
Esos miles de volúmenes señalan el largo y fructífero periplo intelectual de Paca y Félix y, al evocarlos ahora, imagino también ese mismo pasillo vacío, cuando en su infancia lo recorría Paquita, según cuenta en su escalofriante libro de recuerdos Espejito, espejito. Estas páginas resumen y revelan la lacerada intimidad de alguien que, teniendo todo en contra, salvo el amor de su familia, ha sabido echarle, con insólita tozudez, un pulso a la desgracia. Ya el reiterado diminutivo del título sugiere dicha intimidad y la decisión de afrontarla sin tapujos, de no engañarse lo más mínimo, como el espejo no miente nunca a la madrastra de Blancanieves, por mucho que le repita la pregunta. Espejito, espejito es ese oscuro pasillo interior en donde poesía y vida se encuentran para consolarse mutuamente. De ahí que, al margen de las valoraciones literarias, los textos en prosa y verso de Francisca Aguirre sean, ante todo, un impagable testimonio de coraje y bondad en medio de una época miserable que, como cualquier época así, nos hace dudar de la razón de ser de nuestra especie.
Esta voluntad de comprensión a fondo, a pesar de las humillaciones y carencias cotidianas, de las aberraciones padecidas en carne propia y en la ajena –que a veces es lo mismo– nace, a mi juicio, de una autenticidad a prueba de bomba, cuya fuente nutricia –en término de Emilio Miró al prólogo del recopilatorio Ensayo general– es el binomio «desolación y lucidez». Ambos estados, al complementarse (si responden más a las experiencias vitales que al fijo carácter), en lugar de paralizar el espíritu, lo reaniman y fortifican, hasta irradiar de la obra y la persona de Paca Aguirre una actitud antidogmática y un flujo afectivo conmovedores. Por esto, según el memorable verso de su poema «La espera», «nada ayuda tanto como la realidad» porque –como nos insinúa con amable ironía– es lo único que tenemos y no es poco. Además, la realidad no es sólo algo dado o impuesto, sino que, en la medida de lo posible, podemos rehacer gracias a la cultura y la imaginación creadora. Así, la liberadora dimensión estética se convierte en la gran experiencia de la vida, al punto de darle su verdadero sentido a todas las demás. Si bien esto que digo es perceptible en toda la trayectoria de Francisca Aguirre, a modo de columna vertebral, se culmina y depura, a mi gusto, en su poema «Nana de los libros viejos», en el que sentimos, con estremecedora ternura, debido a la despojada y natural belleza de su tono, cómo la lectura resulta un escape esencial a la pobreza que, sin escamotearla ni siquiera maquillarla, la hace soportable y digna.
Dicho poema pertenece a su libro Nanas para dormir desperdicios, escrito en su vejez, cuya fuerza, entusiasmo y calado imaginativo nos previenen, una vez más, de la excesiva atención que se presta hoy en día a los poetas jóvenes por el hecho de serlo –como si la juventud fuera condición sine qua non de verdad o calidad poética–, cuando, salvo excepciones, sólo el paso del tiempo y la manera de vivirlo hacen necesaria y singular una obra. En este orden de cosas, no estaría mal poner de moda la expresión poesía de madurez, como la que escribe desde sus tardíos comienzos Paquita Aguirre, mi joven amiga de 80 años, que nos ha enseñado con su vida y sus poemas a echarle un pulso a la desgracia.
De izqda. a dcha.: Félix Grande, Antonio Deltoro, Francisco José Cruz y Francisca Aguirre.
Prólogo a Detrás de los espejos de Francisca Aguirre (Fundación Centro de Poesía José Hierro, Getafe, 2011)