miércoles, 18 de mayo de 2011

NO CREO QUE UN PAR DE VERSOS SALVEN A NINGÚN POEMA NI A NINGÚN POETA. Entrevista de Ramón Ordaz.

Francisco José Cruz tal vez sea el poeta español que más vinculaciones y correspondencias tenga con el universo literario latinoamericano. Un indicador bien podría ser su consecuencia con Palimpsesto, la revista que edita en Carmona (Sevilla), desde hace dieciocho años, a través de la cual ha construido puentes de acercamiento e intercambio con la poesía latinoamericana, y que en estos momentos alcanza los veintitrés números en circulación; otro, tan importante y trascendental como el primero, es su obra poética, la que cuestiona sin tapujos en una primera etapa suya, pero que de seguidas reivindica en sus libros posteriores, calzados por la madurez, por una sentida indagación formal, por esa incursión de su palabra en los laberintos de lo cotidiano, subsumida en una suerte de lugar común de la existencia, que por común y reiterativa, precisamente, sirve al poeta para satirizar, poner en cuestión nuestro acontecer, ese transcurrir del tiempo y de las cosas que su oficio de poeta interroga, coloca en jaque con fina ironía, a veces con crudeza. No es una poesía complaciente la de Francisco José Cruz. El ser y el no ser, la cotidianidad de la muerte –la de los vivos y la de los muertos-, la ilusión del tiempo, el tiempo que pasa y que no pasa, la vida en el más íntimo resquicio del cuerpo desmaterializándose, la orfandad ante la pérdida de parientes y allegados, los malabares de las eternas preguntas infantiles, tienen en el poeta andaluz una voz crítica que transgrede las respuestas comunes que tienen el resto de los mortales. No hay evasivas en su escritura poética. Venido al mundo en Alcalá del Río, Sevilla, España, en 1962 Francisco José Cruz es autor de los poemarios: Prehistoria de los ángeles (1984); Bajo el velar del tiempo (1987); Maneras de vivir (1998); A morir no se aprende (2003); Hasta el último hueso (antología publicada en Venezuela por la editorial El otro, el mismo, 2007). Es autor, además, de varias compilaciones y ediciones: Antonio Porchia, Voces (Carmona, col. Palimpsesto,1991); Roberto Juarroz, Poesía vertical (Madrid, Visor, 1991); Poesía de la intemperie. Selección poética de letras flamencas (Carmona, col. Palimpsesto, 1996); Antonio Deltoro, Poemas en una balanza (Carmona, col. Palimpsesto, 1998); Humberto Ak’abal, Todo tiene habla (Carmona, col. Palimpsesto, 2000); María Mercedes Carranza, La Patria y otras ruinas (Carmona, col. Palimpsesto, 2004); Pedro Lastra, Datos personales (Carmona, col. Palimpsesto, 2005), entre otros. Sobre la obra de Eliseo Diego, Eugenio Montejo, Alejandra Pizarnik, Virgilio Piñera, Gonzalo Rojas, Fabio Morábito, José Manuel Arango, Julio Cortázar y Gabriel García Márquez ha dejado testimonio en su obra ensayística. Invitado a la ciudad de Mérida a participar en varias actividades de la VII Bienal Literaria “Mariano Picón Salas”, entre ellas el bautizo de su libro Hasta el último hueso, entrevistamos al poeta en el Hotel Prado Río el 21 de septiembre de 2007.

Ramón Ordaz.- En primera instancia, estimado Francisco José, hay algo que me interesa indagar acerca de tu poesía, y que en cierto modo lo aborda Eugenio Montejo cuando se refiere a tu obra, y es el hecho de que eres un poeta aferrado a la tradición. ¿Cuál es esa tradición para ti, cómo la concibes hoy?

Francisco José Cruz.- Cuando digo tradición me refiero a ciertas formas trabajadas y consolidadas por el uso de siglos. A mí me interesa parte de ella. Por un lado la poesía anónima: el romance y la copla flamenca. Por otro, dentro de la poesía culta, la zona más íntima y recogida, que parte de Jorge Manrique, pasa por Bécquer y llega a Eliseo Diego, Eugenio Montejo o José Manuel Arango, por ejemplo. Como bien señala el poeta español Dionisio Ridruejo, uno puede nutrir su imaginación creadora y su visión del mundo de poetas pertenecientes a otras lenguas, pero sólo de los poetas de nuestra propia lengua aprende uno su íntimo manejo artesanal.

RO.- Interpreto que tu poesía cumple un compromiso de continuidad con un vasto horizonte de la poesía española. ¿Tus contemporáneos están en esa línea?
FJC.- Yo creo que el poeta actual no tiene sentido de la variedad y, en general, está muy perdido. Suele confundir versos con la división aleatoria de líneas en el papel. Si uno alarga una línea o la corta, tiene que ser por algo, no por capricho. Olvidamos con frecuencia que lo que queremos decir en un poema depende en gran medida de la forma elegida para ello. Yo trato de encontrar en ciertas formas tradicionales los matices necesarios que las hagan mías. Al revés de lo que suele pensarse, el verso libre y la disolución de la estrofa dan más facilidad e inmediatez al poeta que las formas tradicionales, pero no más libertad. La libertad surge de las posibilidades técnicas con que se cuenta, y la tradición ofrece un despliegue variadísimo de metros y estrofas muy poco utilizados hoy día. En este sentido, es para mí modélico el aprovechamiento innovador que lleva a cabo el gran poeta peruano Carlos Germán Belli de ciertos registros procedentes de distintas épocas, especialmente de la barroca, sin que la compleja amalgama verbal reste emoción al poema.

RO.- En la presentación de tu libro señalas algo que me llama la atención. Hay una especie de mea culpa de los primeros libros, incluso dices “llegué a considerarme poeta sin serlo todavía”. Recuerdo en estos momentos un poema de Cavafis, “El primer peldaño”, en el que el poeta Eumenos se lamenta ante Teócrito de lo poco que ha escrito y cuánto es de difícil escalar un peldaño más; en cambio obtiene como respuesta de Teócrito el halago: Ya de tu primer paso debes/ sentirte feliz y satisfecho. Esto es un verdadero reto, exigente en todos los sentidos; el mismo Borges llegó a afirmar que ojalá la posteridad reconociera en él un par de versos. ¿Cómo interpretar la flagelación que asumes respecto a tus dos libros anteriores, mientras los dos últimos constituyen el camino añorado, la concreción de una búsqueda?
FJC.- No creo que un par de versos salven a ningún poema ni a ningún poeta. El verso es un instrumento más del poema, un recurso, y debe estar justificado por el anterior y por el siguiente, sin resaltar sobre el resto, y si, por bello que sea, no encaja en el puzzle, sobra. Tardé en encontrar mi propio tono, aunque uno nunca sabe si lo encontró. Esto lo sabrá la posteridad. Incluso, una obra puede servir en una época histórica y en la otra ser olvidada, porque no depende sólo de su propia verdad, sino también de las necesidades de quien la lee. A mí me costó muchos años ser sincero conmigo mismo. Entre el segundo libro -que no refleja ninguna vivencia mía auténtica ni trato íntimo con el lenguaje- al tercero, pasaron once años, que fueron para mí un calvario. Todo lo que hacía lo rompía, pero romper -ahora se dice muy fácil-, en esos momentos de euforia, cuesta mucho. Cuando uno consigue no engañarse, empieza a exigirse en su trabajo, a establecer un diálogo con su propia realidad.

RO.- De acuerdo. Estamos hablando del poema como una entidad autónoma. En un contexto mayor, el libro, un libro de poesía no necesariamente tiene por qué conservar una unidad. ¿Cuál es tu apreciación al respecto?
FJC.- Creo que un poema tiene que funcionar en el lector de modo independiente al resto de los poemas del libro. Si no es muy largo, puede ser aprendido de memoria, de manera que sólo dependa de los propios órganos vitales de uno hasta interiorizarlo. Entonces, se hace portátil: un poema que va por dentro como va por dentro una oración. Ahora bien, hay otro nivel de relaciones, que no es desdeñable en la medida en que el libro como entidad existe. Procuro, al componer un libro, que cada poema aborde el tema general desde una perspectiva distinta a los otros y, entre ellos se hagan guiños formales o temáticos, según los casos, hasta establecer un clima determinado de conjunto.

RO.- El término “conciencia artesanal” es afín a tu oficio de poeta. Quisiera que abundaras sobre este aspecto que parece no sentarle muy bien a ciertos poetas.

FJC.- Lo que yo he aprendido de la tradición es justo eso: la decantación de ciertas formas que cuando se sostienen durante tanto tiempo es porque hay una responsabilidad de fondo sobre ellas. El lenguaje es un instrumento como la música o la pintura. Hay que modelar ese instrumento, poner, como dice Eugenio Montejo, las palabras en su sitio, para que lo que intentemos decir se refleje de algún modo en el poema. No hay una relación automática entre el pensamiento y el lenguaje. Hay que insertar el pensamiento en el lenguaje, incluso el propio lenguaje, cuando se trabaja, te descubre cosas que uno no ha sabido pensar si éste no está bien organizado. Para mí el poema es un cuerpo orgánico, hasta el punto de que, aunque tenga una idea de su contenido, no soy capaz de escribirlo sin haber decidido previamente su forma. Así, su estructura no se queda en un mero soporte rítmico del significado, sino que participa de él.

RO.- Pasemos de la concepción estética del poema a las temáticas. Hay un punto que es recurrente en ti, la enfermedad. Perdóname que me comporte como un inocente, ¿qué pasa con el síntoma recurrente de la enfermedad en tu poesía?

FJC.- Nada como la poesía, en un mundo tan tecnológico y prepotente, nos recuerda nuestra radical indefensión, nuestra precariedad. Paradójicamente, cuanta más conciencia de nuestro desamparo nos dé un poema, más capacidad tiene de acompañarnos y de consolarnos.

RO.- A propósito de la idea del poema como corporeidad, de su autonomía respecto a los otros, en el poema “De vacío”, de Hasta el último hueso, leemos: A veces me entran ganas de escribir un poema/ sin tener el asunto ni la forma./ En verdad, es el cuerpo tan sólo el que desea / decir alguna cosa. (...) Más adelante escribes: El cuerpo siempre aguarda que yo escoja/ la idea... Aquí está la estética y la realidad del oficio, del proceso de escritura de que estabas hablando.
FJC.- Exacto. Como dice Luis Rosales -uno de los grandes poetas que admiro-, se escribe con todo el cuerpo, con el temblor humano, no sólo con el pensamiento. De ahí que, a veces, antes incluso de saber sobre qué deseo escribir, me viene una especie de sensación física que se remueve por dentro y que siento necesidad de reordenar. A veces sólo me quedo en ese amago latente, sin concretar nada. Eso es tremendo, porque uno debería escribir cuando realmente tenga algo qué decir.

(El poeta hace una pausa, y como para reforzar sus palabras nos lee el poema “No me atrevo”:
No me atrevo a intentar ciertos poemas
por el temor a que, tarde o temprano,
sus presagios se cumplan.

Poner el miedo en órbita
es como darle cuerda
a un destino olvidado por la vida.

Los versos que recuerden lo que aún no ha ocurrido
podrían dar ideas
al ogro atolondrado del fututo)

RO.- De verdad, de verdad, poeta, estos versos son perturbadores. Somos tan aprehensivos, a veces, que sentimos un llamado, y no nos atrevemos a escribirlo por no tentar, por no invocar una atmósfera que resulte fatídica, decepcionante; o más claro, por no invadir el campo de la sibila.

FJC.- Te confieso que no he abundado en el tema de la superstición. El poema forma parte de A morir no se aprende (2003), libro que refleja la incertidumbre, la precariedad y el desamparo ante la realidad de la muerte así como la impotencia de no poder acompañar a los seres queridos que se nos van. Ahí trato de encarar a tumba abierta esa realidad, sin reflexiones ni envoltorios metafísicos. En ese escalofrío está también el temor de que lo que uno piensa, tarde o temprano, suceda. Aún así, yo no me considero supersticioso. Más bien, como dice un libro de María Mercedes Carranza, la gran poeta colombiana, Tengo miedo.

RO.- Leo en tu poesía un aire de desamparo por el hermano ausente, es el lamento por alguien que significó mucho en tu vida. Esos recuerdos marcan parte de tu poesía.
FJC.- Mi hermano era dos años menor que yo. Ya de niño padeció una enfermedad irreversible que lo iba paralizando poco a poco. Yo sufría la impotencia de casi no poderlo ayudar. Ni estaba siempre a la altura de su dolor. En ese sentido el remordimiento en mi poesía juega un papel mucho más importante que la superstición.

RO.- “Ante los Toros de Guisando” es un poema que eleva una protesta ante lo que el tiempo erosiona, ante lo que permanece, pero ya no es referencia, sino testamento del olvido. La poesía rescata, devuelve esa mirada del pasado.
FJC.- Me complace tu lectura. Fíjate que ese poema conecta con otros como “Lanza o remo” y “Orfandad”. Ambos muestran objetos expuestos en una vitrina, ya desubicados, por tanto, de la función que cumplían en la realidad cotidiana. A los Toros de Guisando, que fueron animales sagrados de la cultura celtíbera, yo me los encontré a la intemperie, abandonados, desprovistos de toda la aureola mítica que tuvieron antaño. Para insinuar, al menos, lo tosco, lo primitivo y la envergadura física de esas figuras de piedras, imaginé el poema en versos largos, de medida irregular y monorrima asonantada entre ellos.

RO.- Advierto entre tus textos el abordaje del tema infantil. Allí la terrible preocupación del adulto por no tener las respuestas que solicita el niño. Aún cuando nos sentimos impotentes para dar respuestas que satisfagan, con una gran ternura y sencillez, sacas del fondo de la poesía palabras para el deslumbramiento.

FJC.- Trato de no falsear, o falsear lo menos posible, la realidad infantil. A estos poemas sólo les doy la forma rítmica, sin intervenir casi en el contenido con tal de recoger lo más fielmente posible las expresiones y perplejidades de mi hija. Nunca intenté hacer poemas infantiles. Aquí el niño es protagonista, no receptor.

RO.- Para cerrar este diálogo, Francisco José, háblanos un poco acerca de tu experiencia de editor. Gracias a la bondad de Eugenio Montejo conocemos desde hace casi tres lustros Palimpsesto, la revista que editas y que en su oportunidad nos hizo llegar desde Lisboa el poeta. Es gratificante que circule todavía. Entendemos que con ella has consolidado una obra. Veintitrés números ya hacen una historia. ¿Te has sentido holgado en tu labor editorial?

FJC.- No es frecuente que un ayuntamiento de una ciudad pequeña, sin tradición editorial, como es el caso de Carmona, cercana a Sevilla, acepte, de buenas a primeras, la propuesta de publicar una revista dedicada sólo a la poesía, si tenemos en cuenta el general temor a las expresiones minoritarias y la escasa o nula rentabilidad política de las mismas. Además, dicha propuesta planteaba atender a la creación foránea, desmarcándose casi por completo de la local. Sin embargo, el proyecto que mi mujer y yo presentamos al gobierno municipal de 1989, fue aprobado sin mayores reparos. Y el primer número de Palimpsesto apareció en la primavera de 1990. Sentíamos que Palimpsesto debía dedicar casi todas sus páginas a la creación poética, no a la crítica que, con demasiada frecuencia, aporta muy poco, cohíbe nuestro trato directo con los poemas y condiciona su disfrute. Otras cosas son el ensayo -esa tentativa de transmitir el gusto por algo sin estar al servicio de la novedad más pasajera- y, sobre todo, la entrevista -que nos acerca aún más al hombre y su obra-. Nos interesaba la poesía escrita fuera del país, en otras lenguas e, íntimamente, la hispanoamericana, casi desconocida por entonces en España. Nuestra intención ha sido, desde el primer momento, dar número a número una idea aproximada y coherente de la poesía de cada país hispanohablante, hasta comprobar que cada uno ha desarrollado, a partir de un tronco común, su propia tradición poética y que, por consiguiente, la nuestra –después de quinientos años de compartir una lengua- es sólo una de ellas. Así pues, este interés principal por la poesía hispanoamericana viene de la conciencia de que sin su conocimiento, la poesía española languidece. Después de tantos años, Palimpsesto, ha contribuido sin duda alguna a mi madurez como lector.


Publicada en Poda, Revista Latinoamericana de Poesía, (Fundación Fondo Editorial del Caribe, Barcelona, Anzoátegui, Venezuela), año 4, nº 6, junio de 2008.