sábado, 21 de mayo de 2011

HACER CON PALABRAS UN ESPEJO

EL ESPEJO

Sólo se aprende aprende aprende
de los propios propios errores
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GONZALO ROJAS

“Sólo se aprende de los propios errores” es una frase común y corriente que recuerda el refrán que afirma que “nadie escarmienta en cabeza ajena”. La forma de manipularla despeja la opacidad de la frase hecha y construye un poema dotado de inusual transparencia.
“El espejo” se aparta de la línea habitual que sigue la poesía de Gonzalo Rojas. Sin embargo, aunque por su brevedad no se sostenga sobre la tensión emotiva y rítmica, comparte con el resto de su obra el gusto por el guiño irónico, por los juegos verbales y el hecho de que el título influya en el sentido del poema, no sólo lo corrobore.
El título desvía nuestra atención de la tópica frase hacia su forma. Rojas carga su significado sobre la estructura externa del poema, hasta el punto de que sin este título dicha estructura estaría vacía de contenido y no se justificaría. El poema no nos habla del espejo ni plantea una visión metafísica del doble. El único propósito del poeta es hacer con el lenguaje un espejo, de modo que sean las palabras, más que lo que ellas dicen, las que materialmente reflejen su idea de la experiencia de la vida. No es casual que el poema conste de dos versos: el fenómeno de la reflexión necesita la dualidad para producirse. Dos versos que, además, al tener la misma medida, evitan la distorsión de la imagen. Así, el sentido de las proporciones reales, entre lo que está dentro y fuera del espejo, lo da el mismo número de sílabas. El eneasílabo es un metro sigiloso, que amortigua el soniquete de los versos más tradicionales de nuestra lengua y rebaja su confianza expresiva. Debido a esto y a que rara vez alberga el sentido completo de una frase, posee algo de la fragilidad filosa del vidrio. Ya desde el nivel fónico, el primer verso se refleja en el segundo a través de la aliteración en eco de las palabras “aprende” y “propios”. El encabalgamiento, por su parte, mide las milésimas de segundo que la imagen tarda en aparecer sobre el cristal.
Configurada la forma del poema, es decir preparado el azogue, descubrimos mejor su contenido, tan imantado de ella que la frase común se ha transformado en lúcida conciencia de ser. Su desvaída seriedad adopta ahora un tono de resignación desenfadada que da al poema la distancia justa para que, junto a la condición reflexiva de la partícula “se” (aunque en este caso su función gramatical sea otra), surja el reflejo. El adjetivo “propios” precisa que es el nuestro. Sin él no nos reconoceríamos en el que está al otro lado. La palabra “sólo” (que abre el poema) y la palabra “errores” (que lo cierra) enmarcan y determinan los rasgos esenciales de la experiencia vital, al dejar fuera del espacio visible los aciertos. El carácter insistente de las anáforas formadas por los términos “aprende” y “propios”, con su dureza cacofónica (que afecta hasta la última palabra del poema), refuerza la determinación de lo reflejado (los propios errores, no los ajenos) a la vez que remite a la dificultad de todo aprendizaje y a la sensación de tropezar siempre en la misma piedra. En el error vemos cara a cara nuestra condición humana. Podría considerarse que el acto de aprender y el de equivocarse se contraponen. En efecto, no son conceptos opuestos pero, al menos a la luz del poema, establecen cierta tensión interna. Si aceptamos el amago paradójico, completamos este espejo de palabras. El atisbo contradictorio permite en el nivel semántico la ilusión del reflejo. Su fidelidad invertida se consigue a través de dicha relación. El acto de asomarse a un espejo es siempre actual e inmediato. Por esto, el único verbo del poema está en presente de indicativo. Al repetirse varias veces, el tiempo no pasa y la contemplación se fija. La falta de comas entre las repeticiones, tanto del verbo como del adjetivo, favorece la continuidad espacio-temporal del acto.
En contraste con la economía verbal del poema, sus escasos recursos están aprovechados al máximo, hasta el punto de que ninguna palabra juega un papel secundario. Así, el poema, más que expresar algo, lo muestra, cumpliendo con la exigencia creadora, cada vez menos frecuente, de que la forma, además de ser soporte rítmico, participe del contenido. “El espejo” de Gonzalo Rojas supera, en este sentido, a los poemas pintados de Vicente Huidobro. Éste potencia lo expresado mediante el dibujo externo de su objeto, de modo que, en ocasiones, tal procedimiento no pasa de una audaz redundancia. Rojas, sin embargo, opera desde dentro del lenguaje sin recurrir a nada ajeno a las palabras, hasta extender la significación del poema a todos sus niveles.

Publicado en Sibila nº17, revista de Arte, Música y Literatura (Sevilla, enero de 2005).