a hundirse pues uno ya está en el fondo, y por la misma razón se está ahogado de antemano [...] Al principio mis amigos censuraron esta decisión. [...] Ahora saben que me siento cómodo nadando en seco. De vez en cuando hundo mis manos en las losas de mármol y les entrego un pececillo que atrapo en las profundidades submarinas”.

“Natación”, El que vino a salvarme, 1970

Para evitar que la corriente de la vida lo arrastre, él se considera ya arrastrado y hace de la anticipación de su derrota una tabla salvadora. El nadador le da la espalda al tiempo como el que decide viajar constantemente por la misma carretera de una punta a la otra. La repetición anula el sentido del viaje y la posibilidad efectiva de progreso. El protagonista de “El viaje”(Cuentos fríos,1956) siempre está en todo sitio, es decir, en ninguno. Como la del nadador, su movilidad es ilusoria. Estas decisiones absurdas tienen el aire ingenuo y terco de un capricho infantil. De hecho, el viajero va y viene sentado en un cochecito de niños , empujado por niñeras vestidas de choferes, apostadas cada mil metros a lo largo de la carretera. Ellas se relevan, pero esos cambios no afectan al viajero que, tal vez, ignore incluso quién lo transporta en cada tramo. A pesar de que se pierda la noción del tiempo no hay vuelta a la infancia. Sólo se recobran actitudes infantiles sacadas de quicio, desprovistas de todo contenido y desarrollo. De ahí que la exclusiva actividad a la que se entregan tenga poco que ver con el juego o la distracción esporádica. Lo absurdo, al hacerse rutina, deja de serlo y se convierte en el destino de estos seres desubicados y solitarios.

La seriedad de niño con que se toman su trabajo, rebaja la comicidad y el ridículo de las situaciones. “Aunque el punto de partida resulte una paradoja o un hecho inverosímil, el deseo ferviente del narrador termina por imponérsenos”, de modo que “el relato naturaliza un imposible”[1]. El hecho de que quienes cuentan las experiencias sean, frecuentemente, los mismos que las viven, las hace convincentes. No dudamos de lo que dicen gracias al tono confidencial, antienfático, y a la falta tanto de complejo como de orgullo. No buscan llamar la atención, sino ser aceptados. La conciencia que tienen del riesgo de que no lo sean impide que los consideremos locos y nos obliga a respetarlos profundamente : “Ése es el problema, hijo mío : la infinita comprensión” le dice el anciano Tadeo a su hijo cuando éste no entiende la petición del padre de que lo coja en brazos y lo acune.[2].

“El narrador toma al lector de la mano para conducirlo según su voluntad […] condenándolo a una lectura denotativa del texto”[3]. Los protagonistas de estos cuentos se limitan a expresar un hecho y, al expresarlo, lo muestran. Ellos no sugieren: son nada más que lo que dicen. Así, al absolvernos de la razón, no nos dejan puntos de apoyo para descreer de lo que leemos. Estos cuentos breves son parábolas que nos escamotean la posibilidad de sacar conclusiones y de paliar el efecto desconcertante de su lectura. Sin embargo, “aunque Virgilio Piñera profesaba horror a las moralejas, en toda su escritura, de manera más o menos explícita, existe una constante reflexión ética entre el deseo y el fruto de la acción, expresada con cierta ironía, pero expresada en definitiva”[4]. Estos individuos llevan a cabo una imposibilidad a modo de rebeldía y, al realizarla, hacen visible su irrealidad.

A veces conocemos algo de la vida que llevaban antes de renunciar a ella, pero no los motivos concretos de la renuncia. Se desentienden sin más del pasado y se instalan en un presente que no apunta hacia ningún futuro. Por eso, estos relatos no narran historias sino que presentan experiencias que se nutren de sí mismas y en sí mismas se agotan. No sabemos cuándo comenzaron y rara vez descubrimos su fin. Su vacío y su plenitud coinciden en un instante continuo que desorienta al tiempo. Ajenos al transcurso de las horas, la compenetración total de estos seres con lo que hacen, nos remite a una suerte de mística del absurdo. Retirados de la vida, se consagran a la inutilidad extrema y nos enseñan el alivio de no buscar razones y de no tener esperanzas.

Esta especie de fijación denodada determina la brevedad de estos cuentos, que van derecho al grano, como si sus protagonistas no pudieran distraerse un momento en este o aquel detalle, por el temor a caer de nuevo en la corriente de la vida. Por eso, Piñera sigue a Robert Bresson al “suprimir lo que desviaría la atención hacia otra parte”[5]. De ahí, la ausencia de ambientes y descripciones. Ni siquiera vemos rostros. Acorde con esta sobriedad casi ascética, el lenguaje se hace invisible, siempre al servicio de una constante precisión, que pasa desapercibida. No hay elemento expresivo que sobresalga de los demás. Su ley consiste en no dar brillo sino nitidez. Esta es una escritura de lo imprescindible, donde cada frase parece hecha para narrar sólo lo necesario. Este carácter de necesidad le confiere a los cuentos la condición de lo inevitable, porque no es su lenguaje, sino su contenido el que no se nos olvida. Tras leerlos, nos dejan la impresión de que, tarde o temprano habrían sido escritos, pues no concebimos que estos seres absurdos y absortos, dotados de una inocencia y autenticidad rara, no existieran nunca.

[1] Antón Arrufat, ”Un poco de Piñera”, prólogo a Cuentos completos de Virgilio Piñera, Ed. Alfaguara, 1999
[2] “Tadeo”, Un fogonazo, 1987
[3] Teresa Cristófani Barreto, “La protohistoria de la frialdad” en Diario de Poesía, nº 51, Buenos Aires, primavera de 1999
[4] Antón Arrufat, ídem.
[5] Robert Bresson, Notas sobre el cinematógrafo, Ed. Árdora, Madrid, 1997.

Publicado en Paréntesis nº 7 , Ciudad de México, febrero de 2001.